Francisco Fernández-Carvajal 23 de agosto de 2021
@hablarcondios
— La
virtud de la justicia y la dignidad humana.
—
La justicia social transciende lo estrictamente estipulado.
— La
economía, que tiene sus propias leyes, ha de ordenarse al bien total de las
personas.
I. En
la Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo1:
se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del
campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del
Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y
el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y
que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de
generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves
mandamientos en relación al prójimo. Por eso, por su hipocresía, les dirá el
Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el
diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más
importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas
había que hacer, sin omitir aquellas2.
No
desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el eneldo y el comino, que
podría haber sido una verdadera expresión de amor: como quien regala unas
flores a una persona que quiere, o al Señor en el Sagrario; lo que rechaza
Jesucristo es la hipocresía que este falso celo oculta, pues con ello se
justificaban para no cumplir con otros deberes esenciales: la justicia, la
misericordia y la fidelidad. Los cristianos no debemos caer jamás en una
hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras ofrendas voluntarias son
gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y necesarias, determinadas
por la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo suyo y se enriquece y
perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas cosas había que
hacer, sin omitir aquellas.
La
virtud de la justicia se fundamenta en la intocable dignidad de la persona
humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una felicidad eterna.
Y si consideramos el respeto que merece todo hombre «a la luz de las verdades
reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado esta
dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de Jesucristo,
hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y constituidos
herederos de la gloria eterna»3.
El
aprecio a los derechos de las personas comienza por un ordenamiento justo de
las leyes civiles, al que hemos de contribuir los cristianos, como ciudadanos
ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando por aquellas leyes que
defienden el derecho a la vida, el primero de los derechos, desde el mismo
instante de la concepción. Pero no basta con esta contribución, que hemos de
hacer siempre en la medida de nuestras posibilidades, aunque sean pequeñas.
Cada día se nos presentan muchas ocasiones para ser justos con nuestros
semejantes: a la hora de emitir juicios sobre otros –¡con qué facilidad, con
qué frivolidad se falta a veces a la justicia más elemental con juicios
temerarios!–, en las palabras, evitando no solo la calumnia –la acusación
falsa–, sino también la difamación, la palabrería que propaga los defectos del
prójimo, para disminuir su consideración social, profesional y humana; en las
obras, dando a cada uno lo que es suyo...
¿Cómo
podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no tratamos con esmero –de
pensamiento, palabra y obra– a nuestros hermanos, por quienes Jesús dio su
vida?
II.
Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que el mero no causarle daño, y
no basta para cumplirla con lamentarse ante situaciones de injusticia; quejas y
lamentaciones que serán estériles si no se traducen en más oración y obras para
remediar esa situación. Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia
en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo
profesional, en las relaciones sociales... Vivir la justicia con quienes nos
relacionamos habitualmente significa, entre otros deberes, respetar su derecho
a la fama, a la intimidad, a una retribución económica suficiente... «Estas
exigencias no han de limitarse únicamente al orden económico, como es, por
ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y la moral cristianas
tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la fidelidad, a la
verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la laboriosidad y la
honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e incluso la generosidad
deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de sus actividades
laborales y profesionales»4.
También
la calumnia, la maledicencia, la murmuración..., constituyen una verdadera y
flagrante injusticia, pues «entre los bienes temporales la buena reputación
parece ser el más valioso, y por su pérdida el hombre queda privado de hacer
mucho bien»5. El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo
entero de maldad6:
puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para comunicarnos..., o
puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no hablar nunca mal de
nadie.
No es
infrecuente que se falte a la justicia a través de la palabra. Por eso, el
Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla, que no nos dejemos
guiar por rumores, por juicios precipitados de otras personas, de algunos
medios de comunicación social..., que nunca emitamos un juicio negativo sobre
personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos de vidas ajenas Y,
entonces, hemos de procurar poner los medios para estar bien informados, y, si
alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos partes, matizando cuando sea
preciso hacerlo y salvando siempre la intención profunda de las personas, que
solo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen quienes de alguna manera
trabajan en los medios de comunicación social o tienen acceso a ellos, por el
gran bien o el mal grave que pueden hacer.
Debemos
vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor nos ha encomendado,
dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos, tratando con más
esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones particulares,
más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por ejemplo, el padre
o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones, y no dedicara lo
necesario para la educación de los hijos o para aquellas personas que Dios ha
puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y preferencias personales,
de los que con un poco de buena voluntad se puede prescindir, a las necesidades
de los demás.
Somos
justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario, con la justa retribución
de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles justas y con la recta
conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar por encima del mínimo exigido
por la ley, pues pueden darse circunstancias en las que, cumpliendo lo
estrictamente legal, lo establecido, se falte a la justicia con ese mínimo
estipulado: pueden darse despidos legales pero injustos, salarios de acuerdo
con las leyes pero que ofenden la dignidad de las personas...; «la justicia no
se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes,
como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas»7.
Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le llevará a
cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo en cuenta
las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su cargo.
III. La
economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero estas leyes no son
suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles. El orden económico
no debe concebirse –insiste el Magisterio de la Iglesia– como un orden
independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los principios
superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y deficiencias del
orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona8.
La
justicia social exige también que al trabajador no se le deje a merced de las
leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara solo de una mercancía9;
y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios «debe
ser esta: dar trabajo a todos»10,
pues el paro forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros
muchos en la persona, en las familias y en la sociedad misma.
Quien
trabaja en un taller, en la Universidad, en una empresa, no viviría la justicia
si no cumple con esmero con su tarea, con competencia profesional, aprovechando
el tiempo, cuidando los instrumentos de trabajo que son propiedad de la
fábrica, de la biblioteca, del hospital, del taller, de la casa en la que se
ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes faltarían a la justicia con la
sociedad, con la familia, a veces gravemente, si no aprovechan ese tiempo
dedicado al estudio. De modo general, las calificaciones académicas obtenidas
pueden ser materia de un buen examen de conciencia. Muchas veces, la poca
intensidad en el estudio será la causa de no ser más tarde buenos
profesionales, faltando así a la justicia con la empresa en la que se trabaja,
por carecer de la preparación debida. Son puntos que con frecuencia deberemos
examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de los hombres, los
deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia y la fidelidad en
los pactos y promesas.
Pidamos
a la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia, para contribuir a hacer de la
sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia digno de hijos de Dios.
1 Lev 27, 30-33; Dt 14,
22 ss. —
2 Mt 23, 23. —
3 Juan XXIII, Enc. Pacem
in terris, 11-V-1963, l0. —
4 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. Los católicos en la vida
pública, 22-IV-1986, nn. 113-114. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2. —
6 Sant 3,
6. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 168. —
8 Cfr. Pío
XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-VI-1931, 37. —
9 Juan
Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 34.
—
10 ídem, En
el estadio de Morumbi, 3-VII-1980.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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