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sábado, 17 de septiembre de 2022

Histeria de Venezuela, por @laureanomar


Laureano Márquez 16 de septiembre de 2022

@laureanomar

Un episodio poco difundido de nuestra historia es la locura de Don Nicolás Eugenio de Ponte y Hoyo, gobernador de la provincia de Venezuela entre 1699 y 1703. Hace algunos años una obra de teatro en clave de comedia, «Chirimoya flat», del gran novelista, poeta y ensayista venezolano Eduardo Casanova Sucre, dirigida por otro maestro del teatro venezolano José Tomás Angola, dio cuenta del episodio.

Don Nicolás pertenecía a una de las familias principales de la isla de Tenerife, en las Canarias, con tradición de nobleza y fortuna, esta última adquirida en parte por el contrabando de mercancías y el comercio de esclavos. Todo ello era facilitado por la posesión de algunos barcos en el puerto de Garachico, uno de los de mayor tráfico de la isla de Tenerife y de gran importancia para el comercio tanto con América como con Europa, hasta que fue devastado por la erupción del Teide de 1706.

En el siglo XVII –y en todos los demás– la presencia de los canarios fue muy importante en Venezuela. Canarias, como punto medio entre las Indias y Europa, era parada obligada de las travesías, lugar donde se aclimataban las plantas americanas que se traían a Europa y de donde partieron las que, desde el viejo continente, se llevaban a América para su cultivo. Así, por ejemplo: la papa no es oriunda de Canarias, aunque parezca, y la caña de azúcar no es americana, aunque parezca.

En medio de este vínculo ancestral de los isleños con Venezuela, Nicolás de Ponte y Hoyo, que había servido a la corona en Portobelo, compra al rey su elección como gobernador de la provincia de Venezuela por 16 mil pesos de a diez reales (en aquellos tiempos no había tanta inflación).

Sin embargo, debió esperar seis años en su natal Garachico para emprender su viaje a La Guaira porque le restaba un año de mandato al gobernador Diego Jiménez y el rey tenía vendido ya un quinquenio a su antecesor Francisco Berroterán.

Al tomar posesión de su cargo en 1699, se encuentra con una provincia empobrecida, olvidada por la corona, diezmada por las epidemias, con sus cultivos arruinados por las plagas, incomunicadas sus ciudades, lo que hacía difícil el gobierno y bloqueadas sus costas por los enemigos de España, tanto piratas como la armada de los países que les tenían el ojo puesto a las posesiones españolas: ingleses, holandeses y franceses, principalmente.

Una provincia sin recursos militares para su defensa, con soldados mal pagados y unos pocos cañones que se descabalgaban en cada disparo. No es de extrañar, entonces, que, al poco tiempo de gobierno, este galante gobernador, a quien apodaban «el hermoso» (como el marido de Juana «la loca») por su atractiva apariencia física, perdiera la razón. Don Nicolás comienza a tener actitudes extrañas: no acude a misa, lo cual era para entonces un rasgo inequívoco de enajenamiento mental. Acosa a las damas caraqueñas, lo que indigna a sus maridos. Se dice que en alguna oportunidad salió, desprovisto de sus ropas, a la vía pública y así se exhibía en la plaza que todavía no era Bolívar, el cual ni soñaba en nacer.

Como si la situación calamitosa de la provincia no fuese ya suficiente, otro inconveniente se le presenta a don Nicolás: la incómoda presencia en Venezuela, al haber entrado clandestinamente por Ocumare, del embajador del archiduque de Austria, Bartolomé de Capocelato, quién vino con la intención de captar a los venezolanos a favor de la causa de su jefe en medio del conflicto que los Borbones y los Austrias desarrollaban por la sucesión española tras la muerte sin descendencia de Carlos II. En fin, un montón de razones para enloquecer, teniendo en cuenta que, quien era gobernador en nombre de Felipe V, simpatizaba con los rivales de este.

Cuando la locura de Nicolás se hizo inocultable y sus incoherencias del dominio público, fue depuesto de su cargo y murió al poco tiempo en Caracas, siendo sepultado, con gran pompa, en la catedral, muy cerca del altar mayor donde todavía deben reposar sus destartalados huesos.

Como diría doña Inés Quintero, esto que parece cuento, es historia. A comienzos del siglo XVIII entre doña Juana y don Nicolás, ya los venezolanos teníamos en nuestro haber la presencia de dos locos en el poder. Premonitorio pues.

Laureano Márquez

@laureanomar

  

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