Julio Castillo Sagarzazu 22 de febrero de 2022
Bien
lo dice Antonio Cortez, «cuando un amigo se va, comienza el alma a vibrar…» La
partida de Américo Martín nos ha puesto el alma a vibrar de recuerdos y
«saudades». Uno de ellos tiene la forma de una anécdota, una que calza muy bien
en la intención de lo que, de todas maneras, estábamos pensando escribir esta
semana.
Aquí se las cuento: Debían estar corriendo los últimos años de la década de los 70 y comenzando los 80. El MIR, recién saliendo de las catacumbas a las que se condenó voluntariamente después de la aventura castrista, se sacudía de las profundidades y comenzaba a presumir de éxitos en la lucha legal. Habíamos ganado todas las elecciones universitarias del país; tuvimos un resonante triunfo en las elecciones del sindicato del hierro en Guayana donde Marco Aurelio Alegría y el propio Américo habían tenido un rol destacadísimo. De la misma manera, Gerasimo Chávez se hacía con la victoria del sindicato petrolero de Cabimas.
Estrenábamos
igualmente fracción parlamentaria y hasta Carlos Flores Conde (pecho e toro) se
acomodaba en una poltrona del Consejo Nacional Electoral. Era el momento de
salir del cuchitril del edificio La Perla y buscar un mejor local. Por alguna
razón, coincido con Américo y creo que Lino Martínez para ver una amplia casa
de San Bernardino que estaba desocupada. En aquella casa había un cuarto
atiborrado de peroles que tenían al basurero como destino. Allí entramos y
esperándonos enfrente se veían tres preciosos volúmenes de la Historia de la
Revolución Francesa de Lamartine. Los 15 años que me llevaba Américo me dieron
la ventaja en el salto para ponerme en ellos a pesar de su refunfuño. Luego de
leerlos y consultarlos muchas veces, aquellos tesoros, fueron a parar como
adorno (tenían unas portadas preciosas pues se trataba de una viejísima
edición) en una mesita que aún está en la entrada de la casa.
Un
día, varios años después, conversaba con mi paisano Henry Ramos Allup, en el
hemiciclo de la Cámara de Diputados. Me comentaba que estaba preparando un
libro y que estaba necesitando consultar aquella obra de Lamartine y La Ética
Protestante y el Espíritu del Capitalismo de Max Weber que no conseguía. Le
dije que tenía el último y callé sobre los volúmenes de Lamartine que, como ha
quedado dicho, eran patrimonio de la sociedad conyugal y oficiaban de adornos
en la mesita ya nombrada.
Al
lunes siguiente, tome el libro de Weber y lo metí en el maletín de las mudas de
ropa para Caracas. Recuerdo que salí, me monté en el carro y allí mismo me
dije. “ya lo leí los de Lamartine, en manos de Henry, que está escribiendo un
libro, tendrán mejor utilidad”. Sin consultar a María Mercedes los tomé y ahora
los 4 volúmenes están en la biblioteca del paisano Ramos Allup. Por cierto,
hace poco, me sorprendió gratamente enviando una foto de ellos y de la nota con
la que se los había obsequiado. No me equivoque: los libros son seres queridos
cuya partida no duele si sabemos que están bien cuidados.
¿Y
este cuento que tiene que ver con la situación del país? Pues creo que
bastante.
Veamos:
Hoy día, los partidos de la oposición venezolano han declarado, con sus bemoles
y sus respectivas diferencias, que van a entrar en un proceso de relegitimación
y revisión de sus organizaciones.
Se
trata de una iniciativa plausible. No cabe duda de que la casi totalidad de
estas formaciones políticas han entrado en una importante crisis de
reconocimiento social y popular.
Ahora
bien, lo más previsible es que aun cuando los partidos hagan grandes esfuerzos
para revisar sus estructuras y la composición de sus direcciones políticas, va
a ser muy difícil que lo que se exhiba como resultado delante de los
venezolanos no sean más o menos las mismas caras de quienes hasta ahora han
estado al frente de estas organizaciones.
Las
razones para que tal cosa ocurra son muchas, pero la más importante sin duda es
que el clima de represión, persecución y hostigamiento del régimen contra los
dirigentes naturales de los partidos opositores; el uso de la fuerza, los
tribunales y el dinero oficial para descabezar y expropiar organizaciones, han
tenido un efecto importante en diezmar los liderazgos y en impedir el acceso
natural de nuevas generaciones o el ejercicio efectivo de los dirigentes
naturales.
Entonces,
si sabemos que esta limitación es una realidad objetiva, bien deberían los
partidos en centrarse en la revisión, no solo de sus estructuras y los nombres,
sino también y sobre todo de sus líneas y tesis políticas; del balance profundo
(hasta que duela) de sus aciertos y errores y en la construcción de una
narrativa atractiva de nuevo para la gente.
En
este proceso también debería ocupar (y aquí es cuando la anécdota tiene valor)
un lugar preponderante la formación de los dirigentes y los nuevos líderes que
puedan asegurar bien el relevo, bien la estabilidad de las organizaciones.
Aquel
episodio de unos dirigentes preocupados por los libros, por la formación, por
el acrecentamiento del acervo cultural, es una buena imagen de uno de los
desafíos que los partidos tienen hoy día. Un liderazgo formado produce un tipo
de conducción distinto al de uno que ha sido formado aluvialmente.
El
fenómeno “alacrán” es una prueba fehaciente de la piratería y el método de
caimanera sabanera con la que se ha reclutado militantes y dirigentes en el
país.
Incluso,
el espíritu crítico, tan necesario hoy en día en nuestra dirección política, se
forma con mayor calidad y disciplina cuando los líderes se han formado y han
tenido disciplina para el estudio y la elaboración teórica.
El
propio Américo es un ejemplo singular de como un hombre bien estructurado,
educado en la disciplina de la formación política, puede descubrir errores y
rectificar. Toda la obra reciente de Américo es un maravilloso compendio de
como la crítica debe asumirse y de cómo, a partir de esa crítica se pueden
producir virajes que impulsen nuevas realidades.
Ojala,
este proceso de revisión interna de los partidos también concluya estimando
este tema como esencial para tener nuevos partidos y nuevos liderazgos.
Julio
Castillo Sagarzazu
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