Opus Dei 18 de marzo de 2023
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Comentario del domingo de la 4.° semana de
Cuaresma (Ciclo A). “Él fue, se lavó y volvió con vista”. Nuestras limitaciones
y debilidades nos ciegan ante los misterios de Dios, pero si nos acercamos a
Jesús, él nos ilumina y nos purifica por entero.
Evangelio
(Jn 9,1.6-9.13-17.34-38)
Y al
pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Entonces, escupió en el suelo,
hizo lodo con la saliva, lo aplicó en sus ojos y le dijo:
—
Anda, lávate en la piscina de Siloé — que significa: “Enviado”.
Él
fue, se lavó y volvió con vista. Los vecinos y los que le habían visto antes,
cuando era mendigo, decían:
— ¿No
es éste el que estaba sentado y pedía limosna?
Unos
decían:
— Sí,
es él.
Otros
en cambio:
— De
ningún modo, sino que se le parece.
Él
decía:
— Soy
yo.
Llevaron
ante los fariseos al que había sido ciego. El día en que Jesús hizo el lodo y
le abrió los ojos era sábado. Y los fariseos empezaron otra vez a preguntarle
cómo había comenzado a ver. Él les respondió:
— Me
puso lodo en los ojos, me lavé y veo.
Entonces
algunos de los fariseos decían:
— Ese
hombre no es de Dios, porque no guarda el sábado.
Pero
otros decían:
—
¿Cómo es que un hombre pecador puede hacer semejantes prodigios?
Y
había división entre ellos. Le dijeron, pues, otra vez al ciego:
— ¿Tú qué
dices de él, puesto que te ha abierto los ojos?
— Que
es un profeta — respondió.
Ellos
le replicaron:
— Has
nacido en pecado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros?
Y le
echaron fuera. Oyó Jesús que le habían echado fuera, y cuando se encontró con
él le dijo:
—
¿Crees tú en el Hijo del Hombre?
— ¿Y
quién es, Señor, para que crea en él? — respondió.
Le
dijo Jesús:
— Si
lo has visto: el que está hablando contigo, ése es.
Y él
exclamó:
— Creo, Señor — y se postró ante él.
“‘Al
pasar –dice el Santo Evangelio– vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento’.
Jesús que pasa. Con frecuencia –comenta, admirado, san Josemaría– me he
maravillado ante esta forma sencilla de relatar la clemencia divina. Jesús pasa
y se da cuenta en seguida del dolor”[1]. En efecto,
así es la lógica de Jesús: nunca permanece indiferente ante las necesidades de
las personas con las que se encuentra.
Las
acciones de Cristo para devolver la vista a este hombre ciego están cargadas de
simbolismo. Primero mezcla la tierra con saliva y le unta ese lodo en los ojos.
Este gesto recuerda el pasaje del libro del Génesis donde se narra la creación
del hombre como una figura de barro a la que el soplo de Dios infunde la vida
(Gn 2,7). Jesús, al curar a ese hombre, está llevando a cabo una nueva
creación. Este hombre, ciego de nacimiento, va a nacer de nuevo, va a comenzar
una nueva vida en cuanto pueda ver.
Luego
Jesús le dice que vaya a lavarse en la piscina de Siloé, y ese hombre va, se
lava, y recupera la vista. El agua de esa alberca que limpia sus ojos es
símbolo del agua bautismal, que nos hace capaces de ver con la luz de la fe. El
evangelista hace notar, para los lectores que no sepan hebreo, que Siloé
significa “enviado”, pero sobre todo lo hace para señalar que Jesús es ese
Enviado de Dios que, cuando se acude a Él, especialmente al configurarse con su
muerte y resurrección en las aguas del bautismo, nos hace capaces de ver.
“Con
este milagro –enseña el Papa Francisco– Jesús se manifiesta y se manifiesta a
nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento nos representa a cada uno
de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado
somos como ciegos, necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz nueva:
la de la fe, que Jesús nos ha donado”[2].
La
curación realizada por Jesús suscita una encendida discusión, porque Jesús la
realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Frente a
la luz que se enciende en el ciego, los doctores de la ley, con una cerrazón
agresiva, encerrados en su presunción e incapaces de abrirse a la verdad, se van
hundiendo cada vez más en las tinieblas, empeñados en negar toda evidencia:
dudan que aquel hombre fuera realmente ciego de nacimiento y se resisten a
admitir la acción de Dios. Es el drama de la ceguera interior que puede afectar
a muchas personas, también a cada uno de nosotros, cuando nos aferramos a
nuestras propias opiniones o modos de actuar, sin una apertura sincera a la
verdad, que puede ser exigente y reclamar cambios de rumbo en nuestra vida.
En
paralelo, el ciego va recorriendo un camino de crecimiento en la fe. Al
principio no sabía nada de Jesús. Luego, asombrado ante la recuperación de la
vista, dirá en un primer momento ante quienes le preguntan que “es un profeta”
(v. 17). Más tarde, ante la insistencia en interrogarle explica con sencillez que
si Jesús ha sido escuchado por Dios es porque “honra a Dios y hace su voluntad”
(v. 31). Finalmente, cuando Jesús le abre los ojos de la fe diciéndole que el
Hijo del Hombre es el que está hablando con él (v. 37), el ciego exclamó “Creo,
Señor. – Y se postró ante él” (v. 38).
Esta
escena del Evangelio que hoy meditamos nos invita a considerar cuál es nuestra
actitud: la de los doctores que, orgullosos, juzgan a los demás, o la de aquel
ciego que, consciente de sus necesidades y limitaciones, va secundando lo que
Jesús le pide, para abrirse a su gracia y a la luz de la fe.
[1] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 67.
[2] Papa
Francisco, Ángelus 26 marzo 2017.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2023-03-19/
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