Francisco Fernández-Carvajal 09 de julio de 2022
@hablarcondios
—
Nuestro prójimo es quien está cerca de nosotros y necesita ayuda. Acercarle a
la fe, la primera muestra de caridad.
—
Pecados de omisión en la caridad. Jesús, objeto de nuestra caridad.
—
Caridad práctica y eficaz. Lo nuestro debe pasar a segundo término ante las
necesidades de los demás.
I. Amarás...
al prójimo como a ti mismo. El doctor de la ley respondió acertadamente.
Jesús lo confirma: Has respondido bien: haz esto y vivirás. Lo narra
el Evangelio de la Misa de hoy1.
Este precepto ya existía en la ley judía, e incluso estaba especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, leemos en el Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás hasta el límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás el rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los frutales; lo dejarás para el pobre y el extranjero2. Y, después de especificar otras muestras de misericordia, dice el Libro Sagrado: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo3.
Es un
lejano anticipo de lo que será el mandamiento del Señor. Pero existía la
incertidumbre sobre el término «prójimo». No se sabía a ciencia cierta si se
refería a los del propio clan familiar, a los amigos, a quienes pertenecían al
pueblo de Dios... Había diversas respuestas. Por eso, el doctor de la ley le
pregunta al Señor: ¿y quién es mi prójimo?, ¿con quién debo tener
esas muestras de amor y de misericordia?
Jesús
responderá con una bellísima parábola, que recogió San Lucas: Un hombre
bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después
de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio
muerto4. Este es mi prójimo: un hombre, un hombre cualquiera, alguien
que tiene necesidad de mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza,
amistad o parentesco. Nuestro prójimo es cualquiera que esté cerca de nosotros
y tenga necesidad de ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su
condición social: homo quidam, un hombre cualquiera.
En el
camino de nuestra vida vamos a encontrar gente herida, despojada y medio
muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por ayudar a otros, si estamos
unidos al Señor, nos sacará de nuestro camino rutinario, de todo egoísmo, y nos
ensanchará el corazón guardándonos de caer en la mezquindad. Encontraremos a
gentes doloridas por falta de comprensión y de cariño, o que carecen de los
medios materiales más indispensables; heridas por haber sufrido humillaciones
que van contra la dignidad humana; despojadas, quizá, de los derechos más
elementales: situaciones de miseria que claman al Cielo. El cristiano nunca
puede pasar de largo, como hicieron algunos personajes de la parábola.
También
encontraremos cada día a ese hombre al que han dejado medio muerto porque
no le enseñaron las verdades más elementales de la fe, o se las han arrebatado
mediante el mal ejemplo, o a través de los grandes medios modernos de
comunicación al servicio del mal. No podemos olvidar en ningún momento que el
bien supremo del hombre es la fe, que está por encima de todos los demás bienes
materiales y humanos. «Habrá ocasiones en que, antes de predicar la fe, haya
que acercarse al herido que está al borde del camino, para curar sus heridas.
Ciertamente. Pero sin excluir nunca de nuestra preocupación de cristianos la
comunicación de la fe, la educación de la misma y la propagación del sentido
cristiano de la vida»5.
Y procuraremos dar, junto a los bienes de la fe, todos los demás: los de la
cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido del trabajo, la
honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo
de justicia social, expresiones vivas y concretas de una caridad rectamente
entendida.
Un
cristiano no puede desentenderse del bienestar humano y social de tanta gente
necesitada, «pero no podemos dejar en un segundo plano, nunca jamás, esa otra
preocupación por iluminar las conciencias en el orden de la fe y de la vida
religiosa»6.
II. Y
continúa la parábola: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote,
y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, pasando cerca de aquel lugar, lo
vio y pasó de largo.
Él nos
habla aquí de los pecados de omisión. Los que pasaron de largo no
hicieron un nuevo daño al hombre malherido y abandonado, como terminar de quitarle
lo que le quedaba, insultarle, etc. Iban a lo suyo –quizá cosas importantes– y
no quisieron complicaciones. Dieron más importancia a sus asuntos que al hombre
necesitado. Su pecado fue ese: pasaron de largo.
Sin
embargo, aquel servicio que no prestaron habría merecido del Señor estas
palabras: una buena obra ha hecho conmigo7,
porque todo lo que hacemos por otros, por Dios lo hacemos. Cristo nos esperaba
en esa persona necesitada. Él estaba allí. «No te digo: arréglame mi vida y
sácame de la miseria, entrégame tus bienes aun cuando yo me vea pobre por tu
amor. Solo te imploro pan y vestido, y un poco de alivio para mi hambre. Estoy
preso. No te ruego que me libres. Solo quiero que, por tu propio bien, me hagas
una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el Cielo. Yo te libré a ti
de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me vengas a ver de
cuando en cuando.
»Pudiera,
es verdad, darte tu corona sin nada de esto, pero quiero estarte agradecido y
que vengas después a recibir tu premio confiadamente. Por eso, yo, que puedo
alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a tu alrededor, pidiendo, y
extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó a tanto, que quiero que tú me
alimentes. Por eso profiero, como amigo, tu mesa; de eso me glorío y te muestro
ante todo el mundo como mi bienhechor»8.
Este
es el secreto para estar por encima de diferencias de raza, cultura o,
simplemente, de edad o de carácter: comprender que Jesús es el objeto de
nuestra caridad. En los demás, le vemos a Él: «con razón puede decirse que es
el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad
de sus discípulos»9.
III.
Continúa el Evangelio: Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta
él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en
ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la
posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio
al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi
vuelta.
El
samaritano, a pesar del gran distanciamiento que había entre judíos y
samaritanos, enseguida se dio cuenta de la desgracia, y se movió a compasión.
Hay quienes están cegados para lo que pueda resultarles enojoso, y hay quienes
intuyen con prontitud una pena en el corazón del prójimo. Es necesario, en
primer lugar, querer ver la desgracia ajena, no ir tan deprisa en la vida que
justifiquemos con facilidad el pasar de largo ante la necesidad y el
sufrimiento.
La
compasión del samaritano no es puramente teórica, ineficaz. Por el contrario,
pone los medios para prestar una ayuda concreta y práctica. Lo que lleva a cabo
este viajero no es, quizá, un acto heroico, pero sí hace lo necesario. En
primer lugar se acercó; es lo primero que debemos hacer ante
la desgracia o la necesidad: acercarnos, no verla de lejos. Luego, el
samaritano tuvo las atenciones que la situación requería: cuidó de él.
La caridad que nos pide el Señor se demuestra en las obras. Se manifiesta
llevando a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto.
Dios
nos pone al prójimo, con sus necesidades concretas, en el camino de la vida. El
amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos heroicos,
difíciles; con frecuencia son cosas sencillas, pequeñas muchas veces, «pues
esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes,
sino, ante todo, en la vida ordinaria»10:
en prestar un pequeño servicio, en dar un poco de aliento a quien esa mañana
hemos encontrado más desalentado, en una palabra amable en la que mostramos
nuestro aprecio, en una sonrisa, en indicar con amabilidad la dirección de una
calle que nos han pedido, en escuchar con interés...
Los
quehaceres de este buen samaritano pasaron por unos momentos a segundo término,
y sus urgencias también; empleó su tiempo, sin regateos, en auxiliar a quien lo
necesitaba. Y no solo nuestro tiempo, también nuestras aficiones personales,
nuestros gustos –no digamos ya nuestros caprichos– deben ceder ante las
necesidades de los demás.
Jesús
concluye la lección con una palabra cordial dirigida al doctor: Ve,
le dice, y haz tú lo mismo. Sé el prójimo inteligente, activo y
compasivo con todo el que te necesita. Son palabras que nos dirige también a
nosotros al acabar esta meditación, y para poder vivirlas acudimos a la
Santísima Virgen: «No existe corazón más humano que el de una criatura que
rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de
Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su Corazón
cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. Cada uno es su
hijo, su hija»11.
1 Cfr. Lc 10,
27. —
2 Lev 19,
9-10. —
3 Lev 19,
18. —
4 Lc 10,
25-37. —
5 Card.
M. González Martín, Libres en la caridad, Balmes, Barcelona
1970, p. 58. —
6 Ibídem,
p. 59. —
7 Mc 14,
6. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilía 15 sobre la Epístola a los Romanos.
—
9 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 88. —
10 Ibídem, 38. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 801.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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