Francisco Fernández-Carvajal 10 de septiembre de 2022
@hablarcondios
— La misericordia inagotable de Dios.
— La dignidad recuperada.
— Servir a Dios es un honor.
I. Misericordia,
Dios mío, por tu bondad, // por tu inmensa compasión borra mi culpa. // Lava
del todo mi delito, // limpia mi pecado.
Oh
Dios, crea en mí un corazón puro, // renuévame por dentro... // Un corazón
contrito y humillado tú no lo despreciarás1.
La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Leemos en la Primera lectura2 cómo Moisés intercede por el pueblo de Dios, que muy pronto ha olvidado el pacto de la Alianza y se ha construido un becerro de oro, mientras él se encontraba en el Sinaí. Moisés no trata de excusar el pecado del pueblo, sino que apoya su plegaria en Dios mismo, en sus antiguas promesas, en su misericordia. El mismo San Pablo nos habla en la Segunda lectura3 de su propia experiencia: Podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia. Es la experiencia íntima de cada uno de nosotros. Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón.
En el
Evangelio de la Misa4 San
Lucas recoge esas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda
el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente
perdido. El personaje central de estas parábolas es Dios mismo, que pone todos
los medios para recuperar a sus hijos maltrechos por el pecado: es el pastor
que sale tras la oveja descarriada hasta que la encuentra, y luego la carga
sobre sus hombros, porque la ve fatigada y exhausta por su descarrío; es la
mujer que ha perdido una moneda y enciende una lámpara y barre la casa
y busca con cuidado hasta que la halla; es el padre que, movido por la
impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y
aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su
hijo pequeño... «En su gran amor por la humanidad, Dios va tras el hombre
–escribe Clemente de Alejandría– como la madre vuela sobre el pajarillo cuando
este cae del nido; y si la serpiente lo está devorando, revolotea
alrededor gimiendo por sus polluelos (cfr. Dt 32,
11). Así Dios busca paternalmente a la criatura, la cura de su caída, persigue
a la bestia salvaje y recoge al hijo, animándole a volver, a volar hacia el
nido»5.
Os
digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador
que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión
ante tanto gozo divino? ¿Cómo no vamos a llevar a nuestros amigos hasta ese
sacramento de la misericordia, donde se recupera la paz, la alegría y la
dignidad perdidas? La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando
estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento. Antes que
nosotros alcemos la mano pidiendo ayuda, ya ha tendido Él la suya –mano fuerte
de padre– para levantarnos y ayudarnos a seguir adelante.
II. El
pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo,
«consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia
ante Él y su amor»6,
en el deseo necio de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un
país lejano, fuera de la casa paterna. «Pero esta “fuga de Dios” tiene como
consecuencia para el hombre una situación de confusión profunda sobre su propia
identidad, junto con una amarga experiencia de empobrecimiento y de
desesperación: el hijo pródigo, según dice la parábola, después de todo comenzó
a pasar necesidad y se vio obligado –él, que había nacido en libertad– a servir
a uno de los habitantes de aquella región»7.
¡Qué mal se está lejos de Dios! «¿Dónde se estará bien sin Cristo –pregunta San
Agustín–, o cuándo se podrá estar mal con Él?»8.
La
liturgia de la Misa de hoy nos invita a meditar en la grandeza de nuestro Padre
Dios y en su amor por nosotros. Cuando el hijo decide volver para trabajar como
un jornalero más en la hacienda, el padre, hondamente conmovido al ver las
condiciones en que vuelve, corre a su encuentro y le prodiga todas las muestras
de su amor: se le echó al cuello -dice Jesús en la
parábola- y lo cubrió de besos. Le acoge como hijo inmediatamente.
«Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo
comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera
más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
»Ante
un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San
Pablo, Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre
mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos
títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío.
Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma
de gozo»9. Padre, Padre mío, le hemos llamado tantas veces, y nos hemos
llenado de paz y de consuelo.
Hasta
aquí nada había dicho el padre: ahora sus palabras rebosan alegría. No pone
condiciones al hijo, no quiere acordarse más del pasado... Piensa en el futuro,
en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. Por eso, ni le deja
acabar la frase que había preparado, y ordena: Pronto, sacad el mejor
traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y las sandalias en los pies;
traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrar un banquete; porque este
hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
recobrado. El vestido más preciado lo constituye en huésped de honor, el
anillo le devuelve la dignidad perdida, las sandalias lo declaran libre10.
El amor paterno de Dios se inclina hacia todo hijo pródigo, hacia cualquier
miseria humana, y singularmente la miseria moral. Entonces, el que es objeto de
la compasión divina «no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y
“revalorizado”»11.
En la
Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que
culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha
establecido este sacramento para que podamos volver una y otra vez a la casa
paterna. El Señor nos llena de su gracia y, si el arrepentimiento es profundo,
nos coloca en un lugar más alto del que estábamos: «saca, de nuestra miseria,
riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo
abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño
confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su
omnipotencia y en su misericordia? Solo por volver a Él su hijo, después de
traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado
quedarnos a su lado?»12.
III. Y
se pusieron a celebrar la fiesta.
En
este momento, cuando parece que la parábola ha terminado, el Señor introduce un
personaje más: el hermano mayor. Viene del campo, de trabajar en la finca de su
padre, como ha hecho siempre. Cuando llega a casa, la fiesta está en todo su
apogeo. Oye la música y los cantos desde lejos y se sorprende. Un criado le
informa de que se celebra el retorno de su hermano menor, que ha llegado sin
nada. ¡Por fin ha vuelto!
Pero
el hermano mayor se enfada. «¿No te ha movido el coro, el regocijo y la fiesta
de la casa? –comenta San Agustín–. El banquete de ternero cebado, ¿no te ha
hecho pensar? Nadie te excluye a ti. Todo en balde; habla el siervo, dura el
enojo, no quiere entrar»13.
Es la nota discordante de la tarde. Es también el momento de los reproches
ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz: tantos
años que te sirvo, y nunca me has dado un cabrito..., y ahora ha venido ese
hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con meretrices, y has hecho matar un
becerro cebado para él.
El
Padre es Dios, que tiene siempre las manos abiertas, llenas de misericordia. El
hijo pequeño es la imagen del pecador, que se da cuenta de que solo puede ser
feliz junto a Dios, aunque sea en el último lugar, pero con su Padre Dios. ¿Y
el mayor? Es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de
los límites de la finca; pero sin alegría. Ha servido porque no había más
remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Ha ido perdiendo el
sentido de la caridad mientras servía. Su hermano es ya para él ese
hijo tuyo. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la
mezquindad de este hijo mayor! Es la imagen del justo miope para apreciar que
servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es una continua fiesta, que, en
definitiva, servir es reinar14.
Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios –en lo grande y en lo
pequeño– es un honor inmerecido. En el mismo servicio está una buena parte de
la recompensa. Omnia bona mea tua sunt: Hijo, tú estás siempre conmigo,
y todos mis bienes son tuyos. «Por tanto, todas las honras son nuestras, si
nosotros somos de Dios»15.
Se nos da el mismo Dios, y todas sus riquezas con Él: ¿qué más podemos pedir?
Dios
espera de nosotros una entrega alegre, no de mala gana ni forzado, pues
Dios ama al que da con alegría16.
Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría,
junto a Dios. Y especialmente cuando se nos presenta la ocasión de ser
magnánimos –de tener corazón grande, comprensivo– con un hermano nuestro. «¡Qué
dulce alegría la de pensar que el Señor es justo, es decir, que conoce
perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? El
buen Dios, infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia
las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo, que estoy siempre
junto a Él?»17, con alegría, con deseos de servirle hasta en lo más pequeño.
1 Salmo
responsorial. Sal 50, 3-4; 12; 19. —
2 Ex 32,
7-11; 13-14. —
3 1
Tim 1, 15-16. —
4 Lc 15,
1-32. —
5 Clemente
de Alejandría, Protréptico, 10. —
6 Juan
Pablo II, Homilía 17-IX-1989. —
7 Ibídem.
—
8 San
Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan, 51, 11.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, 1ª ed.,
Madrid 1973, 64. —
10 Cfr. San
Agustín, Sermón 11, 7. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-980, 6.—
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid
1987, 309. —
13 San
Agustín, Sermón 11, 10, —
14 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 36. —
15 San
Agustín, Sermón 11, 13. —
16 2
Cor 9, 7. —
17 Santa
Teresa de Lisieux, Historia de un alma, 8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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