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sábado, 17 de diciembre de 2022

Una guerra silenciosa: la crisis del agua en Chile, por @Gatopardocom


por María Ignacia Pentz

Chile atraviesa una sequía sin precedentes que produce, en algunas zonas, racionamientos, cortes de agua y abastecimiento mediante camiones aljibe. Pero esta crisis no se explica solo por la falta de lluvias y el cambio climático. Hay responsables, omisiones y un modelo que no ha podido adaptarse. En este contexto, la provincia de Petorca se ha convertido en un icono de esta crisis. Famosa por la producción de aguacate, aquí los cerros se miran siempre verdes. En esta región el agua es un negocio: los terratenientes tienen agua para el cultivo, agua para negociar, agua para vender.

“Permiso”, dice. “Permiso”, repite dos, tres, cuatro, cinco veces. Verónica Vilches podría estar en medio de una multitud. En un recital, una manifestación, una feria o un mall rebasado de gente. Pero no. Está sola. Está sola y camina por el cauce del río La Ligua, hoy completamente seco, pidiendo a las flores silvestres que allí crecieron, gracias a las lluvias que llegaron este invierno, que por favor le permitan seguir su camino.

Son pasadas las ocho de la mañana de un martes de septiembre y, bajo el implacable sol y el viento incesante de la comuna de Cabildo, en la zona centro de Chile, a menos de doscientos kilómetros al norte de Santiago de Chile, Vilches recorre un trecho por donde hace años, muchos años atrás, corría con fuerza el agua del río. Un lugar en el que, según cuenta entre la nostalgia y la rabia, las familias iban en los veranos a bañarse, a capear el calor y los turistas instalaban carpas en la orilla. Sin embargo, ahora no hay una gota de agua, solo piedras y algún rastro de vegetación.

Esta mañana, Vilches no solo está ahí para mostrar que no hay agua en el río, sino para dejar en evidencia una paradoja: mientras un pueblo parece estar secándose, en los cerros que lo rodean luce el verde efervescente de las grandes plantaciones de palta (aguacate) que se cultivan, principalmente, para su exportación a Europa.

Vilches, de 52 años, usa una mascarilla negra que cubre gran parte de su rostro marcado por un par de arrugas fuertes. Usa un pantalón de poliéster, parka cerrada hasta arriba, ambos azul marino, bototos color ocre. Tiene el pelo cano tomado en una cola de caballo impecable y sus ojos, detrás de lentes de marco negro y un cristal que desforma levemente su mirada, son movedizos y ágiles. No se le escapa nada: ni el movimiento de las flores amarillas que no quiere pisar, ni los pasos lejanos de una persona, ni la estela de las motos que pasan por el camino y le traen pesadillas de viejas, y no tan viejas, agresiones y amenazas que ha tenido que soportar por su lucha.


—No hay que ser especialista para ver esto, para hablar de esta realidad que vivimos nosotros. Hablar del dolor, de la depresión, la rabia, la injusticia de acá. Es como estar en una guerra silenciosa. Es una masacre, una muerte lenta.

Verónica Vilches está en el epicentro de la crisis hídrica en Chile: la provincia de Petorca, en la Región de Valparaíso.

Desde hace doce años, Chile atraviesa una megasequía sin precedentes que afecta, sobre todo, a la zona centro y centro sur del país. A partir de 2010, año tras año, ininterrumpidamente, hay una baja sostenida de 30% en las precipitaciones. Las temperaturas han aumentado y el desierto avanzó desde el norte hacia el centro. Los años 2019 y 2021 fueron de hipersequía —eventos que se dan tres veces en un siglo—: la falta de lluvias fue de hasta 80%. Además, 27.5% de las comunas está bajo decretos de escasez hídrica, es decir, con falta extrema de agua, un porcentaje que ha disminuido gracias a que, lejos de poder cantar victoria, este año ha sido más lluvioso que el pasado, uno de los más secos de los que se tenga registro, cuando esa cifra alcanzó 53%. Cerca de seis millones de personas viven con problemas de abastecimiento de agua potable (según el censo de 2017, la población total de Chile es de 17 574 003 habitantes). Y el Instituto de Recursos Mundiales estableció en 2019 que el país se ubica en el puesto dieciocho de países con mayor estrés hídrico en el mundo, el primero de todo el continente americano.

El escenario es una bomba a punto de explotar (o quizás ya explotó, aunque solo unos pocos quisieron darse cuenta) y los expertos no son optimistas: a Chile, medidas más, medidas menos, dentro de los próximos años le faltará agua. Los efectos de cualquier solución se verán a muy largo plazo y las restricciones para el uso doméstico —racionamientos, cortes y abastecimiento mediante camiones aljibe—, que ya se han aplicado en algunas localidades como Olmué, El Melón y Petorca —todas en la Región de Valparaíso—, irán en aumento. Al Estado chileno, aseguran los especialistas, le ha faltado el sentido de urgencia. Ahora es demasiado tarde.

Pero la crisis hídrica no solo se explica por los fenómenos asociados al cambio climático que, según Gabriel Caldés, consultor en gestión hídrica y asesor de Escenarios Hídricos 2030 de la Fundación Chile, “nos tiene en serios aprietos en relación a la oferta o disponibilidad de agua”, sino también por el incremento de la demanda por parte de los sectores productivos, como las industrias forestal, agrícola y minera, y por un modelo que está lejos de adaptarse a las críticas condiciones: en Chile, los particulares tienen propiedad sobre los derechos de aprovechamiento de agua de los cuales son titulares, lo que fue establecido en la Constitución de 1980 y el Código de Aguas de 1981, redactados durante la dictadura militar de Augusto Pinochet y vigentes hasta hoy.

De acuerdo con lo señalado en la Carta Fundamental, explica Pablo Jaeger, profesor de Derecho de Aguas de la Universidad de Chile y vicepresidente de la Asociación Chilena de Derecho de Aguas, los derechos de uso pueden ser enajenados —o sea, vendidos o cedidos— por sus dueños —agricultores, mineros, empresas sanitarias y todos quienes utilizan aguas en sus actividades productivas— sin intervención del Estado. Estos derechos para usar el agua de un río, un estero o una napa subterránea, que entrega de forma gratuita el Ministerio de Obras Públicas (MOP) a través de la Dirección General de Aguas (DGA), son perpetuos y heredables.

Recién a partir de 2022, con la reforma del Código de Aguas, que entre otras cosas prioriza el consumo humano, los derechos ya no serán a perpetuidad; tendrán un carácter temporal y serán otorgados por treinta años.

Todo lo anterior, que para Caldés es “la tormenta perfecta”, no solo habla de falta de agua por la sequía prolongada, sino de inequidad en la distribución. Y fue justamente este modelo el que la propuesta de nueva Constitución, presentada por la Convención Constitucional, intentaba dejar atrás: “Toda persona tiene derecho humano al agua y al saneamiento suficiente, saludable, aceptable, asequible y accesible. Es deber del Estado garantizarlo para las actuales y futuras generaciones”, decía el texto en su artículo 57. Además, se establecía que era un “bien inapropiable” y que “el Estado velará por un uso razonable de las aguas. Las autorizaciones de uso de agua serán otorgadas por la Agencia Nacional del Agua, de carácter incomerciable, concedidas basándose en la disponibilidad efectiva de las aguas, y obligarán al titular al uso que justifica su otorgamiento”. Pero el 4 de septiembre pasado, en el plebiscito mediante el cual la población debía aprobar o rechazar la propuesta, todo quedó en nada. O, más bien, todo permaneció igual. El rechazo ganó por 61.8% de los votos y, por consiguiente, la Constitución de 1980 continúa vigente.


Los pies de Verónica Vilches, paso a paso y sin prisa, siguen esquivando las flores que crecieron en el lugar por donde hace años, más de veinte, corría con fuerza el río. Vilches, quien nació en Cabildo, una de las cinco comunas de la provincia de Petorca, se crio en el campo con un sentido de respeto a la naturaleza e, inspirada por su padre, desde niña ha defendido el derecho al agua, hoy desde el movimiento Secas, Defensoras de las Aguas.

Tiene una voz dura, pero quebrada por la fragilidad de quien ha vivido una guerra. Una guerra silenciosa. Con esa voz cuenta que no tiene agua para consumir. Que ella y su familia —de la que prefiere no hablar— viven con cincuenta litros diarios —los cuales equivalen en total a unos diez minutos de ducha—. Que trabaja en lo que salga: hacer aseo, pintar casas o restaurar iglesias. Que su comunidad, San José de Cabildo, y las localidades rurales de su comuna se abastecen mediante camiones aljibe. Que a sus tres perros, Celeste, Jesús y Azul, hay días en que les tiene que dar agua reciclada. Que tiempo atrás se veían caballos, vacas, cabras, corderos y gallinas circulando por los cerros, pero que prácticamente todos murieron de sed. Que su familia tenía vacas que les proveían de leche, mantequilla y queso. Que antes, en las zonas campesinas, las personas cultivaban sus propias frutas y verduras: papas, cebollas, zanahorias, sandías, melones, que hacían trueques con lo que cosechaban, pero que ya no pueden hacerlo porque el agua no alcanza para cultivar.

Cuando se le pregunta cómo es vivir sin agua, ella habla de postergación. De necesidad. De dolor. De daño. Y, sobre todo, de racionar.

—Tienes que guardar agua y sacar un poquito para echarle a la tetera, otro poquito para lavarse. Lo más terrible es cuando no tienes agua para lavarte la cara, cepillarte los dientes o darle un té o un café a un niño que va al colegio. Tenemos que dejar un día para lavar ropa, otro para bañarnos o guardar agua y lavarse por partes. Para ir al baño es complicado, sobre todo cuando llegan visitas. De repente, con lo que queda después de enjuagar la loza tienes que lavarte el pelo. Así de dificultosa es la cosa acá. Así vivo yo. Lo último que nos queda ahora es el agua subterránea de la caja del río, ya no hay nada en la superficie. Ni siquiera ahora, con la lluvia intensa que hubo, se juntaron las aguas de los esteros, ni de las quebradas, tampoco las superficiales. Todo se ha ido perdiendo. Todo, y esto partió con la llegada de los terratenientes en los noventa.

Entre casas y locales de la calle principal de la localidad de Chincolco, comuna de Petorca, por donde a las tres de la tarde de un miércoles circulan pocas personas, hay una cafetería que más parece un bar salido de un western, cuyos dueños, Gerardo Castillo y Erika Figueroa, y el dirigente vecinal Gilberto Tapia están sentados en torno a una mesa vacía. Una de las tres que hay en el sitio. Están solo ellos, no hay clientes.

—Todo comenzó porque empezaron a sacar la flora nativa y a plantar paltos por las orillas de los cerros. Y eso fue secando las napas y cada vez llovió menos. A su vez, el agua que bajaba por el río en invierno la fueron capturando ellos mediante drenes y pozos. Pero nadie se daba cuenta, porque no había ningún control o las autoridades hacían la vista gorda —dice Castillo, de sesenta años, en una de las cabeceras de la mesa.

—Desde que aparecieron los cultivos de paltos, cuando las empresas empezaron a comprar terrenos acá para hacer plantaciones, se han secado los árboles nativos, que son los principales para mantener el ecosistema —dice Tapia, de 72, exmiembro del Movimiento de Defensa por el Acceso al Agua, la Tierra y la Protección del Medioambiente (Modatima), con las manos cruzadas, que descruza solo para acomodarse su boina gris—. Nadie puede vivir sin agua.

Castillo y Tapia se refieren a la “fiebre del oro verde”, como se conoce a la llegada, a finales de los noventa, de la agroindustria a la provincia de Petorca. Una fiebre que llevó a grandes agricultores, movidos por el clima cálido y privilegiado de la zona, a comprar miles de hectáreas en los cerros, a adjudicarse grandes cantidades de derechos de agua —que se siguieron otorgando años después, pese a la grave situación de sequía— y a talar la vegetación nativa para plantar paltos, que necesitan de grandes cantidades de agua (se habla de un promedio de 410 litros por kilo, según cifras entregadas por el Comité de Paltas de Chile, el cual cita al Instituto de Investigaciones Agropecuarias de Chile, aunque Greenpeace asegura que hacen falta dos mil).

La provincia de Petorca se ha convertido en el ícono de la crisis hídrica por lo que Verónica Vilches mostraba esa mañana: sumada a la disminución de las lluvias, existe una desigualdad entre las grandes actividades productivas, como el cultivo de paltas, cuyos propietarios poseen los recursos para gestionar sus derechos de agua y construir embalses o pozos profundos, mientras los habitantes no tienen agua suficiente para subsistir. En diciembre pasado, la Escuela Básica Fernando García Oldini, de la localidad de Hierro Viejo, suspendió las clases presenciales a raíz de los cortes de suministro.


“En Petorca no solo se está violando el derecho humano al agua, sino que también se viola el derecho a la educación, lo cual es inaceptable […]. El problema es de fondo, es estructural”, dijo en ese tiempo el director de la escuela, Nicolás Quiroz, al medio chileno Resumen. Además, señaló, la cuenca en la que viven “se está secando y todo es a causa de un modelo extractivista que opera en el territorio […]. No puede ser que una localidad como Hierro Viejo tenga doce horas de corte de agua durante el día y la noche, mientras la industria de paltos y cítricos tiene los cerros verdes”.

—El ser humano se ha ido acaparando un poco del agua… —dice Figueroa, de 52 años y gorro vaquero, sentada en la otra cabecera de la mesa.

—Nosotros ya hemos perdido la confianza en las autoridades porque ninguna se ha preocupado de la comuna de Petorca y de todos los sectores más pobres —dice Tapia—. Tendrían que haber dicho: “Estamos de acuerdo con que planten cultivos de palta o limones o naranjas, pero en cierta cantidad de hectáreas”, para que ellos sacaran hasta cierta cantidad de cubaje, no más que eso, porque el pueblo también tenía que tener agua. Los empresarios son dueños del agua. Ellos son. Tienen los inmensos pozos, acumuladores y todas las cosas.

En todo el Chile —tercer país productor-exportador de palta en el mundo, después de México y Perú—, la Región de Valparaíso concentra más de la mitad de las plantaciones de palta, 67.2% de las cuales son para la exportación, de acuerdo al Censo Frutícola de 2020. Según la misma medición, en la provincia de Petorca —históricamente, la segunda mayor zona productora de paltas en la República—, de las 8 134.56 hectáreas que fueron usadas para el cultivo, 5 078.1 se destinaron a este fruto. Sin embargo, los datos entregados por el Comité de Paltas de Chile —asociación independiente que representa a agricultores y comercializadores de palta en el país— dicen que en la provincia hay 2 539 hectáreas de paltos, representativas de 8.7% del total nacional. Y debido a la sequía, señalan desde la agrupación, la superficie cultivada en Petorca se ha reducido, al menos, en 50% los últimos tres años.

“La sequía azota a distintas zonas de todo el país desde hace trece años y entre ellas Petorca”, indica el Comité de Paltas de Chile a través de un correo electrónico. “En esta provincia se da una situación particular que no ocurre en otras zonas y es que el recurso hídrico solo proviene de fuentes pluviales. Y en los últimos cuarenta años, las lluvias han disminuido más de un 50%”, continúa. “Sin embargo, el problema de la crisis hídrica en la zona surge por un abandono del Estado durante distintos gobiernos. Agua para consumo humano hay, el problema es la falta de infraestructura hídrica pública que les dé a las comunidades acceso al agua. Los agricultores han podido realizar las inversiones en infraestructura necesarias para producir alimentos, pudiendo ser más resilientes a la sequía que los SSR [Servicios Sanitarios Rurales], pero el Estado no ha hecho estas inversiones. En este sentido, la política pública del agua potable rural ha fracasado frente a la sequía”, concluye el correo.

Con los SSR, el comité se refiere a los sistemas comunitarios de agua potable, Agua Potable Rural —de los cuales depende 9% de la población en Chile—, cuya administración recae en los propios usuarios. La Dirección de Obras Hidráulicas del MOP les entrega a las familias un pozo, una bomba para extraer el agua y la infraestructura para potabilizarla, y son los propios vecinos quienes se encargan de que todos tengan acceso y de cobrar por el uso. Pero esos pozos, en muchos sectores, ya están secos, y los pobladores han tenido que comenzar a abastecerse, desde hace años en algunos casos, mediante camiones aljibe.

—Si lo que sucede en Petorca es mala gestión, con sectores productivos en antagonismo con el consumo humano, y los impactos del Código de Aguas que permite a las personas ser dueñas de derechos de agua, Petorca puede ser el futuro de todo Chile, mientras el criterio sea el dinero —dice María Christina Fragkou, científica medioambiental y académica del departamento de Geografía de la Universidad de Chile—. Lo que pasa en Petorca es como una exageración de lo que está sucediendo en el resto del país. Mientras el desarrollo económico sea más importante que las personas, cualquier zona, sea agrícola, forestal o minera, puede correr la misma suerte. Es cuestión de tiempo.


—Escuche —susurra Verónica Vilches, como esperando que el sonido hable por sí solo, luego de detenerse de pronto junto a un hoyo con una tubería que hay en medio del camino—. Es agua. Es agua subterránea, este es un pozo ilegal. Estos son pozos profundos, que tienen más de cien metros. Agua a buena velocidad, y sin embargo esto no corre —señala, apuntando el medidor que debería contar la cantidad de agua que pasa, pero que, sostiene, “es fantasma”—. Los otros pozos ilegales están en plena caja del río y nadie dice nada. Y toda esta agua va cerro arriba, donde están los paltos. Agua hay, el tema es que aquí se la roban.

Lleva años denunciando el robo de agua en la provincia de Petorca y, más específicamente, en la comuna de Cabildo. Lo que denuncia es algo sabido. De hecho, lo ha dicho el presidente de la República, Gabriel Boric: “En Chile hay sequía y hay saqueo […]. Tenemos una mala distribución, un mal uso de recursos del agua por algunas actividades productivas que van en detrimento de otras”.

Ignacio Villalobos, alcalde de Petorca, sostiene:

—Hoy hay cerca de 1 200 pozos inscritos. Pero deben existir más pozos que no están inscritos ni reglamentados. Yo creo que podemos hasta doblar la cantidad que acabo de decir. Y, por otro lado, no se cumple la norma del derecho inscrito versus la cantidad de hectáreas que tienen algunas empresas agrícolas. Por ejemplo, si yo tengo cuatrocientas hectáreas de cultivo y solamente tengo cien litros de agua inscritos, hay trescientas hectáreas que no tienen factibilidad de riego. Pero las riego. ¿De dónde me aparece esa agua? Eso es robo. Porque el Estado no me ha autorizado a mí a utilizar esa agua. O le pertenece a otro usuario, o a un servicio sanitario, o a los vecinos. Ahí es donde falta fiscalización. Aquí ha habido fiscalizaciones del 2017 que recién ahora me han llegado a esta mesa —dice Villalobos indicando su escritorio—. O sea, estamos hablando de cinco años desde el momento de la fiscalización para que les llegue una multa irrisoria, algunas UTM [Unidad Tributaria Mensual, cada una equivale a 63.5 dólares]. Es como decirle a un niño chico: “No lo haga más, pórtese bien”.

Rodrigo Mundaca, uno de los fundadores de Modatima y actual gobernador de la Región de Valparaíso, durante años ha dicho que Petorca es el “epicentro de la violación del derecho humano al agua”, y por mucho tiempo, al igual que Vilches, ha denunciado el robo de agua en la provincia, lo que le costó, incluso, amenazas de muerte. Hoy, pese a continuar como militante de Modatima, en su rol de autoridad señala: “Como gobernador regional, no tengo facultades fiscalizadoras en materia de agua, pero lo que sí estamos haciendo en materia de prácticas impropias es poner a disposición de la Dirección General de Aguas todas las denuncias que nos llegan del territorio, donde se ha aumentado la dotación de fiscalizadores de cuatro a siete”.

Respecto a estas denuncias de robo de agua, el Comité de Paltas de Chile manifiesta: “Condenamos cualquier delito relacionado al mal uso del agua, y creemos que debe ser sancionado según los organismos que correspondan para cada caso”.

En tanto, desde la DGA, el organismo encargado de fiscalizar y sancionar, también vía correo electrónico, se detalla: “Para la provincia de Petorca, que considera a las comunas de La Ligua, Cabildo, Zapallar, Papudo y Petorca, desde la entrada en vigencia de la Ley 21.064 [que les otorgó mayores atribuciones de fiscalización hace cuatro años] y el 31 de agosto del año en curso, se han abierto 377 expedientes de fiscalización, de los cuales han sido resueltos 333. De dichos expedientes, en 38 casos la DGA constató infracción y en ocho casos acogió la denuncia presentada por terceros, aplicando multas a estos 46 expedientes”.

—A mí, por hablar, me han tratado de terrorista, de narco, me han perseguido y amenazado de muerte. De todo —asegura Vilches desde Cabildo, en Petorca.

No solo ha tenido que vivir el impacto de ver grafitis con frases como “Muerte a Verónica Vilches” en una de las murallas de la oficina del Comité de Agua Potable Rural de San José y en las calles de Cabildo, sino que el año pasado quemaron el auto de su madre e incendiaron la fachada de su vivienda. Una serie de hechos que, hasta el día de hoy, la mantienen alerta cada vez que sale de su casa.

—¿Tiene miedo?

—No, a estas alturas ya no. La primera vez sí, cuando había muros rayados con frases en contra mía por todos lados. Al principio me afectó, perdí la voz como cinco horas y después volví a hablar lentamente. Pero, gracias a Dios, tengo apoyo profesional, porque no es llegar y pararse de nuevo. Al principio uno se atemoriza mucho, mucho, mucho, y la recuperación es lenta, pero sin retroceder. Siempre hacia adelante. Siempre de pie, jamás de rodillas.


—Es un desfile de camiones, ¿cuál le gusta? —comenta molesta Verónica Vilches mientras recorre las calles de Cabildo, en Petorca, señalando los camiones enormes—. Estuvimos en pleno invierno [la época de lluvias en Chile] y seguimos con camiones aljibe.

Estos vehículos, que captan, transportan y entregan agua potable, ya son parte del paisaje de la ciudad. Esto pese a que debe ser una “medida de mitigación” y no transformarse en una política pública permanente.

—Cuando ya empezaron a ver que no había agua para tomar, empezaron a meter los camiones aljibe, porque en los pozos las aguas se fueron al fondo —sostiene Gilberto Tapia, todavía de manos cruzadas, en el café de Chincolco, un pueblo por donde también pasan estos vehículos—. Es un daño inmenso el que nos han hecho con el agua.

Actualmente, de acuerdo al último dato de la DGA, cuatrocientas mil familias se abastecen mediante camiones aljibe, y en la provincia de Petorca, según un estudio realizado por geógrafas y geógrafos de la Universidad de Chile, los proveedores de agua a los camiones son agricultores de la misma zona. Esto quiere decir que el Estado les compra agua a privados para luego entregarla a casas donde no tienen acceso a ella.

“No es que en Petorca no exista agua, en términos absolutos, pero sí está mal distribuida”, concluye María Christina Fragkou, autora de la investigación que buscaba averiguar qué medidas ha tomado el Estado chileno durante la megasequía y qué impacto han tenido estas en las personas.

Al respecto, el Comité de Paltas de Chile sostiene: “Esto no tiene ninguna relación con la industria que representamos. No existe ningún productor de palta asociado a este comité que venda agua a camiones aljibe. La venta de agua vía camiones aljibe solo ha perpetuado la crisis hídrica en la zona, la cual se combate con inversión pública que vaya en directo beneficio de las comunidades. Con una pequeña fracción de lo que se gasta en camiones, se pueden lograr soluciones permanentes para que todos tengan agua”.

Sobre los hallazgos del sondeo, en el que indica Fragkou que no se logró conocer qué tipo de cultivos tienen los agricultores que venden el agua, Rodrigo Mundaca sostiene: “Eso da cuenta de las características que tiene el negocio del agua. Hoy día existen aguatenientes, y lo digo así: aguatenientes, que no solamente tienen agua para sus producciones agrícolas, sino que también tienen agua para negociar. Agua para vender. Eso da cuenta de lo perverso del modelo privado de agua y también de la ausencia de institucionalidad y de política pública que pueda colocar la centralidad del agua como un bien común y un derecho humano”.

—Lo que pasa es que todos hacen un negocio con el agua. Ellos tienen pozos profundos y el agua la venden y es negocio redondo —señala Gerardo Castillo—. Les conviene la sequía a algunos. Les conviene que esté seco, que no llueva, porque así hacen pozos muy profundos, los ahondan, y sacan harta agua siempre. Porque están en lugares estratégicos: están cerca del río, de la napa subterránea, y chupan toda el agua Aquí, al que es chico, le dan el agua cuando quieren nomás, no cuando deberían darle. Y los grandes siempre tienen el poder de tener, a ellos no les falta. Así que el que tiene plata, puede regar más. Las arboledas de todo Chincolco se han secado. La gente da una lucha perdida la del agua. Ya el agua se fue a los grandes empresarios.


Es común escuchar consejos sobre cómo cuidar el agua en las radios locales de la provincia de Petorca. En las escuelas se dan charlas a los estudiantes sobre cómo cuidar el recurso. Y en las calles, donde de vez en vez hay un árbol o un arbusto que se resisten estoicos a la deshidratación, se ven murales que dicen que el agua es vida. Difícilmente alguien de las comunas de Cabildo, Petorca y La Ligua, las tres más afectadas, podría decir que no existe conciencia de la situación por la que atraviesan, ya sea que viva en el centro de las ciudades, donde el abastecimiento llega a través de la empresa Esval y donde hay agua durante todo el día, o en las zonas rurales, donde se depende de camiones aljibe o de la compra de agua a terceros. Los de la provincia de Petorca son pueblos del Chile profundo, de casas de construcción sencilla, pintadas de colores vívidos. Son pueblos en los que todos, o casi todos, se conocen, se levantan al alba, trabajan duro en el campo, el comercio y la minería, tal vez duermen una siesta de media tarde.

—El escenario es crítico —dice Lilian Cortés, de veintitrés años, dueña de una panadería en Cabildo, mientras cobra, uno tras otro, los panes, empanadas y dulces que despacha en su local—. Hay miedo de quedar sin agua. Mi hermano iba a invertir acá y se arrepintió por lo mismo. Yo tengo un estanque para juntar agua para casos de emergencia. Hay clientes ya mayores que han llegado llorando porque no tenían con qué alimentar a sus animales y los han tenido que matar. Pero muchos están felices porque este año llovió, les creció el pasto y pudieron alimentar a sus animales. Piensan que no tienen que darse por vencidos.

—En el verano hay mucho corte de agua y la presión baja —comenta, desde el otro lado del mostrador, la empleada de una tienda de ropa de Cabildo—. No podemos lavar ropa ni tampoco se pueden armar piscinas, sería inconsciente. Y el agua es mala, sale con mucho sarro, entonces hay que hervirla antes de consumirla.

—Yo, por ejemplo, acá en el centro tengo agua —asegura Gerardo Castillo—. Tengo agua de la llave y cuando puedo me dan agua de regadío. Pero alrededor, en las comunidades, no tienen agua. Están muy abandonadas. O sea, tienen que esperar un camión aljibe. Últimamente llovió, a mediados de julio hubo dos lluvias más o menos grandecitas, y la gente se olvidó de ese problema porque vio correr el agua, pero ya viene el verano y no vamos a tener.


A poco más de ochenta kilómetros al sur de la comuna de Petorca, en El Melón, una localidad de Nogales, los habitantes viven una situación similar, pero provocada, dicen, por la minería. Era noviembre de 2019 y el Movimiento Popular Pozo 9 se tomaba uno de los dieciséis pozos de la minera Anglo American. “No es sequía, Anglo tiene sin agua a Melón”, se leía en uno de los tantos carteles que colgaron en el lugar. La toma, con desalojos y detenciones mediante, finalizó en febrero de 2020 con una solución: se conectaron dos bypasses, uno desde el pozo 9 al sistema de agua potable municipal y otro desde el pozo 4, ambos propiedad de la minera, que opera desde 2002 en la zona y utiliza 109 litros por segundo, según la propia empresa.

“Nosotros en nuestras casas no teníamos agua, y cuando teníamos, la presión era bastante baja”, dijo en ese entonces la vocera del Movimiento Popular Pozo 9, Karen White, en una asamblea en la que presentó la problemática que estaba viviendo El Melón, en Petorca. “Nos teníamos que duchar a las cuatro de la mañana porque ahí recién había presión. No tenemos cómo regar nuestras plantas, el sector agrícola también se está viendo bastante afectado. Pero, sin embargo, nos dimos cuenta de que el tema de la escasez hídrica y la sequía estaba siendo solamente para nosotros, para el pueblo. No estaba siendo para la empresa, que lleva años contaminándonos”.

Pero la solución no fue suficiente. En febrero de 2022, la Municipalidad de Nogales inició el racionamiento diario de agua para la localidad a raíz del bajo nivel de los pozos. Y para paliar esta situación, en conjunto con Anglo American, dispusieron la entrega de agua mediante camiones aljibe. En marzo de 2022, Gonzalo Jaramillo, director del Programa Agua Rural de Anglo American, señaló: “Uno de los principales factores que hacen más crítica la condición de escasez hídrica del territorio es la pérdida de agua en el Sistema de Agua Potable Municipal, ya sea por filtraciones, posibles intervenciones irregulares y otras opciones que junto al municipio estamos analizando. Por esa razón, para suplir este déficit hídrico, la primera medida fue la compensación de esa agua con camiones aljibe, junto con mejorar la gestión hídrica operacional a través de tecnología, con la finalidad de disminuir en todo lo posible las pérdidas en el sistema”. Hoy, a meses de eso, en El Melón continúan abasteciéndose con camiones aljibe —ya no de Anglo American—, que entregan cien litros diarios, y los bypasses siguen operando.

Andrés Marín, miembro del Grupo Ambientalista El Melón y exvocero del Movimiento Popular Pozo 9, sostiene: “Nos parece gravísimo, gravísimo, que para la sustentación de un derecho humano, como es el derecho al agua, dependamos de una empresa privada transnacional”, la cual, asegura Marín, “ha secado el pueblo de El Melón” y contaminado el agua. “Y al final, en términos legislativos, si la empresa se va, ellos no vulneran el derecho humano, sino que lo vulnera el Estado al estar ausente. Pero nuestro Estado tiene precisamente esa forma de ser: ausente”.

Verónica Vilches prepara huevos revueltos y calienta pan en un tostador. Mientras espera los cincuenta litros diarios, en el lavaplatos tiene algo de loza remojándose en un recipiente de metal con restos de agua del día anterior y, sobre la mesa, una jarra de vidrio llena. Afuera, frente a la entrada de la casa, está estacionado su auto. No pasa desapercibido. En él se ven tres stickers grandes, uno en cada puerta delantera y otro en la maleta, que dicen “No + robo de agua”.

La puerta de entrada lleva a un living comedor que parece recién aseado, donde hay dos sillones cafés, una mesa de centro, una más grande y alta, rodeada de seis sillas negras y un estante donde guarda uno de sus objetos más preciados: un lienzo en el que se lee, de su puño, “No + robo de agua”. Frente a los sillones, una cocina pequeña donde está ella terminando de preparar el desayuno. El interior, blanco, se ilumina a través de las ventanas con el sol de las nueve de la mañana.

—Ahí llegó —interrumpe Vilches, con resignación, tras abrir la llave del agua.

Como quien no quiere perder el tiempo, toma el hervidor y lo llena. Ahora es momento de decidir si lava esos platos, esas tazas y esos cubiertos, o si les da agua a sus tres perros.

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