Humberto García Larralde 09 de julio de 2022
Los
encuentros la semana pasada de una delegación gubernamental de EE.UU. con
representantes de Maduro y de la oposición, alimentan la expectativa de que se
reanudarán las negociaciones entre ambos. Aunque no fuese el objetivo principal
de la misión estadounidense, este tema seguramente no fue excluido. Por su
parte, el jefe de la delegación de la Plataforma Unitaria opositora, Gerardo
Blyde, reiteró su interés por retomar lo iniciado en México el año pasado y,
por esa vía, continuar explorando posibilidades de acordar una transición
pacífica a un régimen de libertades y de creciente prosperidad.
Para algunos, tales expectativas son ingenuas. Con la excusa del diálogo –no hablaba de negociar—Maduro se ha burlado en reiteradas oportunidades del país, solo para ganar tiempo y desactivar las presiones domésticas. Pero, por más escépticos que seamos, no debe despacharse, así por así, un nuevo intento por ponerle fin a la terrible tragedia arrojada sobre los venezolanos por estos “revolucionarios”. Las condiciones de miseria son demasiado graves y los avatares que golpean a diario a nuestros compatriotas, tan injustas –porque las podría solventar un gobierno democrático–, que sería irresponsable, por decir lo menos, no explorar esta posibilidad. Es demasiado lo que está en juego. No debemos ilusionarnos con que Maduro va a negociar esta vez con los intereses del país por delante –nunca lo ha hecho–, pero si debemos identificar qué lo mueve, sus fortalezas y debilidades.
Hugo
Chávez reveló muy temprano su inspiración fascista[1]. Invocó la epopeya
independentista para promover un proyecto maniqueo y patriotero, asumiendo,
como militar, la contienda política en términos bélicos, loas a la muerte de
por medio. Su discurso populista, cargado de odios, descalificó a sus
opositores y amenazó con vengarse de quienes “habían traicionado a Bolívar”.
Los discriminó desde el poder, desconociendo sus derechos constitucionales y
atemorizándolos con bandas de choque uniformadas de rojo. Su posterior adopción
de categorías discursivas de la mitología comunista, agarrado de la mano de
Fidel Castro, no altera esta caracterización. Eso sí, lo vinculó con un
universo más amplio, que resultó decisivo para proyectarse internacionalmente
como líder antiimperialista. Con esta imagen, labró alianzas con autocracias
variadas que sólo tenían en común su odio a EE.UU., como la teocracia iraní,
las encabezadas (en su momento) por Hussein, Gadafi y Mugabe y, por supuesto,
Putin y su héroe, Fidel. Bajo el tutelaje de este último, accedió al know-how
cubano sobre terrorismo de Estado, tan útil para consolidar su poder. Peor aún,
al colocarse bajo el paraguas castrista, les entregó gustosamente el país.
Accedió a que uno de sus agentes, Nicolás Maduro, lo sucediera al morir.
Al
carecer Maduro del carisma de su mentor y no tener ascendencia entre los
militares, tuvo que urdir mecanismos para ganárselos, siempre con asesoría
cubana. Intensificó la corrupción entre estamentos del alto mando para
convertirlos en eje de una red de cómplices dedicados a depredar a la nación,
destruyendo, así, a la FAN. De gran ayuda fue el desmantelamiento de las
instituciones del Estado de Derecho adelantado por su antecesor. Barrió con la
transparencia y la obligación de rendir cuentas de su gestión, así como con las
normas que resguardaban la hacienda pública. Le permitió aumentar aún más la
represión, con centenares de manifestantes abatidos y las cárceles llenas de
presos políticos. Por otra parte, al impedir –tramposamente– la alternabilidad
política, Maduro se convirtió en dictador.
Al
acentuar bajo su mandato la expoliación del país, destruyó las bases de
tributación del Fisco. Acudió, entonces, a la emisión monetaria para financiar
el gasto. La hiperinflación que desató terminó de arruinar la economía y
devastar las condiciones de vida de los venezolanos. La liberalización
posterior de precios, la libre circulación de dólares y la privatización de
activos públicos –sin orden ni concierto—, ¿indican que Maduro está de regreso
de tanta locura? Midámoslo contra el contexto de colapso de la administración
de Estado y de los servicios públicos, la matraca y la extorsión por doquier,
sin mencionar la inobservancia descarada de los derechos humanos de la
población. ¿A dónde va, entonces, el régimen? ¿Qué debemos esperar de éste en
una negociación que deseamos sea seria?
Lo que
define al régimen de Maduro es la corrupción. Todas las dictaduras son
corruptas, en mayor o menor grado. El gobierno de Chávez también lo fue. Dejaba
robar a militares y tomaba nota, no para castigarlos, sino para poder
chantajearlos si alguno decidía retirarle su apoyo. Pero lo de hoy alcanza otro
plano. La trampa, la mentira y desprecio por la vida de los demás es tal, que
se han convertido en el nuevo “normal”. Han socavado los valores básicos que
sustentan la convivencia en sociedad. No hay seguridad ni respeto por la suerte
del venezolano. Sus problemas carecen de respuestas. Reina el abandono y la
anomia. Las decisiones penden del capricho o voluntad de los poderosos.
Sepultado quedó el promisor futuro socialista. No obstante, los fascistas
siguen refugiándose en clichés “revolucionarios” para proyectar la idea de un
país asediado por enemigos, tanto internos como externos, que requiere de su
protección. La excusa perfecta para erigirse en dueños de Venezuela. Con
impunidad sostenida de sus atropellos, por si hubiese dudas. Una “revolución”
de cómplices.
Esta
descomposición es propia de la cofradía gansteril de autócratas que amenazan al
orden liberal, ya que se interpone a la expoliación de sus respectivos países
(o de otros, como pretende Putin). Son cleptocracias poderosas, interesadas en
trampear el sistema para hacer avanzar sus negocios. La alianza de mafias que
sostiene a Maduro encaja bien ahí. Además de Putin, están Lukashenko, Ortega,
Díaz Canel, Al Assad y otros, aliados con Hezbolá, el ELN, traficantes y con
quien sea, para imponerse. El problema está en que, al pretender desplazar el
orden internacional basado en normas –juego suma-positivo de convivencia entre
naciones– por uno sostenido en la fuerza y el embeleco –juego suma-cero–, se
puede terminar del lado perdedor. Y es ese el “tres y dos” en que se debate
Maduro.
¿Habrá
hecho Putin un mal cálculo? De ser así, ¿debe aprovechar el margen que
(aparentemente) le estarían abriendo los gringos? Maduro sopesa cuánto debe
ceder para que le retiren algunas sanciones. ¿Tendrá que esforzarse en lucir
más convincente en sus alegatos de respeto a los derechos humanos y aplacar,
así, al CPI, a la Dra. Bachelet y al Consejo de Derechos Humanos de la ONU? Los
militares traidores que lo sostienen le dejan poca opción. El Sebin y la DGCIM
siguen arrestando a dirigentes sindicales, periodistas, médicos y otros,
acusándolos de “terrorismo y asociación para delinquir” (¡!) Igual amenaza pesa
sobre diversas ONGs defensoras de derechos humanos. Por otro lado, ¿le conviene
continuar liberalizando la economía en busca de mayor apoyo interno? ¿Debe dar
garantías creíbles para atraer inversiones? Eso significaría ceder poder y
oportunidades de lucro. No se lo permitirían las mafias. ¿Pero podrá
sacrificarse a algunas, las más débiles, sin que lo tumben? En fin, el futuro
del régimen está sujeto a muchos imponderables, nada está seguro.
¿Qué
implicaciones pueden derivarse para negociar unas próximas elecciones con unas
garantías mínimas de que se respete la voluntad popular? Maduro no dará paso
alguno hacia la apertura a menos que sea forzado a ella. De ahí lo
imprescindible que Putin sea derrotado. En primer lugar, por razones de
justicia y por el derecho de los ucranianos a existir en paz, pero también para
romperle el espinazo a la cofradía gansteril. Pero eso no está en manos de los
opositores en Venezuela. Lo que sí depende de nosotros es lograr que esa
inmensa mayoría de venezolanos que clama por soluciones –el Observatorio Venezolano
de Conflictividad Social registra 2.677 protestas durante el primer
cuatrimestre de 2022—se unifique detrás de una propuesta de cambio, con la
fuerza suficiente para obligar a Maduro a ceder.
Sin
apoyo internacional, será muy difícil desplazar a los fascistas del poder. Pero
sin una fuerza opositora unida, con un proyecto creíble, capaz de erigirse en
alternativa real de poder, tal apoyo no ocurrirá.
[1]
Ver, García Larralde, Humberto, El fascismo de siglo XXI: La amenaza
totalitaria de Hugo Chávez Frías, Random House Mondadori, 2008
Humberto
García Larralde
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