Humberto García Larralde 10 de mayo de 2022
Dos
hechos recientes frustran las ilusiones de que el régimen cambiaba para mejor.
Uno, la renovación del Tribunal Supremo que, después de haber despertado
expectativas de restitución de la independencia judicial y de retorno a la
constitución, resultó en un proceso controlado por el oficialismo para reelegir
algunos magistrados –contrariando el artículo 264 de la Carta Magna— y
conformar, junto con otros cuya militancia chavista los descalifica para el
cargo, un cuerpo que se vislumbra igual de obsecuente con el Ejecutivo. El
otro, la condonación de la deuda de San Vicente y Las Granadinas con
PetroCaribe, y el anuncio de Maduro de que reducirá a la mitad las deudas de
otras islas del Caribe Oriental.
Ambos ratifican conocidas prácticas patrimonialistas para perpetuarse en el poder. Son indicios de que la cacareada “normalización” de Venezuela no ha alterado la primacía que tienen los intereses de quienes controlan el poder en las decisiones del Ejecutivo. Por un lado, revalida la impunidad para personeros del chavomadurismo –es notorio que el gobierno no pierde juicios en su contra– y, por otro, reactiva la “petrochequera” para comprar apoyos internacionales Semejante comportamiento en absoluto abona a favor de la idea de que levantar las sanciones sobre Pdvsa mejoraría las condiciones de vida de la población. Cabe mencionar que el ingreso por habitante de San Vicente y Las Granadinas, en torno a los 7.300 USD, es varias veces superior al del venezolano promedio, hoy.
No
puede olvidarse que el desmantelamiento de las instituciones del estado de
derecho, y el acorralamiento de los mecanismos de mercado para asignar y
distribuir recursos, fue suplantado por criterios políticos para su usufructo,
sobre todo, la lealtad con quienes detentan el poder. Ha sido notorio que, al
amparo de la discrecionalidad, la no transparencia y la ausencia de rendición
de cuentas, fueron proliferando intereses dedicados a depredar la cosa pública.
En
primer lugar, a Pdvsa, con compras abultadas, contratos amañados, comisiones y
desvío de fondos. A ello se añadió el despojo de otros entes públicos, las
trácalas con Cadivi, el contrabando de gasolina, la reventa (y contrabando) de
bienes regulados y la confiscación de empresas, mientras se afianzaba la
complicidad de militares “bolivarianos” (¡!) en el tráfico de estupefacientes.
Pero
la destrucción de la economía obligó a Maduro a levantar algunos controles para
darle respiro. Pudo ser aprovechado por quienes disponían de divisas. Y, siendo
su poder mucho más precario que el de su padre putativo, sin el carisma de
aquél ni los ingresos petroleros que lo favorecieron, también se vio en la
necesidad de extender sus bases de apoyo, abriendo otros ámbitos, notoriamente
en Bolívar, para la forja de complicidades en la expoliación de sus riquezas
naturales. Un poder judicial obsecuente garantiza la impunidad a los que
perpetran estos saqueos.
En la
medida en que cambiaban las oportunidades de lucro, fueron modificándose las
alianzas entre quienes sostienen el poder. Aparecieron nuevas mafias y se
restructuraron otras. Sobre todo, adquirieron preeminencia los militares
traidores, eje del sistema de corrupción imperante, dedicados a esquilmar a la
población en fronteras, puertos, aeropuertos y carreteras, y con la
distribución de comida, petróleo y medicinas. Pero su presencia en corruptelas
va más allá, incluyendo el tráfico de drogas.
A
Maduro le corresponde regular los reacomodos que ocurren en este tinglado de
complicidades para no perder poder y control. Que de allí surjan o se
fortalezcan facciones más proclives a restituir ciertas garantías económicas,
está por verse. Pero confiar en que levantar algunas sanciones los estimularán
puede resultar en que el tiro salga por la culata, nutriendo a los sectores más
retrógradas, depredadores, de la alianza, como los asociados a Diosdado
Cabello, las bandas criminales y/o los militares corruptos.
Sea
como sea, Maduro piensa sacarles provecho a las ilusiones de “normalización”
que se desprenden de la incipiente mejoría de algunas actividades económicas.
Su plataforma electoral en unos eventuales comicios (¿2024?) sería que
“Venezuela se arregló”. Ya se ejercita anunciando disparates, como el de “la
cosecha de café más grande de la historia”, amén de entretenerse con
banalidades como si en el país no se enfrentasen problemas sumamente graves.
Ante esto la oposición debe tener respuesta.
Es
menester un deslinde claro entre las posibilidades que ofrece la
“normalización” de Maduro y las de un programa económico verosímil, orientado
hacia la competitividad. En primer lugar, es necesario insistir en un marco
institucional que fomente, de verdad, la reactivación productiva. Esto
significa garantías (seguridades) para quien emprenda actividades económicas.
Junto con condiciones creíbles para sostener la estabilidad de precios y de los
agregados macroeconómicos, posibilitan la previsibilidad en los resultados
esperados, elemento base de la confianza.
Ello
no sólo convertirá a Venezuela en un destino más atractivo para la inversión,
tanto nacional como foránea, sino que permitirá, bajo un gobierno serio,
negociar importantes préstamos con los multilaterales para sanear al Estado y
reestructurar la abultada deuda pública. Sin apego al ordenamiento
constitucional y el imperio de la ley, será prácticamente imposible acceder al
financiamiento externo. Y, sin financiamiento externo, no hay forma de rescatar
la capacidad de un Estado tan deteriorado como el nuestro, de producir bienes
públicos.
En
marcada distinción con la “normalización” de Maduro, la estabilización de
precios y del tipo de cambio habrá de lograrse mediante políticas expansivas,
que estimulen la economía y la demanda por créditos, de forma de absorber
productivamente incrementos en las variables monetarias. El ajuste de Maduro,
por el contrario, ha sido uno de los más recesivos conocidos –deja pálido al
denostado “neoliberalismo” de los ’90—, contrayendo fuertemente el gasto
público, aplicando encajes prohibitivos que anularon la capacidad crediticia de
la banca y sobrevalorando drásticamente la moneda nacional al anclar el precio
de la divisa.
Desplumó,
así, al Estado, empobreciendo terriblemente al empleado público y colapsando
los servicios públicos, e hizo todavía más dura la competencia de la producción
nacional con las importaciones (que, muchas veces, ni siquiera pagan
impuestos). Que algunos sectores hayan dado muestras de reactivación no es
atribuible a ningún acierto del gobierno. Es expresión de la enorme resiliencia
y capacidad de algunos emprendedores, y reflejo de las enormes potencialidades
que aun anidan en la economía venezolana.
Tales
potencialidades no se restringen a la consabida lista de recursos minerales,
hidrográficos y agropecuarios, o al atractivo turístico derivado de su
geografía y clima. Incluye la enorme subutilización de capacidades productivas
en la manufactura, el campo, la construcción y los servicios, legada por la
“revolución”, y a los millones de venezolanos emigrados, ricos en talento, que
se les robó su presente y su futuro. Por último, no se puede dejar de hacer
referencia a la creciente capacidad emprendedora de muchos que se quedaron,
atizada por la necesidad de arreglárselas creativamente, dada la destrucción de
la economía. El régimen actual es antítesis y negación de tales
potencialidades.
Un
proyecto económico coherente y viable, que contase con un marco institucional
favorable y amplio apoyo financiero internacional, podría atraer de regreso
parcial al talento migrado y, con inversiones y nuevos emprendimientos,
reconstruir el tejido productivo deshecho. Provocaría un salto cualitativo en
las capacidades productivas del país, seguido de altas tasas de crecimiento
sostenido. El nivel de vida de 2013 podría recuperarse en 15 años o menos. La “normalización”
de Maduro, sin seguridades y sujeta a los abusos y arbitrariedades de un poder
corrupto, generará, en contraste, un crecimiento errático que arribaría a este
nivel, si acaso, en 40 años o más. Por supuesto que se requiere un cambio
político.
Corresponderá
a la lucha reivindicativa, en demanda de derechos y de servicios dignos, así
como a la gestión eficaz de los alcaldes democráticos, enriquecer este proyecto
y darle contenido concreto. Debe devolvérseles las esperanzas de
cambio a las mayorías, estimulándolas a movilizarse para arrebatarle
concesiones a la dictadura. La lucha sostenida por conquistar mejores
condiciones de vida deberá fortalecer a las fuerzas democráticas y constituirse
en plataforma para un triunfo electoral en 2024. Sin un programa que aglutine y
potencia los esfuerzos opositores, restableciendo la confianza en la
inevitabilidad del cambio político, no bastará un candidato unitario escogido
en primarias acordadas.
Humberto
García Larralde
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