Francisco Fernández-Carvajal 10 de febrero de 2023
@hablarcondios
— Las apariciones de la gruta. Santa
María, Salus infirmorum.
— El sentido de la enfermedad y del dolor.
— Santificar el dolor. Acudir a Nuestra
Señora.
I.
Cuatro años después de haberse proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción,
se apareció la Santísima Virgen a una niña de catorce años, Bernadette
Soubirous, en una gruta cercana a Lourdes. La Virgen era de tal belleza que era
imposible describirla, cuenta la Santa1.
Cuando años más tarde el escultor de la gruta preguntó a Bernadette si su obra,
que representaba a la Virgen, se asemejaba a la aparición, respondió con gran
ingenuidad y sencillez: «¡Oh, no, señor, de ninguna manera! ¡No se parece en
nada!». La Virgen es siempre más bella.
Las apariciones se sucedieron durante diecisiete días más. La niña preguntaba su nombre a la Señora, y esta «sonreía dulcemente». Por fin, Nuestra Señora le reveló que era la Inmaculada Concepción.
En
Lourdes se han sucedido muchos prodigios sobre los cuerpos y más aún sobre las
almas. Incontables han sido las curaciones, y muchos más quienes han vuelto
sanos de las diferentes enfermedades que también puede padecer el alma,
habiendo recobrado la fe, con una piedad más recia o con una aceptación amorosa
de la voluntad divina.
La Primera
lectura de la Misa2 propone
a nuestra consideración las palabras del Profeta Isaías que consolaba al pueblo
elegido en el destierro con la vuelta a la ciudad santa, en la que encontrarían
el consuelo como un hijo pequeño en su madre. Porque así dice el Señor:
Yo haré derivar hacia ella, como un río de paz, como un torrente en crecida,
las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las
rodillas las acariciarán; como un niño a quien su madre consuela, así os
consolaré Yo...
Al
meditar en la fiesta de hoy, vemos cómo el Señor ha querido poner en manos de
su Madre todas las verdaderas riquezas que los hombres debemos implorar, y nos
ha dejado en Ella el consuelo del que andamos tan necesitados. Aquellas
dieciocho apariciones a la pequeña Bernadette son una llamada que nos recuerda
la misericordia de Dios, que se ejerce a través de Santa María.
La
Virgen se muestra siempre como Salud de los enfermos y Consoladora
de los afligidos. Nosotros, al hacer hoy nuestra oración, acudimos a Ella,
pues son muchas las necesidades que tenemos a nuestro alrededor. Ella las
conoce bien, nos escucha allí donde nos encontramos y quiere que acudamos a su
protección. Y esto nos llena de alegría y de consuelo, especialmente en la
fiesta que hoy celebramos. A Nuestra Señora acudimos como hijos que no se
quieren alejar de Ella: «Madre, Madre mía...», le decimos en la intimidad de
nuestra oración, pidiéndole ayuda en tantas necesidades como nos apremian: en
el apostolado, en la propia vida interior, en aquellos que tenemos a nuestro
cargo, y de los que nos pedirá cuentas el Señor.
II.
También la Santísima Virgen quiso recordar en aquella gruta la necesidad de la
conversión y de la penitencia. Quiso Nuestra Madre poner de relieve que la
humanidad fue redimida en la Cruz, y el valor redentor actual del dolor, del
sufrimiento y de la mortificación voluntaria.
Lo que
los hombres consideran, con mirada solo humana, como un gran mal, con ojos de
buenos cristianos puede ser un gran bien: la enfermedad, la pobreza, el dolor,
el fracaso, la difamación, la falta de trabajo... En momentos humanamente muy
difíciles, podemos descubrir, con la ayuda de la gracia, que esa situación de
debilidad es un gran camino para una sincera humildad, al sentirnos
necesitados y en especial dependencia de Dios. La enfermedad, o cualquier otra
desgracia, puede ayudarnos mucho a despegarnos un poco más de las cosas
de la tierra, en las que, casi sin darnos cuenta, estábamos quizá demasiado
metidos. Sentimos entonces la necesidad de mirar al Cielo y de fortalecer
la esperanza sobrenatural, al comprobar la endeblez de la esperanza humana.
La
enfermedad nos ayuda a confiar más en Dios, que nunca tienta por
encima de nuestras fuerzas3,
y a poner nuestra seguridad en Él, en la filiación divina, en el abandono pleno
en sus brazos fuertes de padre. Él conoce bien nuestras fuerzas y no nos pedirá
nunca más de lo que podamos dar. La enfermedad, o cualquier desgracia, es buena
ocasión para llevar a la práctica el consejo de San Agustín: hacer todo lo que
se pueda y pedir lo que no se puede4,
pues Él no manda cosas imposibles.
La
gran prueba de amor que podemos dar es aceptar la enfermedad, y la misma
muerte, entregando la vida como oblación y sacrificio por Cristo, para bien de
todo su Cuerpo Místico, la Iglesia. Nuestras penas y dolores pierden su
amargura cuando se elevan hasta el Cielo. Poenae sunt pennae, las penas
son alas, dice una antigua expresión latina. Una enfermedad puede ser, en
algunas ocasiones, alas que nos levanten hasta Dios. ¡Qué diferente es la
enfermedad acogida con fe y humildad, aceptando de corazón la voluntad de Dios,
de la que, por el contrario, se recibe con fe corta, malhumorados, resentidos o
tristes!
III.
... Y estaba allí la Madre de Jesús5.
Con alegría vemos cómo a los santuarios de la Virgen se acercan personas de
todo tipo y condición y se postran a los pies de Nuestra Señora. Quizá no se
habrían acercado si no hubieran experimentado la debilidad, el dolor o la
necesidad, propia o ajena.
Refiriéndose
a la fiesta que hoy celebramos, se preguntaba el Papa Juan Pablo II por qué
gentes tan diversas acuden a la gruta donde tuvieron lugar las apariciones, y
respondía: «Porque saben que allí, como en Caná, “está la madre de Jesús”: y
donde Ella está no puede faltar su Hijo. Esta es la certeza que mueve a las
multitudes que cada año se vuelcan en Lourdes en busca de un alivio, de un
consuelo, de una esperanza (...).
»La
curación milagrosa, sin embargo, es, a pesar de todo, un acontecimiento excepcional.
La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se
revela en Lourdes sobre todo en el ámbito espiritual. En el corazón de los
enfermos hace oír la voz del Hijo que desata prodigiosamente los
entumecimientos de la acritud y de la rebelión, y restituye los ojos al alma
para ver con una luz nueva el mundo, los demás, el propio destino»6.
El
Señor, a quien nos conduce siempre su Madre, amaba a los enfermos. San Pedro
compendia su vida en estas pocas palabras: Jesús de Nazareth... pasó
haciendo el bien y sanando...7.
Los Evangelios no se cansan de ponderar la misericordia del Maestro con quienes
padecían en el alma o en el cuerpo. Gran parte de su ministerio aquí en la
tierra lo dedicó a curar a los enfermos y a consolar a los afligidos. «Era
sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»8.
Él es compasivo y espera de nuestra parte que pongamos los medios a nuestro
alcance para salir de esa enfermedad o de ese agobio; y nunca permitirá pruebas
por encima de nuestras fuerzas. En todo momento nos dará las gracias
suficientes para que esas circunstancias dolorosas no nos separen de Él; por el
contrario, deben acercarnos más y más y ayudarnos a llevar a otras personas a
una mejora espiritual de sus vidas. Podemos pedir la curación o que se
resuelvan los problemas que pesan sobre nosotros, pero, ante todo, debemos
pedir ser dóciles a la gracia para que en esas circunstancias -en esas y no
en otras sepamos crecer en fe, en esperanza y en caridad.
Nos
aliviará las penas y sufrimientos el no pensar excesivamente en ellos, porque
los hemos dejado en manos de Dios, y tampoco en las consecuencias futuras de
los males que padecemos, pues aún no tenemos la gracia para sobrellevarlas... y
quizá no se presenten. Bástele a cada día su propio afán9.
No olvidemos que «todos estamos llamados a sufrir, pero no todos en el mismo
grado y de la misma manera; cada uno seguirá en esto su llamada,
correspondiendo a ella generosamente. El sufrimiento, que desde el punto de
vista humano es tan desagradable, se convierte en fuente de santificación y de
apostolado, cuando lo aceptamos con amor y en unión con Jesús...»10,
corredimiendo con Él, sintiéndonos hijos de Dios, especialmente en esas
circunstancias.
Acudamos
en todo a María. Ella nos atenderá siempre. Nos alcanzará lo que pedimos, o nos
conseguirá gracias mayores y más abundantes para que de los «males saquemos
bienes; y de los grandes males, grandes bienes». Y sea cual sea nuestra
situación, experimentaremos siempre su consuelo. Consolatrix
afflictorum, Salus infirmorum, Auxilium christianorum... ora pro eis... ora pro
me.
Ven en
ayuda de nuestra debilidad, Dios de misericordia, y haz que, al recordar hoy a
la Inmaculada Madre de tu Hijo, por su intercesión nos veamos libres de
nuestras culpas11.
*En el
año 1858, la Inmaculada Virgen María se apareció dieciocho veces a la niña
Bernadette Soubirous en una gruta cercana a Lourdes. La primera aparición tuvo
lugar el 11 de febrero. Por medio de esta niña, la Virgen llama a los pecadores
a la conversión y a un mayor espíritu de oración y caridad, principalmente con
los más necesitados. Recomienda el rezo del Santo Rosario, oración con la que
acudimos a nuestra Madre como hijos pequeños y necesitados. León XIII aprobó
esta festividad y Pío X la extendió a toda la Iglesia. Bernadette fue
beatificada y canonizada por Pío XI en 1925.
1 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura del Oficio, Carta de Santa María
Bernarda Soubirous al padre Godrand, año 1861. —
2 Is 66,
10-14. —
3 Cfr. 1
Cor 10, 13. —
4 Cfr. San
Agustín, Tratado de la naturaleza y de la gracia, 43, 5.
—
5 Cfr. Jn 2,
1. —
6 Juan
Pablo II, Homilía 11-II-1980. —
7 Hech 10,
38. —
8 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16.
—
9 Mt 6,
34. —
10 A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid
1955, p. 240. —
11 Liturgia
de las Horas, Oración conclusiva de laudes.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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