Miguel Ángel Martínez Meucci 14 de noviembre de 2022
@martinezmeucci
Tengo
presente todavía la última mirada
que di a Caracas desde el camino de La Guaira.
¿Quién me hubiera dicho que en efecto era la última?
Andrés
Bello, carta a su hijo (17/II/1846)
Introducción
Las
consecuencias que la llamada Revolución Bolivariana ha acarreado para la
sociedad venezolana no desaparecerán en el corto plazo. Su comprensión cabal
requerirá un buen tiempo, sin que podamos descartar el riesgo de que una parte
crucial de la realidad que ahora vivimos termine siendo velada por un olvido
natural y espontáneo, o quizás interesado y deliberado. En todo caso, uno de
los factores que han repercutido con mayor fuerza en esta mutación profunda que
experimenta la nación en general y el ciudadano venezolano en particular es el
de la masiva emigración —cuando no desplazamiento— de millones y millones de
compatriotas.
El
presente texto no es, ni pretende ser, un estudio en profundidad sobre dicha
problemática. Se trata más bien de un ensayo con el que se busca explorar, de
modo bastante libre, el universo de significados que entraña una circunstancia
humana tan profunda como es la emigración. Su propósito es contribuir a una
reflexión pública necesaria para afrontar un futuro particularmente incierto y
dilemático. En una primera parte del texto se comentan algunos aspectos que
atañen al hecho de la migración en sí mismo, para luego, en una segunda parte,
abordar el giro experimentado por una nación como Venezuela, que recientemente
ha dejado de ser el destino tradicional de millones de extranjeros para pasar a
convertirse en un país de emigrantes.
I. La dimensión política del hecho migratorio
1. Politeia: la
co-pertenencia a un universo cultural concreto
Los
antiguos griegos empleaban, para la descripción de ciertas realidades
políticas, un término cuya traducción literal a los idiomas modernos es casi
imposible: Πολιτεία (politeia). Bajo este vocablo —fuertemente vinculado
con la idea de polis— se alude a una situación de convivencia
social o comunitaria en la que la vigencia sostenida en el tiempo de ciertas
normas tácitas y explícitas —y por ende, suficientemente consagradas por la
tradición— permite mantener la cohesión social en el marco de una participación
ciudadana más bien equitativa.
Dice
al respecto Gregorio Luri que “una comunidad política sana, es decir no
escindida en dos por las discordias civiles, puede verse como una pluralidad
armónicamente cohesionada que parece moverse y evolucionar al son de una música
que sólo ella escucha nítidamente” (2019: 83). Esa cohesión es tan amplia e
incluyente que, también según Luri, “el Platón de Leyes incluso
niega que podamos dar el nombre de politeia a los regímenes en los que una
parte de la ciudadanía está sometida a otra” (2019: 85), y que “una ciudad
continúa siendo la misma mientras mantiene su politeia, aunque vengan a
habitarla forasteros, siempre que éstos se adapten a las inercias colectivas, y
deja de serlo cuando se produce una quiebra en la trasmisión” (2019: 86).
La polis,
por su parte, es un artificio, un espacio de convivencia más o menos ordenada
cuya existencia, a pesar de su carácter artificial, responde al llamado de la
naturaleza humana. Según la interpretación que Luri hace de Aristóteles, no
hay politeia porque haya polis, sino que más bien
es al revés. El ζῷον πολῑτῐκόν (zỗion politikon, “animal político”) es lo que
es, y lo que puede llegar a ser, en función de su “naturaleza politeica”:
Normalmente
con la expresión ‘animal político’ se quiere decir que el hombre es un ser
social, que está hecho para vivir en comunidad con otros hombres y no aislado.
Pero en realidad, Aristóteles, su creador, tiene en mente algo bastante más
radical: que el hombre no está hecho para la política, sino que está hecho de
politeia, que es politeico (2019: 93)
Cabe
señalar además que la condición racional del ser humano implica que esa politeia es
indisociable de la comprensión compartida de las cosas, lo cual pasa por la
copertenencia a un lenguaje articulado común a todos los miembros de la
comunidad política. Toda posibilidad de desarrollo personal, de despliegue de
la propia naturaleza, amerita dicho lenguaje articulado, único recurso mediante
el cual resulta factible establecer ciertos consensos racionales en torno a lo
que es mejor o peor, conveniente o inconveniente, verdadero o falso. Por
consiguiente, toda politeia se articula en torno a un sentido
moral común, lingüística y simbólicamente estructurado, y con el cual es
preciso familiarizarse si se quiere formar parte de aquella.
Lo
habitual es que dicha familiarización —el término formal empleado en las
ciencias sociales es el de “socialización”— se produzca paulatinamente desde el
nacimiento. Nacer en el seno de una comunidad determinada es verse obligado a
desarrollar la propia conciencia dentro de un marco específico de convenciones
en el que hemos venido a caer por puro azar. Es en ese marco cultural concreto
donde adquirimos y desarrollamos no sólo nuestras creencias más básicas —las
que nos acompañarán por siempre de modo casi siempre inconsciente—, sino
incluso el conjunto general de conceptos y categorías que nos permiten pensar,
entre otras cosas porque es allí donde recibimos —heredamos— un lenguaje
específico entre tantos que existen y que podrían habernos tocado en suerte.
Consideraban los antiguos griegos que sólo en esa copertenencia cultural,
social y política puede el ser humano contar con la posibilidad de desplegar
todas sus potencialidades, y de llegar a ser en plenitud lo que ya es en
potencia desde que nace. Sin esa pertenencia a una polis —consideraban
aquellos griegos formidables— el ser humano no llega a ser plenamente tal,
quedando condenado a una existencia degradada e incompleta.
¿Qué
pasa entonces con el emigrante? ¿Qué le sucede a quien, por la razón que sea,
le toca vivir en una politeia distinta a la que conoció en su
infancia? Le pasa en primer lugar que ext-raña todo lo que
para él es esencialmente familiar y normal, en tanto le resulta
relativamente ext-raño todo lo que ve a su alrededor. Él mismo
es un ext-ranjero allí donde se encuentra, en ese territorio
que originalmente consideraba ext-erno o ext-erior.
Si en esa tierra ajena se habla una lengua distinta a la suya, esa vivencia de
exterioridad se acentúa aún mucho más.
En su
tierra de destino, comportarse del modo que ha aprendido a hacerlo desde su
infancia —y a todo lo largo de su proceso de socialización— no le resulta al
inmigrante una actividad inmediatamente eficaz, ya que las respuestas que
recibe de los otros —de esos que sí se encuentran en su politeia natural—
no son las mismas a las que está acostumbrado. Sometido a esta alienante ex-periencia de
verse rodeado de congéneres que no responden a una misma noción compartida de
las cosas, no es raro que el ser humano llegue, como individuo que es en última
instancia, a cuestionarse no sólo sus creencias más profundas, sino incluso su
propia identidad, ya que si hay algo realmente difícil para el humano es vivir
asumiendo de modo consciente —y a veces deliberado— que profundas diferencias
le separan del medio social que le rodea. Para decirlo de otra manera, su
“naturaleza politeica” le lleva a experimentar un profundo desasosiego cuando
se ve privado de su politeia natal, y mientras se debate en
torno a la posibilidad de verse eventualmente adoptado por otra (o de aceptar
vivir como el filósofo: perpetuamente alerta y consciente de lo que le separa
de toda politeia en general).
La
experiencia de ser extranjero puede ser tremendamente divertida cuando estamos
en capacidad de elegir y controlar sus términos temporales y espaciales; esto
es, cuando podemos decidir a dónde vamos y por cuánto tiempo. Es lo que sucede
cuando hacemos turismo (tour: un paseo, un giro, una vuelta) o cuando
viajamos por trabajo, sabiendo que conservamos un hogar al cual podemos
retornar en algún momento. Quien así viaja amplía sus perspectivas vitales,
conoce otras realidades y aprende a ver las cosas desde una mirada más amplia.
Pero mientras más corto sea ese periplo, menos forzado se verá el individuo a
adentrarse en politeias ajenas; no sólo estará menos
necesitado de comprenderlas, sino que no se sentirá obligado a trucar o
sacrificar los términos de su propia identidad y de pertenencia a su comunidad
natal.
Muy
distintas son las cosas para quien se siente obligado a emigrar. En
tales circunstancias, cuando la violencia inminente o la pobreza acuciante
fuerzan a las personas a tomar decisiones drásticas, la inmersión en realidades
culturales ajenas se vive con máxima zozobra e incertidumbre. De repente los
códigos culturales compartidos no existen en los mismos términos, los
familiares y amigos con los que se mantiene un contacto periódico se reducen o
terminan alejados totalmente, y hasta la lengua en la que pensamos y sentimos
deja de ser nuestro vehículo de comunicación habitual. La emigración forzada,
el desplazamiento, el viaje a lo desconocido que emerge como última posibilidad
ante la falta de opciones factibles en la propia politeia, es una
de las experiencias más dramáticas y profundas que puede vivir un ser humano.
2. La
experiencia de ser extranjero: revisión de la identidad por inmersión en la
alteridad
Desde
el momento mismo de emprender el viaje de salida o abandono de su propia politeia,
el emigrante experimenta un profundo vértigo existencial. Si ya de por sí el
futuro es ignoto, el futuro alejado de toda referencia cercana puede llegar a
ser aterrador. Según las circunstancias del caso, el viaje mismo puede ser
extremadamente duro o peligroso. Por otro lado, no sólo pesa el alejamiento de
familiares y amigos, de esas primeras redes de afecto y solidaridad en las que
todo ser humano tiende a criarse, sino que pesa también el distanciamiento del
connacional que antes parecía un tanto lejano, pero que desde la creciente
distancia que impone la emigración luce ahora casi como un hermano.
El
emigrante no sólo abandona su hogar en sentido figurado, sino también en uno
muy concreto: por lo general no tiene un domicilio prefijado antes de llegar a
otro país. Suele quedarse sin su espacio físico en el mundo. Debe llegar a
crearse un nuevo hogar, a conseguir un nuevo lugar para sí, con la esperanza de
poder llenarlo de ese sentido único y personal que imprimimos a nuestras cosas
materiales. Un espacio propio que, por lo demás, sea reconocido como tal por
los locales, por quienes le rodearán a partir de ahora y que sí están en su
propia casa.
En
tales circunstancias, y dependiendo del talante que predomine en la politeia de
adopción, el recién llegado tendrá que lidiar en mayor o menor medida con un
aspecto terrible de la naturaleza humana: el sentido innato de pertenencia a un
(endo)grupo, que como tal rivaliza con otros (exo)grupos. Por alguna razón que
especialistas de toda índole se afanan en explicar, y para vergüenza de nuestra
condición moral, la idea de una igualdad universal entre todos los seres
humanos no parece ser consustancial a nuestra especie. La declaración universal
de los derechos humanos, por ejemplo, no tiene ni un siglo de haber sido creada
y suscrita. Muy por el contrario, no requerimos demasiados pretextos para encontrar
amargas diferencias entre toda clase de grupos humanos; diferencias que con
demasiada frecuencia llegamos a considerar insalvables.
En
consonancia con lo anterior, se constata que desde pequeños nos cuesta muy poco
dividirnos en grupos que agonísticamente encuentran razones para competir entre
sí. Repartamos camisetas azules y rojas entre cualquier grupo de niños,
pongamos un objetivo en discordia y de inmediato veremos cómo entienden que se
han convertido en rivales, asumiendo con gran entusiasmo los roles que ello
implica. En parte, la fascinación que nos generan los deportes radica en su
carácter de lucha más o menos simulada. Pidámosles en cambio a los niños —y a
los no tan niños— que colaboren unos con otros, que se respeten, que trabajen
todos juntos como hermanos y sin distinciones para alcanzar un mismo objetivo,
y veremos lo difícil que es no sólo establecer una cooperación general entre
todos, sino incluso despertar algún entusiasmo al respecto.
Por
consiguiente, todo aquel que aparezca como distinto, diferente o extranjero
será automáticamente candidato a la ex-clusión, a la segregación y
el apartamiento, cuando no objeto de persecución y violencia. Podrá entonces el
emigrante ser bienvenido, o más bien considerado como un intruso o un invasor.
De ahí que su tendencia natural sea la de buscar la compañía de su endogrupo,
de sus semejantes y compatriotas en medio de esa tierra ajena. Esto llega a ser
así incluso en situaciones en las que la emigración masiva ha sido forzada por
violentos conflictos internos, cuando la confianza en el conciudadano suele
haber quedado supeditada a la ausencia de una rivalidad política. En la
distancia, las semejanzas de origen relucen mucho más de lo que lo hacían en casa,
mientras que las rivalidades domésticas pueden verse atenuadas ante la vivencia
de diferencia general en la que vive sumido el inmigrante.
Dependiendo
de cómo esté conformada una politeia, su sistema de normas
efectivas en la realidad cotidiana podrá corresponder de forma más o menos fiel
a su sistema jurídico formal. Ese es uno de los primeros retos de todo
inmigrante: detectar hasta qué punto la realidad de su país de acogida está
regida por su ley escrita, y hasta qué punto debe aprender a descifrar códigos
de conducta mucho menos explícitos. La tarea puede hacerse bastante más
compleja cuando la propia cultura de la cual procede el inmigrante mantiene
diferencias notables en este sentido con la cultura de adopción. Cuando el
inmigrante procede de un entorno cultural más formal que el del país lo está
adoptando, la integración puede parecer imposible y caótica en términos
racionales; cuando en cambio sucede lo contrario, el foráneo puede echar en
falta una relación más directa y personal a la hora de resolver problemas, o
sentir que este tipo de cercanía está reservada sólo a los ciudadanos
locales.
A este
tipo de dificultades, siempre experimentadas por los emigrantes a lo largo de
la historia, el mundo moderno ha añadido una en particular: la que impone la
necesidad de contar con identificación formal mediante documentos oficiales
emitidos por los Estados nacionales. Obtener los papeles de rigor en el país de
llegada no siempre resulta fácil, pero a veces es menos complicado que hacerlo
en el país de origen, del que por buenas y terribles razones se ha decidido
emigrar. Y cuando por la razón que sea el migrante se queda sin su
documentación, la situación de no poder acreditar legalmente su pertenencia a
ninguna politeia, de no poder ser reclamado por ningún país, se
siente entonces como la inminencia de un abismo. La soledad del individuo sin
papeles, de esa persona que bordea la condición de apátrida como consecuencia
de la negligencia de otros, es sin lugar a dudas dramática.
Enfrentado
a todas estas adversidades, quien emigra forzado por las circunstancias suele
desarrollar, por necesidad, la sensación de que en primera instancia sólo se
tiene a sí mismo y a su propia fuerza de trabajo. Nada le será regalado; todo
le costará enormes esfuerzos. No dispondrá de extensas redes de apoyo para
resolver los problemas que un local solventa con mayor facilidad, y se
acostumbrará a ahorrar en la medida de sus posibilidades. Valorará enormemente
cada relación que pueda establecer con propios y extraños, cada favor recibido
y, sobre todo, la posibilidad de consolidar una familia estable que le permita
reproducir parcialmente el mundo que ha dejado atrás.
Por
todas estas razones, los extranjeros tienden a crear sus propios espacios,
asociaciones y mecanismos de cooperación en sus países de acogida. No sólo
encuentran de este modo mayores facilidades para resolver problemas cotidianos
en medio de una politeia que no les resulta inmediatamente
familiar, sino que además pueden recuperar parcialmente esa sensación de estar
en casa. Se van creando así espacios para compartir todos aquellos aspectos que
constituyen y fortalecen a una comunidad: lengua, expresiones idiomáticas,
humor, creencias —religiosas o no—, tradiciones, gastronomía, diversiones, etc.
En la medida de lo posible, intentan mantener sus tradiciones, a menudo en
constante y dinámica fusión con la cultura de adopción. Mucho en este sentido
dependerá de la medida en que lengua y religión —al decir de
Samuel Huntington (1997), esos dos ejes fundamentales de la identidad cultural—
sean relativamente similares entre la cultura original del emigrante y la
adoptiva.
Las
comunidades de migrantes no sólo aportan elementos propios de sus culturas de
origen, sino que también se convierten en canales directos de importación
cultural en dirección opuesta. Aparte del periódico envío de remesas que suele
marcar este tipo de situaciones —dado que evidentemente los emigrantes vienen
de países que se encuentran peor situación y suelen ayudar a sus familiares que
allí siguen residiendo—, también se irá produciendo una lenta incorporación de
productos tangibles e intangibles, de ideas, modos y costumbres que terminan
por ejercer alguna influencia en los países de origen. Por supuesto, esto
dependerá de muchas circunstancias, y sobre todo de la cantidad de migrantes y
su peso específico en las comunidades de origen. En algunos casos, cuando las
colonias de inmigrantes procedentes de un mismo país se concentran masivamente
en otro, logran incluso modificar sensiblemente a la sociedad que los recibe,
aproximándola en alguna medida a su propia cultura de origen.
Mientras
tanto, y durante la época en la que se producen masivos flujos de emigración,
en el país de origen es posible que se generen conflictos y resquemores entre
quienes se marchan y quienes se quedan, mientras el país se va acostumbrando a
la idea de ser un país de emigrantes cuya nueva fisonomía se caracteriza ya por
profundos cambios y cicatrices. No cabe duda de que la emigración masiva sólo
sobreviene cuando un país experimenta una tragedia de grandes proporciones y
algo se ha roto en su politeia; de ahí que cierta tristeza,
nostalgia y sentimiento trágico de la vida, acompañado casi siempre de la
sobria entereza que es necesario desarrollar para volver a levantarse,
caracterice a los países de emigrantes, tanto a quienes decidieron emprender la
partida como a quienes optaron por quedarse.
Las
heridas que sin duda representan las separaciones familiares tenderán a irse
restañando con el tiempo, y las nuevas generaciones, a veces ya nacidas en
territorio extranjero, crecerán como miembros de la comunidad de adopción. La
fortaleza de los vínculos que mantengan con la cultura de sus mayores dependerá
de un sinfín de factores, pero por lo general habrá decrecido notablemente para
la segunda generación nacida en el país de adopción, salvo que se trate de
familias religiosas y que existan profundas diferencias religiosas entre la
cultura de origen y la de recepción.
3. Los
retos de la política en contextos de emigración
Nos
interesa aquí comentar la importancia de un aspecto en particular que en
nuestra era —una era marcada por la hegemonía del ideal democrático liberal—
atañe profundamente a la situación de grandes comunidades de migrantes en todo
el mundo. Nos referimos a su papel como ciudadanos y como sujetos políticos,
tanto en sus países de origen como en sus países de recepción. Menos podría
decirse al respecto en tiempos remotos, cuando aún la mayor parte de los
estados del mundo no habían suscrito la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, pero a día de hoy el respeto y la defensa de los derechos
fundamentales de todo ser humano, incluyendo a los extranjeros y refugiados,
forman parte de las obligaciones de cada estado. Dependiendo de cómo se maneje
esta problemática, el asunto puede ser un quebradero de cabezas para los
gobiernos o convertirse en una gran oportunidad para las sociedades.
La
llegada de inmigrantes, sobre todo cuando es motivada por grandes catástrofes,
está sometida hoy al control legal de su ingreso y a la verificación de su
documentación. Países con clara conciencia de que necesitan inmigrantes, como
Canadá o Australia, no sólo han desarrollado políticas exhaustivas en este
sentido y por las cuales se permiten seleccionar a quienes dejarán entrar a sus
territorios, sino que además cuentan con condiciones geográficas que les
permiten controlar mejor dichos ingresos. Otros países no han querido, podido o
sabido implementar tales ventajas, con lo cual resultan mucho más vulnerables a
intempestivas presiones migratorias, tanto legales como irregulares; tal es el
caso, sobre todo, de los países ubicados junto a territorios en conflicto
armado o en situación de pobreza extrema.
Evidentemente,
una mayor presencia de inmigrantes en situación irregular se relaciona con
mayores tasas de delito, desde la posible presencia de mafias dedicadas al
tráfico de personas hasta la explotación laboral en los países de destino. Por
ende, la adecuada regularización de estos flujos migratorios es parte esencial
de toda política de inmigración realista y sana. La presencia de inmigrantes
será positiva en la medida en que éstos efectivamente logren integrarse, por
así decirlo, en la politeia del país de llegada, lo cual
quiere decir que aunque no deban abandonar sus costumbres y tradiciones, éstas
no deberían vulnerar las de la sociedad de acogida. A nadie se le escapa que lo
anterior será mucho más fácil en la medida en que la lengua y la religión de
los países de origen y destino de la migración no sean tan disímiles.
Para el
país del cual se emigra, la migración constituye en primera instancia una
enorme sangría. La salida constante, masiva o intempestiva de buena parte de su
población suele privarle, sobre todo, de quienes están en edad más productiva;
suelen quedarse los mayores y también, a veces, los más pequeños. Tal es el
dramático destino de las naciones en las que, por mal gobierno o discordia
social, su politeia ha tendido a fracturarse y desaparecer. En
condiciones extremas, este tipo de situaciones puede incluso propiciar no sólo
una terrible fragilidad en el estado en cuestión, sino incluso su paulatino
sometimiento o absorción por parte de otros estados.
No obstante,
y dependiendo siempre de las proporciones y características que llegue a
alcanzar el flujo migratorio, la emigración puede terminar convirtiéndose en
una gran oportunidad. Varios factores pueden ser determinantes, tales como el
porcentaje de la población que emigra sobre el total de la población del país,
la capacidad que tengan los emigrantes de integrarse en los países de destino y
las condiciones de acogida que éstos les brinden, las posibilidades con las que
cuenten de enviar remesas a su tierra de origen, la naturaleza de los vínculos
que puedan mantenerse entre quienes se van y quienes se quedan, y el modo en
que la clase política del país en cuestión —ya sea que ésta se desempeñe en un
régimen democrático o autoritario—decida asumir este vínculo con los
connacionales que ahora están en el exterior.
La
realidad demuestra que mientras mayor sea el tiempo que pasa antes de que
puedan solventarse las razones que propiciaron la emigración súbita o masiva,
mayor será la cantidad de emigrantes que definitivamente se asentarán en
territorio extranjero. En la medida en que dichas causas o razones sean de
carácter más estructural y menos coyuntural, más probable será que ese tiempo
se prolongue. Por ende, mientras que en el caso de la emigración por razones
políticas parece siempre, en primera instancia, menos condenada a sellar un
futuro a largo plazo —pues existe siempre la esperanza de que un cambio
político cambie las circunstancias y permita el retorno—, en el caso de la
pobreza crónica y la falta de oportunidades económicas habrá una gran cantidad
de personas motivadas a asentarse permanentemente en otras latitudes.
Por
otra parte, en la medida en que la comunidad de emigrados de un mismo país
comienza a poner un pie firme en su tierra de destino y a integrarse
funcionalmente dentro de su sociedad, será muy probable que comience a
desarrollar cierto apetito político. La necesidad de resolver problemas típicos
de la inmigración, de regularizar la situación legal de los recién llegados en
un entorno que no conocen bien, de ayudar a los compatriotas que van llegando
después, de reunificar las familias o de asociarse con personas de confianza
para desarrollar toda clase de empresas, serán siempre poderosos motivos para
que en las comunidades de inmigrantes algunas figuras comiencen a destacarse
como interlocutores y representantes políticos.
Cuando
estas comunidades de inmigrantes son suficientemente populosas y exitosas, no
sólo logran constituirse como una fuerza demográfica, económica y cultural que
modifica el paisaje humano de las sociedades de acogida, sino que además
termina por adquirir los derechos propios de la ciudadanía y a demandar cosas
concretas en el ámbito de la política. Los políticos locales más avispados
suelen tomar nota de ello y comienzan a incluir el tema de la inmigración en
sus discursos y propuestas, ya sea para captar el apoyo de los inmigrantes o,
más bien, el de los ciudadanos locales que temen la llegada de éstos. Y en el
caso de comunidades políticas que se encuentran bien organizadas en el seno de
países prósperos y democráticos —como ha solido ser el caso de los irlandeses,
italianos y cubanos en los Estados Unidos, por ejemplo—, se llega a constatar
el peso considerable que los estos sectores pueden ejercer en el país de acogida,
así como en las relaciones que éste mantiene con el país de origen de la
comunidad inmigrante.
En los
países de origen, este nivel de organización política de sus inmigrantes suele
generar las actitudes más diversas. Por una parte, no cabe duda de que el
desarrollo que puedan alcanzar los emigrantes en el exterior se constituye como
una palanca para el desarrollo interno, usualmente a través de la vía más
popular, expedita y democrática: el envío de dinero al país de origen (remesas,
inversiones, etc.) Ninguna ayuda que pueda genera la clase política del país en
cuestión será más directa y desinteresada que la que envían los familiares
desde el exterior, por no hablar de la inversión en nuevos negocios (desde la
experiencia y capital ganados en el exterior) o de la “responsabilidad social
del emigrante” que en ocasiones financia iniciativas que exceden su propio
ámbito familiar. De hecho, hay países en los que el dinero enviado por los
emigrantes representa el principal ingreso nacional, como es el caso de
diversas naciones centroamericanas.
Por
otra parte, también puede pasar que la clase política local perciba en las
comunidades bien organizadas de emigrantes a un actor rival, cuyas acciones
resultan incómodas para quienes aún siguen manejando la política localmente.
Esto resulta absolutamente obvio en el caso de países gobernados por regímenes
autoritarios, en donde los autócratas suelen haber sido causa directa de
la emigración masiva y en los que la diáspora (de la que a menudo forman parte
numerosos exiliados políticos) se encuentra muy motivada a apoyar rápidos
cambios políticos en su país de origen, a menudo con la esperanza de poder
volver prontamente.
No
obstante, esto también puede suceder de forma menos visible con regímenes no
estrictamente autoritarios, en los que la política rinde escasos resultados
positivos para el grueso de la población porque suele estar capturada por
pequeños sectores que tradicionalmente ejercen el poder para su propio
beneficio (lo cual constituye, precisamente, una de las razones de que la
pobreza se haga crónica y de que termine propiciando la emigración). Y en un
plano más popular, con frecuencia pasa que al emigrante se le considera como un
radical, un “nuevo rico”, alguien que no entiende la política local o que ya no
tiene derecho a opinar al respecto.
Cuando
predominan estos prejuicios en la población, así como estos recelos en la clase
política, pueden terminar sucediendo varias cosas. La primera es que,
dependiendo de las condiciones políticas prevalecientes en su patria, el
emigrante termine viéndose, de iure o de facto, y
ante una relativa indiferencia generalizada, desprovisto de sus derechos
políticos. Será común entonces la paradoja de que se le impida votar en su
propio país, mientras termina pudiéndolo hacer en su país de recepción. Por
otro lado, y en un plano más general, podrá pasar también que colectivamente no
se aprenda a extraer nada positivo de la tragedia que en principio constituye
la emigración masiva, sin que puedan desarrollarse todas las oportunidades que
esta situación podría eventualmente reportar para el país de origen una vez que
se ha hecho inevitable.
Este
recelo que a veces se desarrolla con respecto al que se fue puede tener sus
razones de ser. Por ejemplo, es cierto que al emigrante se le escapan muchos
detalles con respecto a la evolución de la política en su propio país, en
virtud de la desconexión que tiende a prevalecer mientras reside en sitios
lejanos. Pero también es cierto que esa desconexión se ha reducido
sensiblemente en tiempos en los que la comunicación se ha hecho mucho más
fluida. De hecho, hoy en día más bien tiende a suceder lo contrario: el
emigrante vive fijado en la realidad de su país de origen, sin dedicar todas
sus fuerzas a integrarse en su sociedad de acogida.
Por
otro lado, más que ser un radical, el emigrante es una persona que se siente
mucho más libre para decir lo que piensa con respecto a la realidad de su país
natal (sobre todo si éste vive en dictadura) y por eso lo hace, a diferencia de
lo que solía ocurrirle antes de emigrar. Y la mayor parte de las veces no es un
“nuevo rico”, sino más bien alguien que ahora cuenta con bienes básicos que le
resultaban inaccesibles en su propio país, y que se siente orgulloso de haber
podido alcanzarlos en un entorno desconocido, luego de tantas penurias y
esfuerzos personales.
En
definitiva, y dependiendo de la visión que una sociedad quiera y sepa proyectar
de sus emigrantes (y en esto el papel del liderazgo político y
cultural es fundamental), éstos podrán ejercer una influencia positiva en
su país de origen, o irse desentendiendo progresivamente. Y en el caso de
comunidades de emigrantes poderosas y bien organizadas podemos ver incluso la
influencia que han logrado ejercer en la evolución política de sus países de
origen.
Por
ejemplo, la labor ejercida por los irlandeses asentados en los Estados Unidos
fue en muchos sentidos determinante para que Irlanda consiguiera su definitiva
independencia de Gran Bretaña, y para que haya dejado de ser un país
dependiente de la cosecha de papas para convertirse en la sociedad
tremendamente próspera que es actualmente. Si el Líbano cuenta hoy con una
impresionante capacidad regenerativa, a pesar de los conflictos que
recurrentemente sufre, ello en buena medida se debe a la labor de los libaneses
en el exterior. Algo similar puede decirse de los italiani all’estero,
de los cubanos en la Florida o de los judíos en los EE.UU. Todos ellos han
constituido diásporas dinámicas y bien integradas, capaces de influir no sólo
en su sociedad de origen sino incluso en su sociedad de acogida, sin por ello
modificar negativamente su politeia.
Aprovechar
estas oportunidades en el país de origen es una posibilidad que dependerá, en
gran medida, de la capacidad que tengan los partidos y demás organizaciones
políticas en dicho país para adaptarse a una realidad totalmente nueva, así
como de la habilidad e interés con la que cuenten los emigrantes para
organizarse políticamente en sus sociedades de acogida. Si el liderazgo
político local logra desarrollar la capacidad para integrar los votos y
recursos que ofrece la diáspora en los proyectos políticos locales —tanto si se
vive bajo un régimen democrático como si no—, si cuentan con la habilidad para
rediseñar sus organizaciones políticas con este propósito y si los recelos que
emergen al respecto pueden ser superados mediante la conformación de líneas de
acción política eficaz y bien consensuada, se estará contando con una enorme
fuerza política para redinamizar la situación de países que, al haber
experimentado una fuerte emigración, necesariamente se encuentran pasando por
grandes dificultades.
II. Giros
del destino: nuevo perfil migratorio en Venezuela
1. Venezuela:
crisol americano y patria nueva de inmigrantes
Al
haber contado con civilizaciones más jóvenes que las euroasiáticas y africanas,
y por haber establecido contactos regulares con el resto del mundo en fechas
más tardías, al territorio americano se le conoce como el “Nuevo Continente”. Y
como todo joven, América se afana en dilucidar su propia identidad. Una
identidad equívoca, incierta, en la que el resultado de mezclar múltiples
ingredientes le sabe diferente a cada quien, en función de sus propias
experiencias y gustos adquiridos. Definir la identidad americana es un
ejercicio siempre inconcluso, porque sus distintas politeias llevan
al menos 500 años —si queremos verlo desde una efectiva continuidad histórica—
viéndose continuamente sometidas al poderoso influjo del extranjero que remueve
una y otra vez unas aguas a las que le ha costado encontrar largos lapsos de
quietud y sosiego.
Destino
y desaguadero de millones y millones de personas que huían de guerras,
despotismos y desigualdades bien consolidadas, América es vista desde Eurasia
—el “Viejo Continente”— como tierra de futuro promisorio para sus emigrantes,
tierra mestiza propensa a la fusión de culturas, melting pot,
mosaico de realidades fraguadas en la asimilación de gentes diversas venidas de
otros continentes. Se trata de una mirada que a veces los americanos aceptan
con gusto, pero que otras veces rechazan. Ese rechazo emerge cada vez que priva
el celo por destacar lo autóctono y originario como componente central de la
identidad americana, componente que a veces permanece vivo o es bien conocido,
y que otras veces es más bien reconstruido desde una superficial mitología.
Lo
cierto, en todo caso, es que América es Nuevo Mundo, realidad que en su
morfología cultural contemporánea es esencialmente nueva si la comparamos con
otros continentes, espacio emergente en el que el pasado no condiciona tan
abrumadoramente las posibilidades del futuro. Como tierra forjada en la
continua y reciente recepción de lo extranjero, América ha lidiado siempre de
forma cotidiana con la perplejidad y el asombro del forastero. Conoce bien la
confrontación con la otredad que se plantea una y otra vez en el seno de las
sociedades de inmigrantes, donde tanto el recién llegado como el descendiente
de quienes llegaron antes se escudriñan mutuamente con curiosidad y a veces
también con recelo.
Venezuela,
por su parte, no sólo es parte de América, sino que por geografía naval fue
siempre el punto más cercano a Europa en el continente americano, puerta de
entrada, primer puerto para los buques europeos en la tierra firme del nuevo
mundo. Tras largas semanas de travesía atlántica, era en esta Tierra de Gracia
y Costa Firme —tal como la llamaron los navegantes ibéricos—, en Carúpano,
Cumaná, La Guaira o Puerto Cabello, donde era factible descansar y
reabastecerse de agua y víveres frescos. Por ello, y procurando las mejores
condiciones de vida, las principales ciudades venezolanas se asentaron casi
todas a lo largo del eje costero, y ahí han permanecido, curiosas, asomadas y
siempre prestas al encuentro con lo nuevo y forastero.
Mientras
la mayor parte de las serranías andinas, las llanuras internas y los bosques
tropicales que configuran la mayor parte del subcontinente sudamericano tendían
a permanecer en su milenario silencio e introspección, observando siempre al
forastero con recelo y cautela, la soleada y costera Venezuela se fue forjando
en un intenso contrapunteo con lo extranjero de reciente importación. Quizás por
eso Humboldt llegó a afirmar que, junto a la sociedad cubana, la venezolana
era, entre todas las hispanoamericanas, la más curiosa, informada e interesada
por cuanta noticia llegara del exterior. Por tales razones, la realidad
histórica ha tendido una y otra vez a reafirmar el tópico de que, en efecto,
Venezuela ha sido cálida tierra de acogida de inmigrantes procedentes de los
más variados puntos de partida.
Durante
siglos serían los venidos de la Europa sureña y católica —España, Portugal,
Italia—, de esos países que durante alguna época formaron parte de la antigua
monarquía hispánica, los inmigrantes más cuantiosos en arribar a territorio
venezolano. Nuestra lengua, nuestras creencias más articuladoras y la esencia
de nuestra cosmovisión provienen de aquellas latitudes. Si hoy somos parte de
una región del planeta conocida como América Latina, Iberoamérica o
Hispanoamérica —según las precisiones de cada caso—; si hoy nos expresamos en
la segunda lengua de la globalización y pertenecemos a un enorme universo
cultural compartido, es porque desde nuestra génesis cultural entroncamos con
esa gran veta de la civilización occidental.
Especialmente
los canarios dejarían una impronta indeleble en Venezuela, a la que denominan
como “octava isla”. Las similitudes entre los pobladores de estos dos
territorios ubicados a ambos lados del Océano Atlántico, palpables en el suave
acento, la afable idiosincrasia y ciertas particularidades gastronómicas,
sugieren más bien una proximidad que probablemente supera en su intimidad el
fuerte vínculo que también establecerían con estas tierras los andaluces,
gallegos, asturianos y demás españoles que aquí se asentaron. Entre ellos cabe
contar a los sefardíes que embarcados directamente desde España, o bien a
través de Portugal o las Antillas Neerlandesas, fueron llegando a nuestro país
durante los siglos XVII y XVIII. Este flujo hispánico no disminuiría tras
convertirse Venezuela en nación independiente, sino que más bien aumentaría
notablemente durante el siglo XX, cuando los estragos de la Guerra Civil
Española condenaron a dicho país a sufrir terribles padecimientos durante
varias décadas.
Algo
similar ocurriría con el flujo de italianos y portugueses que, a pesar de
existir ya desde tiempos monárquicos, se multiplicó sensiblemente durante el
período de mayor bonanza petrolera en Venezuela. La influencia de estos
europeos sureños que escapaban de la guerra y la pobreza, mediterráneos unos y
atlánticos los otros, crecería hasta erigirse como un componente de enorme
relevancia en la venezolanidad contemporánea. En toda clase de artes y oficios
quedó plasmada dicha huella, aportando gustos, sabores y talentos nuevos con su
denodado esfuerzo y amor por el trabajo. No cabe duda de que la común matriz
cultural proporcionada por el catolicismo facilitó enormemente la integración
de estos europeos meridionales en un país como Venezuela, que también forjó su
idiosincrasia en esa misma fe, si bien transfigurada en un contexto ecléctico
de profundas mezclas y transformaciones.
También
de remotas tierras llegarían los africanos. Y aunque no fuera la propia
voluntad la fuerza que originalmente los trajo al Nuevo Mundo, terminarían
imprimiéndole a éste toda su energía e idiosincrasia. Es absolutamente
imposible pensar a Venezuela sin esa cortesía directa, sentido de la dignidad y
ritmo vital tan característicos de los pueblos del África. Las formas de
nuestra sociabilidad están impregnadas de la proximidad y la oralidad que
marcan los modos de la convivencia y la cooperación social que prevalecieron
tradicionalmente entre los diversos pueblos del golfo de Guinea y otras
latitudes en dicho continente. Y si reparamos en ese cierto consenso que existe
al señalar la música como el más grande de los aportes africanos a la cultura
universal, estaremos de acuerdo en que seguramente Venezuela es uno de los
países que más se han beneficiado de dicha contribución. A nadie se le escapa
que el oído musical y el ritmo que espontáneamente exhiben tantos venezolanos,
así como varios de los elementos esenciales de la deslumbrante música
venezolana, hunden buena parte de sus raíces en el continente africano.
Norteamericanos
y neerlandeses, a través de los campos petroleros, también aportaron
importantes elementos constitutivos de nuestra identidad cultural. A ellos se
debe, por señalar un par de ejemplos, que en Venezuela el béisbol sea el
principal deporte, o que consideremos las patinatas como una actividad
típicamente navideña. Franceses, alemanes y centroeuropeos, muchos de ellos
judíos ashkenazíes que jamás olvidan la generosidad venezolana, también han
contribuido a la forja de lo que hoy en día es Venezuela, así como sirios y
libaneses que con su trabajo infatigable han realizado notables obras en
nuestro país.
¿Y
dónde quedan, dentro de este enorme mosaico cultural, en medio de esta intensa
mezcla, los pueblos originarios americanos? No creo exagerar al señalar que, a
pesar de ser los primeros pobladores del territorio que hoy conocemos como
Venezuela, ellos son nuestros ancestros más desconocidos. Lamentablemente, el
intento contemporáneo de reivindicar a nuestros pueblos originarios suele
hacerse desde el total desconocimiento de sus culturas e historias
particulares, prevaleciendo así la retórica, la politiquería y el mito sobre la
aproximación y el diálogo genuinos.
Su
enorme variedad cultural, derivada de las distintas y sucesivas oleadas de
pobladores que fueron llegando a estas tierras en tiempos prehispánicos, se
verifica en un mosaico de lenguas tremendamente distintas entre sí. De sus
diferencias y particularidades poco se habla en nuestros días, así como del
distinto modo en que cada grupo étnico se fue relacionando con los extranjeros
que paulatinamente fueron llegando de Eurasia y África. Muchas veces ese
contacto fue tremendamente violento, y esa es la parte más rememorada del
asunto, pero la verdad es que no siempre fue así. A menudo la implantación
europea sólo fue posible precisamente porque se produjo en alianza y fusión con
determinadas etnias para enfrentarse a otras.
Lo que
sí es cierto es que este contacto significó, a la postre y por lo general, el
fin del mundo de los pueblos originarios tal como éstos lo conocían, a veces
por haberse visto diezmados por los malos tratos y, sobre todo, por las
enfermedades europeas —particularmente la viruela y el sarampión arrasaron toda
la geografía americana—, pero sobre todo por la asimilación y el mestizaje
progresivo, tanto étnico como cultural, que fueron teniendo lugar durante los
cinco siglos subsiguientes. La ausencia de grandes imperios preshispánicos en
el territorio que luego sería Venezuela, así como su reducida densidad
demográfica si lo comparamos con lo que hoy en día son México, Perú, Guatemala
o Bolivia, no contribuyeron a que el componente amerindio mantuviera en nuestra
tierra el peso que aún conserva en esos países.
Pero
los pueblos originarios están ahí, presentes no sólo en los wayuus, los pemón,
los yukpa, los warao y todas las etnias que conservan su identidad, lengua y
tradiciones, sino también en cada venezolano que, a fin de cuentas, procede hoy
en día de infinitas fusiones culturales. Fueron ellos la base original, la
realidad cultural enraizada en el territorio a partir de la cual se irían
forjando los pueblos nuevos que vendrían a ser, y que somos hoy en día, los
iberoamericanos. Sin ellos, sin los pueblos amerindios, estas tierras no serían
lo que son.
2. Giros
del destino: el venezolano como emigrante
Ha
querido el destino que en este siglo Venezuela, ese país siempre abierto a la
llegada de forasteros, tan generoso y propenso a hacer suyo lo extranjero, se
nos haya convertido en un país de emigrantes. No es, ni mucho menos, el primer
país americano al que le toca experimentar esta difícil realidad. Diversas
naciones centroamericanas y andinas, sometidas a encarnizados conflictos armados,
han conocido durante muchas décadas lo que significa esta sangría. Incluso
nuestro propio país conoció experiencias similares durante el desmembramiento
de la Monarquía Hispánica y la constitución de nuevos estados nacionales. De
hecho, durante la llamada Guerra de Independencia el territorio de la antigua
Capitanía General de Venezuela experimentó los conflictos más encarnizados en
el continente y perdió, entre muerte y emigración, a cerca de un tercio de su
población. Con las diferencias del caso, una tragedia parecida volvería a tener
lugar durante la Guerra Federal, durante la cual fallecieron cientos de miles
de personas.
Claro
está que, a finales del siglo XX, pocos podían presentir un giro como el que ha
experimentado el país en el siglo XXI. Después del fulgurante siglo XX
venezolano, ese siglo petrolero y prodemocrático durante el cual el país se
mantuvo a la vanguardia de la región, el sentimiento preponderante y
generalizado creía que nuestro país estaba “condenado al éxito”. Hoy tenemos claro
que si bien ese éxito no nos está vedado, tampoco está, ni mucho menos,
garantizado. Los países atraviesan altos y bajos a lo largo de su historia, y
quizás el ciclo positivo vivido por Venezuela durante el siglo pasado —que le
llevó, entre otras cosas, a experimentar el mayor crecimiento del PIB per
capita en todo el mundo entre 1920 y 1980— fue tan largo y sostenido
que probablemente nos llevó a olvidar que la senda del progreso no está, ni
mucho menos, predeterminada, ni tampoco exenta de reveses, desvíos y eventuales
retrocesos.
Las
efectos del tipo de gobierno ejercido por la llamada Revolución Bolivariana han
sido tan corrosivos y devastadores que, más allá de cualquier consideración
técnica, académica o conceptual, los venezolanos han terminado expresando
masiva y democráticamente sus consideraciones al respecto mediante lo que
algunos llaman “el voto con los pies”: la emigración. No existe hoy familia
alguna en Venezuela que no cuente con uno o varios familiares en el extranjero,
en tanto 6 millones de venezolanos (aproximadamente uno de cada 5, o lo que es
lo mismo, un 20%) se encuentran viviendo actualmente en otro país.
Numerosas
investigaciones han detallado la morfología de este enorme flujo migratorio,
que en muchos casos alcanza la categoría de desplazamiento forzoso. Una extensa
bibliografía especializada que ha proliferado recientemente, así como los
informes de ACNUR y otros organismos competentes, permiten apreciar la
evolución de esta diáspora. Los primeros repuntes en la salida de venezolanos
hacia el exterior se fueron produciendo durante la primera década del chavismo,
particularmente durante el conflictivo ciclo de confrontación política que tuvo
lugar en Venezuela entre finales del año 2001 y finales del 2004.
En
aquellos tres años, los paros escalonados organizados por la Confederación de
Trabajadores de Venezuela (CTV) y Fedecámaras ante los inconsultos
decretos-leyes de noviembre 2001, los hechos de abril de 2002, las marchas y
contramarchas de todo ese año, el paro general de PDVSA en diciembre de 2002 y
enero de 2003, así como todos los hechos que marcaron la ruta hacia el
referéndum revocatorio de agosto de 2004, generaron una zozobra política,
económica y social desconocida en el país por al menos una generación, lo cual
llevó a que muchos decidieran partir en busca de nuevos horizontes. Esos
primeros emigrantes solían salir por vía aérea hacia países desarrollados; eran
personas que podían pagarse un pasaje de avión, que contaban con estudios
profesionales y con ciertos medios de fortuna, así como también, en muchas
ocasiones, con algún pasaporte extranjero. Cabe destacar el caso particular de
muchos trabajadores despedidos de PDVSA por razones políticas, ya que en virtud
de sus habilidades en el negocio petrolero, muchos de ellos lograron que
destinos como México o Colombia les abrieran las puertas.
Tras
superar Chávez el referéndum de agosto de 2004, el ciclo conflictivo 2001-2004
quedó prácticamente sellado durante casi una década por varias razones. En primer
lugar, el agotamiento de los medios de lucha de un sentimiento opositor que,
carente como se encontraba de una dirección política estable, en buena medida
emergía espontáneamente del descontento de quienes rechazaban el proyecto
político chavista. En segundo lugar, el boom de los precios
del petróleo permitió al gobierno de Hugo Chávez disparar el gasto público de
manera sostenida durante varios años, impulsando así el consumo de manera
colosal y acallando conciencias mientras el chavismo tomaba control directo de
todas las ramas del Estado y sometía poco a poco al sector privado. El auge del
consumo subsidiado de bienes importados por el sector público y afines desplazó
la producción nacional, pero hizo popular al gobierno revolucionario.
Y en
tercer lugar, una suerte de tregua política quedó asentada luego de que la
oposición se enrumbara por la vía electoral, y sobre todo tras la consumación
de una suerte de tácito “pacto de las reelecciones”. Nos referimos al momento
en el que la facultad de reelección presidencial —ambicionada por Chávez pero
rechazada en el referéndum de la reforma constitucional de diciembre de 2007—
se extendió a gobernadores y alcaldes en la propuesta de enmienda
constitucional que fue aprobada por referéndum en 2009, generando incentivos
compartidos entre ambos bloques políticos. Esa medida resultó fundamental para
que la lucha política quedara plenamente enmarcada dentro de los términos
impuestos por el control chavista.
Durante
esos años (2005-2013) se ralentizó la emigración, ya que el dinero y las
oportunidades fluían visiblemente en Venezuela. Pero semejante modelo económico
era una bomba de tiempo destinada a estallar en cuanto cesara el inusual flujo
de petrodólares. Con la caída de los precios del crudo a partir de 2012, la ya
de por sí elevada inflación comenzó a dispararse. Y la muerte de Chávez, que
por un lado le evitó asumir en vida ese costo político, por otro terminó de
desbaratar la vigencia y funcionalidad de ese modelo político-económico. Le
tocaría a su sucesor Nicolás Maduro lidiar con todos los problemas derivados
del mismo, pero sin contar con sus recursos más importantes: una renta
petrolera creciente y el liderazgo particular de Chávez.
El
primer período presidencial de Maduro estuvo marcado por la conflictividad
derivada de la fragmentación política y la inflación creciente. Ya en 2014 el
descontento popular sirvió de combustible para un primer y prolongado ciclo de
protestas que fue duramente reprimido, y que vendría acompañado de otro similar
en 2017, luego de que la victoria de la oposición en las elecciones
legislativas de 2015 (por las cuales logró hacerse con 2/3 de los curules, lo
cual le habría permitido en buena lid renovar el poder judicial y el Consejo
Nacional Electoral) se viera conculcada, en sus efectos prácticos, por las
maniobras inconstitucionales de un gobierno que desde entonces asumió el costo
político de ser plenamente autoritario.
Con
una inflación que ya de por sí era la más elevada del mundo, a finales de 2017
se disparó un ciclo hiperinflacionario que a la postre rivalizaría en duración
con el más largo que se ha registrado formalmente hasta ahora —la Nicaragua
sandinista en los años 80 del siglo XX. La hiperinflación alcanzó entonces
proporciones monstruosas (según diversas fuentes, en febrero de 2019 la
hiperinflación interanual habría superado la cifra de 2.000.000%), pulverizando
así la divisa nacional y anulando la posibilidad de intercambios comerciales
medianamente normales. Y será precisamente la hiperinflación el factor decisivo
para que el número de emigrantes, que ya venía elevándose desde el 2014,
alcance sus cotas más elevadas.
Algunos
venezolanos han seguido saliendo por avión, pero la gran mayoría lo hace ahora
por tierra —primordialmente hacia los países del arco andino o Brasil— o mar
—hacia Trinidad y Tobago. Muchos salen a pie, con lo puesto, caminando
insólitas distancias y sometidos a las más diversas penurias. Si en las
primeras y menos precarias oleadas los venezolanos se dirigían fundamentalmente
hacia los Estados Unidos o España —con particular concentración en las ciudades
de Miami y Madrid—, entre quienes huían mayoritariamente por tierra de la
hiperinflación, el desabastecimiento, la falta de agua y los apagones
recurrentes los destinos principales han sido, por ese orden, Colombia, Perú,
Chile, Ecuador, Panamá, Argentina y Brasil.
Al
igual que sucede con muchos de los venezolanos que eligieron a Europa como
destino, entre quienes emigraron a países sudamericanos también abundan quienes
descienden de migrantes originarios de dichas naciones, asentados en Venezuela
durante los años 70, 80 o 90 cuando las cosas funcionaban al revés.
Particularmente en el caso de Colombia esta realidad es masiva, ya que en
Venezuela ha llegado a haber, según ciertos cálculos, más de 3 millones de
colombianos o hijos de colombianos. De ahí que los venezolanos que permanecen
en Colombia ronden los 2 millones, alrededor de un 30% de todos los migrantes
venezolanos en el extranjero.
Desde
inversionistas y emprendedores hasta quienes desempeñan los oficios peor
remunerados, pasando por personas que ejercen trabajos altamente calificados en
virtud de su preparación técnica y profesional, los venezolanos en el
extranjero han ido generando un impacto notable en los destinos hacia los cuales
se han dirigido. Vendedores en Lima o Panamá; médicos y “garzones” en Santiago
de Chile; restauradores en Madrid; escritores y académicos en Buenos Aires o
Bogotá; ingenieros en la Florida y el DF mexicano; repartidores por doquier…
Ningún oficio escapa a los venezolanos en el exterior, quienes se han hecho
acreedores de elogios por las labores que desempeñan, pero también han sido
víctimas de ataques xenófobos. Despiertan simpatía por su amabilidad, cortesía
y atractivo acento, aunque en casos puntuales los acusen de intempestivos y
soberbios. Han popularizado su gastronomía y se han familiarizado con la de sus
países de acogida. La gran mayoría trabaja duro y tenazmente, como suelen
hacerlo los emigrantes, y mientras intenta ser feliz cada día, no deja de
extrañar, un día sí y otro también, su terruño, sus amigos, y a la familia que
de repente se le ha quedado demasiado lejos.
Algunos,
descendientes de emigrantes, se reencuentran con sus orígenes familiares y
reproducen el modo de vida que sus padres o abuelos practicaron al llegar a
Venezuela. En un juego de espejos, recuerdan cómo sus mayores combinaban
costumbres locales y foráneas, y ahora ellos hacen arepas o hallacas en España,
Panamá o Perú. Otros, sin antepasados extranjeros cercanos, comienzan a familiarizarse
con lo que implica la emigración, recordando quizás lo que vieron vivir a los
extranjeros en Venezuela; van conociendo otras culturas y las incorporan en su
cotidianidad, y cuando la ocasión es propicia, se van enamorando también de las
cosas buenas que hay en las tierras que ahora habitan. En ratos libres se
congregan, bromean y celebran sus costumbres. Y cada vez que pueden dan a
conocer a Venezuela, allí donde quiera que estén.
Todo
ello va ocurriendo a pesar de la dureza, del desarraigo y del ex-travío que
implica alejarse de la tierra que nos vio nacer y crecer. Si la vida tiene
siempre sus durezas, en el caso del emigrante se añade siempre una cierta
íntima y profunda soledad, una general incomprensión de parte de quienes le
rodean, superable sólo mediante la cercanía de la familia, la compañía de los
connacionales, la flexibilidad suficiente para conectar con los ciudadanos del
país de acogida, o bien el cultivo de una actitud personal tremendamente
reflexiva y serena. La nostalgia, esa nostalgia profunda de la patria lejana
que los portugueses llaman saudade y los gallegos morriña,
se va instalando en la paleta de colores y sentimientos del venezolano, una
paleta antes dominada por las tonalidades más alegres y vivaces. La
emigración da qué pensar, y a través de sus asperezas aporta tonos
graves que nos aproximan a lo humano en su dimensión más universal.
Para
la Venezuela de nuestro tiempo, se trata de un sector muy significativo, de
millones de compatriotas que, en su gran mayoría, tienen pocos años de haber
llegado a sus tierras de destino y que aún no se sienten claramente arraigados
—por no hablar de los que aún siguen saliendo de nuestro país. Todavía están en
esa primera o segunda fase de la emigración, particularmente vulnerable y cargada
de sufrimientos e incertidumbres. Con su trabajo en circunstancias nada
familiares se ganan un dinero que, convertido en remesas, y cuando la industria
de los hidrocarburos ha dejado de ser lo que era, supera el ingreso petrolero
de Venezuela. No se cuenta ya en nuestro país con el respaldo público que
durante décadas proporcionaba la renta petrolera, y por ende los venezolanos
sólo cuentan ahora con el valor de su propio esfuerzo para salir adelante; pero
como en Venezuela no están dadas todas las condiciones para el trabajo libre y
productivo, una parte muy importante de ese valor se está generando fuera del
país.
Ahora
bien, privados como están de derechos políticos en los países de destino e
incluso en Venezuela, y con frecuencia sometidos a un calvario para obtener sus
documentos, tanto ante autoridades extranjeras como en los consulados
nacionales, buena parte de los venezolanos en el extranjero se encuentran
sumidos en un terrible limbo jurídico. Algunos de ellos —entre los que se
cuenta una nada despreciable cantidad de exiliados políticos— comienzan a
organizarse de diversas maneras, pero aún están lejos de constituirse como
comunidades políticamente fuertes y capaces de articular sus demandas. A pesar
de todo ello, es probable que poco a poco vayamos viendo emerger a algunas
figuras destinadas a cumplir con dicha tarea.
Por su
parte, al régimen autoritario que prevalece hoy en Venezuela le interesa con
frecuencia sacarle algún tipo de provecho a los emigrantes venezolanos mientras
los mantiene privados de sus derechos y apartados de los asuntos nacionales;
por su parte, algunos sectores de la clase política no chavista tampoco parecen
demasiado interesados en tomarlos en cuenta dentro de sus programas de acción
política. De momento, los venezolanos en el exterior están privados del derecho
al voto, y no todos los políticos se muestran interesados en que lo recuperen.
Pero la verdad es que para una Venezuela que cambió profundamente se requiere
también que cambien organizaciones políticas, de modo que puedan renovar su
capacidad para responder eficazmente a una nueva geografía humana, política,
económica, cultural y social.
En
definitiva, Venezuela es hoy algo que no había sido durante al menos 200 años:
un país de emigrantes. Tal como sucede ante todo cambio profundo, cuesta
asimilarlo. Pero es necesario hacerlo. El país no encontrará un camino sólido y
eficaz para salir del atolladero actual si la tragedia no es aceptada en su
realidad y comprendida desde sus raíces. Los errores y las calamidades sólo
pueden dejarnos algo positivo cuando de ellas logramos extraer lecciones
realistas y verdaderamente útiles. Y la realidad en estos momentos es que una
parte muy importante de nuestro país y de nuestra sociedad, en términos
familiares, demográficos, culturales y económicos, se encuentra ahora asentada
fuera del territorio nacional. No se trata —como lamentablemente tienden a
afirmar algunos, desde una cierta ceguera del alma— de “gente que se fue”; se
trata de personas que de un modo u otro sufren su lejanía, que se mantienen
vinculadas con el país de múltiples maneras, que cumplen un papel fundamental
—no siempre visible o reconocido—, que siguen siendo venezolanos con el derecho
a ser tratados como tales, y que tienen, además, la obligación moral de participar
en la recuperación nacional.
***
Referencias
Huntington,
Samuel (1997): El choque de civilizaciones y la reconfiguración del
orden mundial, Paidós, Barcelona.
Luri,
Gregorio (2019): La imaginación conservadora. Barcelona:
Ariel.
Tomado
de: https://prodavinci.com/venezuela-pais-de-emigrantes/
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