Francisco Fernández-Carvajal 11 de junio de 2022
@hablarcondios
—
Revelación del misterio trinitario.
— El
trato con cada una de las Personas divinas.
—
Oración a la Trinidad Beatísima.
I. Tibi
laus, Tibi gloria, Tibi gratiarum actio... A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a
Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!1.
Después
de haber renovado los misterios de la salvación –desde el Nacimiento de Cristo
en Belén hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés–, la liturgia nos
propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de
todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios.
Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor. Se nos enseña de muchas maneras que Dios, a diferencia del mundo, es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente): Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón -nos invita la liturgia- que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro2. Solo Tú, Señor.
El
Antiguo Testamento proclama sobre todo la grandeza de Yahvé, único Dios,
Creador y Señor de todo el Universo. Pero también se revela como el pastor
que busca a su rebaño, que cuida a los suyos con mimo y ternura, que
perdona y olvida las frecuentes infidelidades del pueblo elegido... A la vez,
se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo,
que es anunciada por los Profetas, y la acción del Espíritu Santo, que lo vivifica
todo.
Pero
es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a
participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo quiera revelarlo3.
Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo
envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos
reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas4.
El
misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad
revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos
encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo,
santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más
a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace
ser templos vivos de la Santísima Trinidad.
Por
ser el misterio central de la vida de la Iglesia, la Trinidad Beatísima es
continuamente invocada en toda la liturgia. En el nombre del Padre, y del Hijo
y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados;
al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por
mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo
del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al
Espíritu Santo.
«-¡Dios
es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
»-¡Jesús
es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina
locura de su Corazón.
»-¡El
Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
»Piénsalo
bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo»5.
II. La
vida divina –a cuya participación hemos sido llamados– es fecundísima.
Eternamente el Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede del Padre y
del Hijo. Esta generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo no es
algo que aconteció en un momento determinado, dejando como fruto estable las
Tres Divinas Personas: esas procedencias (los teólogos las llaman
«procesiones») son eternas.
En el
caso de las generaciones humanas, un padre engendra a un hijo, pero ese padre y
ese hijo permanecen después del mismo acto de engendrar, incluso aunque muera
uno de los dos. El hombre que es padre no solo es «padre»: antes y después de
engendrar es «hombre». La esencia, sin embargo, de Dios Padre está en que todo
su ser consiste en dar la vida al Hijo. Eso es lo que lo determina como Persona
divina, distinta de las demás. En la vida natural, el hijo que es engendrado
tiene otra realidad. Pero la esencia del Unigénito de Dios es precisamente ser
Hijo6. Y es a través de Él, haciéndonos semejantes a Él, por un
impulso constante del Espíritu Santo, como nosotros alcanzamos y crecemos en el
sentido de nuestra filiación divina. Los que se dejan llevar por el
Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido no un Espíritu de
esclavitud para recaer en el temor; sino un Espíritu de adopción, que nos hace
gritar: Abba! (¡Padre!). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos de Dios
y coherederos con Cristo7.
La
paternidad y la filiación humanas son algo que acontece a las personas, pero no
expresan todo su ser. En Dios, la Paternidad, la Filiación y la Espiración
constituyen todo el Ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo8.
Desde
que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia
recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida.
Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos
constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese
camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una «órbita» más cercana al
Señor. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las
Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma
en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a
la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito
vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes
sobrenaturales!
»Hemos
corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41,
2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de
agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro
venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4,
14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el
entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a
cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente
por Dios, a todas horas»9.
III. La
Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace
saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con
el Espíritu Santo que se nos ha dado10.
Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios
Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. «Tú, Trinidad eterna, eres mar
profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro,
más te busco»11, le decimos en la intimidad de nuestra alma.
«¡Oh,
Dios mío, Trinidad Beatísima! Sacad de mi pobre ser el máximo rendimiento para
vuestra gloria y haced de mí lo que queráis en el tiempo y en la eternidad. Que
ya no ponga jamás el menor obstáculo voluntario a vuestra acción transformadora
(...). Segundo por segundo, con intención siempre actual, quisiera
ofreceros todo cuanto soy y tengo; y que mi pobre vida fuera en unión
íntima con el Verbo Encarnado un sacrificio incesante de alabanza de
gloria de la Trinidad Beatísima (...).
»¡Oh,
Dios mío, cómo quisiera glorificaros! ¡Oh, si a cambio de mi completa
inmolación, o de cualquier otra condición, estuviera en mi mano incendiar el
corazón de todas vuestras criaturas y la Creación entera en las llamas de
vuestro amor, qué de corazón quisiera hacerlo! Que al menos mi pobre corazón os
pertenezca por entero, que nada me reserve para mí ni para las criaturas, ni
uno solo de sus latidos. Que ame inmensamente a todos mis hermanos, pero
únicamente con Vos, por Vos y para Vos (...). Quisiera, sobre todo, amaros con
el corazón de San José, con el Corazón Inmaculado de María, con el Corazón
adorable de Jesús. Quisiera, finalmente, hundirme en ese Océano infinito, en
ese Abismo de fuego que consume al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu
Santo y amaros con vuestro mismo infinito amor (...).
»¡Padre
Eterno, Principio y Fin de todas las cosas! Por el Corazón Inmaculado de María
os ofrezco a Jesús, vuestro Verbo Encarnado, y por Él, con Él y en Él, quiero
repetiros sin cesar este grito arrancado de lo más hondo de mi alma: Padre,
glorificad continuamente a vuestro Hijo, para que vuestro Hijo os glorifique en
la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos (Jn 17,
1).
»¡Oh,
Jesús, que habéis dicho: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie
conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo (Mt 11,
27)!: “¡Mostradnos al Padre y esto nos basta!” (Jn 14, 8).
»Y
Vos, ¡oh, Espíritu de Amor!, enseñadnos todas las cosas (Jn 14,
26) y formad con María en nosotros a Jesús (Gal 4,
19), hasta que seamos consumados en la unidad (Jn 17,
23) en el seno del Padre (Jn 1, 18). Amén»12.
*La
Iglesia celebra hoy el misterio central de nuestra fe, la Santísima Trinidad,
fuente de todos los dones y gracias, el misterio inefable de la vida íntima de
Dios. La liturgia de la Misa nos invita a tratar con intimidad a cada una de
las Tres Divinas Personas: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. La fiesta fue
establecida para todo Occidente en 1334 por el Papa Juan XXII, y quedó fijada
para este domingo después de la venida del Espíritu Santo, el último de los
misterios de nuestra salvación. Hoy podemos repetir muchas veces, despacio, con
particular atención: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
1 Trisagio
angélico. —
2 Primera
lectura. Ciclo B. Dt 4, 39. —
3 Mt 11,
27. —
4 Evangelio
de la Misa. Ciclo C. Jn 16, 12-15. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 2. —
6 Cfr. J.
M. Pero-Sanz, El Símbolo atanasiano, Palabra, Madrid 1976,
p. 51. —
7 Segunda
lectura. Ciclo C, Rom 8, 14-17. —
8 Un
cartujo, La Trinidad y la vida interior, Rialp, Madrid
1958, 2ª ed., pp. 45-47. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306-307. —
10 Segunda
lectura. Ciclo C. Rom 5, 5. —
11 Santa
Catalina de Siena, Diálogo, 167. —
12 Sor
Isabel de la Trinidad, Elevación a la Santísima Trinidad,
en Obras completas. Ed. Monte Carmelo, 4ª ed. Burgos 1985, pp. 757-758.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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