Marta de la Vega 17 de abril de 2023
Por
razones no solo políticas sino éticas, los ciudadanos conscientes,
participativos y proactivos en el ejercicio de principios democráticos y
virtudes cívicas, estamos forzados a repudiar todo tipo de autocracia, sean
regímenes dictatoriales, sean regímenes de gobierno con vocación hegemónica o
totalitaria. Edificar gobiernos civiles que superen los personalismos y el militarismo
persistente y funesto para la república. Si queremos rescatar una democracia
verdadera, exigente y madura, sin efectismos ni demagogia, tenemos que
construir en forma predominante, en lugar de una actitud laxa y complaciente
con conductas transgresoras, una mentalidad apegada al cumplimiento de las
reglas, normas y leyes, que conduzca a la restauración plena del Estado de
derecho y al fortalecimiento de las instituciones públicas. Si queremos un
futuro viable, la ética no puede seguir más disociada de la política.
El pensador escocés del siglo XVIII David Hume aporta aspectos claves para el fortalecimiento de las democracias hoy. Sus Ensayos políticos mantienen una poderosa vigencia. Como Aristóteles, para Hume el ser humano nace en sociedad y es intrínsecamente un ser social. Por razones de utilidad e interés público, son indispensables gobierno, leyes e instituciones que la sociedad construye como productos de convenios humanos, para asegurar pacíficamente la convivencia equilibrada de unos y otros e impedir la arbitrariedad en el ejercicio del poder o el abuso de fuertes contra débiles.
En su
texto De la libertad civil (1742), establece principios claves
desde su visión filosófica liberal: entre ciudadanos libres e iguales, debe
haber Estado de derecho, es decir, el imperio de la ley por encima de los
caprichos personales de un soberano: «Que gobiernen las leyes, no los hombres».
Se requiere «una hábil división del poder», a saber, independencia de poderes.
Para que no haya despilfarro, endeudamiento excesivo ni déficit fiscal es
indispensable «el manejo frugal del dinero público». Y lo más importante,
libertades civiles: «La libertad es la perfección de la sociedad civil».
Su
crítica al absolutismo monárquico de su tiempo enfatiza los inconvenientes de
este. Afirma la necesidad de barreras que pongan límites a los abusos o
desafueros que pretendan gobernantes hacia gobernados o estos, unos sobre
otros. Se requieren marco constitucional, ordenamiento jurídico que regule la
coexistencia social a fin de asegurar la legalidad, eficacia en los
dispositivos de verificación, controles y contrapesos, así como que estén bien
definidas las características y funciones de los poderes públicos en su
ejercicio.
Sin la
efectiva vigencia de la Constitución, no es posible un gobierno republicano y
libre, el que para Hume es el más conveniente sistema de gobierno y, por
deducción, el mejor. Para que solo así, «incluso las malas personas —agregaba
Hume—, actuasen en pro del bien común». Tal forma de gobierno, para que cumpla
a cabalidad su función, no va a resultar ni de la improvisación ni del capricho
de los gobernantes, sino que exige conocimiento y habilidad, además de
honradez: «Tal es la intención de estas formas de gobierno y tal es su real
efecto allí donde están sabiamente constituidas». Si no, los gobiernos van a
desembocar en la anarquía y la anomia, «fuente de todo desorden, y de los más
negros crímenes, allí donde han faltado la habilidad o la honradez en su marco
e institución originales».
En su
época, superar el absolutismo significaba adoptar una forma moderna o
«civilizada» de gobierno, una monarquía constitucional: «Cabe afirmar ahora,
respecto a las monarquías civilizadas, lo que anteriormente solo se decía en
relación con las repúblicas: que son un gobierno de leyes, no de
hombres. Tales gobiernos «populares», o «Estados libres» como los llama
Hume, se convierten en una fuente de degeneración cuando no cuentan con quienes
los representen.
Electos
por voto popular, dichos gobernantes no pueden mantener vitaliciamente o
indefinidamente el poder: «Es una necesaria precaución, en un Estado libre,
cambiar con frecuencia a los gobernadores». Se evitan así impunidad y rapiña.
Cuando,
en cambio, se pretende implantar únicamente un poder popular, al aludir a la
constitución de la república romana, «que daba al pueblo todo el poder
legislativo, sin permitir una voz negativa a la nobleza ni a los cónsules»,
Hume va a desenmascarar cómo, este poder ilimitado que tenía el pueblo
colectivamente, sin cuerpo representativo que canalizara sus demandas,
forzosamente desembocaba en lo que hoy llamaríamos el populismo y demagogia de
los gobiernos, porque los aspirantes a ocupar posiciones públicas necesitaban
complacer a las multitudes, aunque fueran las más despreciables, por ser las
más numerosas, ya que ganaban casi todas las votaciones.
Por
consiguiente, según Hume: «Eran mantenidas en la holganza mediante la
distribución general de grano y los sobornos especiales que recibían de casi
todos los candidatos». Se instituían así el clientelismo y el amiguismo, el
asistencialismo interesado para obtener votos como parte de la estructura del
Estado. De este modo, «se tornaban más licenciosas cada día, y el Campo de
Marte era el permanente escenario de tumultos y sedición: esclavos armados se
mezclaban entre estos ciudadanos corruptos, el gobierno caía en la anarquía…».
En tales condiciones, «la mayor felicidad que cabía esperar a los romanos, era
el poder despótico de los césares».
Terminaba
por sucumbir «la democracia sin representación» y el despotismo se convertía en
el único instrumento contra el caos. Por consiguiente, para Hume, la concepción
republicana o de un Estado libre o popular, requiere forzosamente una
democracia representativa. De lo contrario, al imponerse la demagogia, se
desemboca siempre en regímenes despóticos, autoritarios o tiránicos.
Una
buena lección para el país que queremos construir a partir de la ruinosa
desolación y el saqueo continuado a los que una cleptocracia kakistocrática,
formada de los peores, ha llevado hoy a Venezuela.
Marta
de la Vega
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