José Luis Farías 02 de agosto de 2021
@fariasjoseluis
La
otra cara:
Cuatro
días antes de darse un disparo en la sien el 28 de noviembre de 1969, José María
Arguedas envió con Sybila, su esposa, un ejemplar de su novela «Todas las
sangres» a Hugo Blanco, campesino y líder revolucionario de tendencia
trotskista, a quien admiraba sin conocer personalmente, preso en el penal de la
isla de El Frontón en Lima, acusado de matar a un policía.
Así lo
refiere Mario Vargas Llosa en su libro «La utopía arcaica. José María Arguedas
y las ficciones del indigenismo», un texto dedicado a reseñar su vida, matizar
sus libros y tratar de “describir, en su caso particular, la inmolación de un
talento literario por razones éticas y políticas, fenómeno más que frecuente en
los escritores —y no sólo latinoamericanos—”.
Embutido
en sus creencias políticas revolucionarias, Arguedas se había convertido en el
más respetado escritor del indigenismo peruano. Su principal obra, “Los ríos
profundos”, junto con “Redoble por Rancas” de Manuel Scorza, sirvieron de
anestesia literaria para muchos jóvenes en los años setenta que encontraron una
ficción más cercana al marxismo indigenista de José Carlos Mariategui que las
propuestas soviéticas del tipo “Así se templó el acero”, ganando el respeto del
líder cuzqueño y haciendo recíproca su admiración.
El
privilegio de conocer íntimamente “en sus miserias y grandezas” un país
“escindido en dos mundos, dos lenguas, dos culturas, dos tradiciones
históricas”, que le dio una perspectiva mucho más amplia por encima de otros
escritores, junto a su patética vida, “con traumas de infancia, que nunca llegó
a superar y que dejan un reguero de motivos en toda su obra, sumados a crisis
de adulto, que lo condujeron al suicidio”, lo convirtieron en el escritor
peruano “favorito” de Vargas Llosa, de “esos que uno lee y relee y llegan a
constituir su familia espiritual” por encima de los “más grandes, como el Inca
Garcilaso de la Vega o el poeta César Vallejo”.
El
obsequio de Arguedas fue agradecido por Hugo Blanco con una carta de respuesta
en tono lírico donde le recordaba un mitin en la plaza del Cusco, con los
campesinos gritando «¡Que mueran todos los gamonales!» mientras los
«blanquitos» «se metían en sus huecos, igual que pericotes» que terminó
profetizando: «Días más grandes llegarán; tú has de verlos».
Arguedas
respondió el mismo día «Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma»
con texto propio de un revolucionario a otro revolucionario, exhibiendo sus
credenciales políticas, “asegurando que, con excepción de uno solo (se refiere
a César Lévano), ningún crítico entendió que la invasión de los indios colonos
a la ciudad de Abancay descrita en Los ríos profundos prefiguraba «la
sublevación» que sobrevendría en el Perú cuando llegara «ese hombre que la
ilumine» y los haga «vencer el miedo, el horror que les tienen» a los
gamonales. Dice haber llorado esperando la llegada de ese líder, que es Hugo
Blanco: «¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de
hacienda de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más azotado, el
escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más valeroso de
los valientes, ¿no aceraste su alma?», relata Vargas Llosa.
Diez
años después, en plena <<década perdida>> latinoamericana, el
indigenismo marxista renacería en el Perú sin los empeños intelectuales de
Mariategui, ni las calidades literarias de Arguedas y Scorza.
Pero sí más violento y dispuesto a disputar el poder en nombre de ese Perú
<> del que habían hablado los intelectuales con la insurgencia de los
grupos terroristas Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Tupac
Amaru.
La
consecuencia fue una extensa cadena de muertos que los cálculos más
conservadores estiman en más de veinte mil en una extensa ola de violencia que
no pareció tener fin hasta que a mediados en 1992, la mano dura del régimen
dictatorial de Alberto Fujimori logró derrotarlos militarmente y exhibit como
una fiera enjaulada con su traje a rayas a un desconcertado e iracundo Abimael
Guzmán, siniestro jefe del más fanático de aquellos movimientos extremistas.
Bastante
lejos de lo que muchos creyeron, el indigenismo peruano, herencia del Inca
Garcilaso, siguió vivo y coleando en sus catacumbas ya sin Mariategui y Luis
Valcárcel, sin Arguedas, con el <> encarcelado y el líder campesino Hugo
Blanco envejecido.
Han
transcurrido casi tres décadas desde que muchos dieron por concluido el
indigenismo marxista peruano, pero hoy Pedro Castillo, un modesto maestro de
escuela, lo ha reivindicado vestido con traje azul discretamente bordado con
motivos indígenas en el cuello, luciendo el tradicional sombrero chotano de
paja y ala ancha, cuando al momento de recibir los símbolos del poder del
Estado peruano como nuevo presidente de la república del Perú de manos de la
presidenta del parlamento, María del Carmen Alba, dijo: <>
Se ha puesto en claro que la <<utopía arcaica>>, como calificó
Vargas Llosa las “ficciones del indigenismo” de José María Arguedas, no se
extinguió con el pistoletazo en la sien que este se autopropinó ante el espejo
de un baño de la Universidad Nacional Agraria La Molina, en Lima.
La
llegada al poder del indigenismo en el Perú de la mano de Pedro Castillo
pudiera ser la prueba definitiva de la invalidez de esa narrativa en blanco y
negro de la historia peruana.
Un relato sin matices de ningún tipo que trató de reducir la realidad y la
historia peruana a la explotación inmisericorde de parte del gamonal en
contraste con la pureza del indio en la oposición de la sierra con la costa
peruana.
Negros nubarrones se vislumbran en el futuro político del Perú que amenazan con
extender la inestabilidad de la nación de no privar el entendimiento político.
La negación de la señora Keyko Fujimori a reconocer los resultados, en una
postura que recuerda la absurda intransigencia de Trump en Estados Unidos,
junto con una incontenible campaña de ataques desacreditando al nuevo gobierno
mofándose del indigenismo son un mal signo.
Y si la postura del señor Pedro Castillo se queda en <>, un cuento
recopilado en Cusco por José María Arguedas -que me recordara mi buen amigo
Ricardo Ríos- en cuyo desenlace el amo lame el cuerpo del pongo embadurnado de
excremento mientras él lame el del amo cubierto de miel, entonces tendríamos un
Perú desgarrado que pudiera regresar a cruentos escenarios de violencia.
Ojalá
y domine la sensatez que dé lugar al diálogo y la negociación que haga posible
la recuperación del crecimiento económico de la nación y acelere la corrección
de sus profundas desigualdades sociales para dar soporte a un Estado eficiente
capaz de asegurar la estabilidad política de la nación.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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