POR Tomás Straka
El 6 de mayo de 1873, hace ciento cincuenta años, José Antonio Páez falleció en Nueva York. Aunque la efeméride pareciera propicia para que Venezuela se volcara a conmemorar a una de sus figuras fundamentales, el sesquicentenario ha pasado en silencio. Es cierto que las urgencias de la hora impiden pensar en algo distinto al día a día, pero también es notable que el silencio institucional responde a algo más complejo, que incluso va más allá de la proclamada aversión de Hugo Chávez al personaje, hasta calificarlo como “el más grande de los traidores, el más grande de los corruptos de la historia venezolana” (1) –véase bien: el más grande de los corruptos y traidores en toda, sí, ¡toda!, la historia venezolana; y además dicho así, sin pestañar–. Para alguien capaz de semejante récord, el silencio hasta resulta un castigo piadoso. Pero el punto es que en esto, como en casi todo, Chávez no hizo más que subir varios decibeles de lo que ya estaba allí. ¿Por qué a tantos venezolanos les pareció verosímil la afirmación del Comandante? Inicialmente por ignorancia: muchos no tenían nada que responder a cualquier cosa que dijera sobre la historia del país. Pero también porque la figura de Páez siempre ha sido difícil de aprehender y metabolizar, generando sentimientos encontrados que van del amor al odio. Es algo en lo que vale la pena detenerse en este aniversario de su muerte, porque revela más cosas de nosotros de lo que podemos pensar en un primer momento.
Las vueltas de la memoria
Hay, antes que nada, una primera capa de esos sentimientos encontrados, directamente asociada al culto a Bolívar y a sus orígenes político-partidistas en la década de 1840. Esta capa afirma: el pecado de Páez es que no sólo se atrevió a rivalizar a Simón Bolívar, sino que, para colmo, tuvo la desvergüenza de ganarle la partida. Se trata de un expediente iniciado por el Partido Liberal en los tiempos en los que le hacía oposición al paecismo, en el poder de un modo u otro desde la década de 1820. Muy hábiles para la propaganda y para imponer categorías, bautizaron a este grupo como oligarquía, inicialmente en el sentido de que eran muy pocos, algo como una especie de clan enquistado en el gobierno. Pronto empezaron también a llamarlos conservadores, Partido Conservador, como ha pasado a la historia. Pero uno de los problemas del Partido Liberal es que la cabeza de aquellos conservadores era Páez, quien ya generaba ambivalencia, porque si muchos estaban hartos de ver su rostro y los de su grupo repetidos una y otra vez en los gobiernos desde el triunfo de Carabobo, su prestigio como militar seguía siendo enorme. No había nada que ni de lejos se le acercara entre los liberales, cuyo principal líder, aunque muy carismático, era un civil, demasiado joven como para haber peleado en la guerra y, encima, hijo de un realista y educado en España: Antonio Leocadio Guzmán. De modo que había que buscar un héroe en otra parte. No debió ser difícil identificarlo, pero sí tenía un problema: estaba en el Más Allá. Naturalmente, se trata de Simón Bolívar. Era tanto o más admirado que Páez y encima ofrecía la ventaja de poder ser presentado como una víctima de Páez. ¿Podía haber algo mejor que declararse su heredero para enfrentarse al Ciudadano Esclarecido, como el Congreso ya había titulado a Páez?
Así vemos cómo en Venezuela ocurría exactamente lo contrario que en Colombia y Bolívar pasó a ser una especie de precursor del Partido Liberal. Si para eso fue preciso forzar y deformar varias cosas de su propia historia (por ejemplo, que su semilla apareció en 1822 precisamente adversándolo, o al menos adversando al gobierno de Bogotá, o que algunas de sus banderas, como la federación y la democracia radical, siempre le disgustaron) a nadie pareció importarle. Pero esto fue solo el principio: la idea de “oligarquía” fue evolucionando del grupo de amigos de Páez que gobernaban desde 1821, a la elite de los nuevos ricos durante esas dos décadas (hay que admitir, no pocas veces a la sombra de Páez) y a lo que quedaba del viejo mantuanaje que logró reconducirse en la República. Socialmente los liberales no eran distintos, pero si algún partido en la historia ha logrado el sueño de ser la vanguardia de los pobres, ese ha sido el Liberal. De cara a ellos y a una ideología cada vez más radical, sobre todo a partir de la década de 1860 y del liderazgo de Antonio Guzmán Blanco, proclamaron que su objetivo era completar el programa de la independencia (lo que en esencia era cierto), es decir, de Bolívar (lo que ya era un poco más forzado, no porque el Libertador no quiso desmontar el orden colonial, sino porque su desmontaje lo pensó de otra manera). Según esta narrativa el principal obstáculo para acabar con la colonia era la oligarquía refractaria a cualquier cambio.
Retrato de Páez por Robert Ker Porter, 1828.
Cuando en 1846 se impidió que Antonio Leocadio Guzmán siguiera con su candidatura presidencial, señalaban, se comprobó que con los oligarcas la voluntad del pueblo jamás sería oída, por lo que era necesario hacer una revolución que simplemente los acabara, algo así como la Revolución Francesa con la nobleza. Y cuando en 1848 un Congreso dominado por oligarcas quiso destituir a José Tadeo Monagas por su acercamiento a los liberales, ya no quedaba más que hacer: el asalto del 24 de enero no fue más que una respuesta del pueblo a la oligarquía… la oligarquía incluso puede tener buenas ideas, pero no es legítima. Juan Crisóstomo Falcón lo resumió en su Proclama de Palmasola con una de las mejores frases democráticas que se han hecho: “la cuestión no es que las leyes que hagáis sean buenas o malas: la cuestión es que el derecho de hacerlas no es vuestro”. Hay que recordar que el último momento público de Páez fue durante la Guerra Federal, a la cabeza de una malhadada dictadura que ayudó a su desprestigio y al hecho de que, esta vez, fuera definitivamente derrotado por los liberales.
Pues bien, Páez, en medio de todo esto, era visto como el gran agente de la oligarquía. De hecho, lo suyo no se presentó como una traición individual a Bolívar en 1825, sino como la ejecución de la más amplia traición de la oligarquía a las ideas revolucionarias del Libertador. Es de todo lo dicho probablemente lo más reñido con los hechos (y no porque la elite se haya opuesto a Colombia, sino por las motivaciones reaccionarias que le atribuyen en esto), pero basta para dejar claro cuáles son las fuentes de las que bebió Hugo Chávez. Durante la larga hegemonía del Partido Liberal, desde 1864 hasta 1899, esta versión de la historia se hizo oficial, enseñándose en las escuelas y repitiéndose en los discursos y los periódicos. Por eso dos o tres generaciones después, criadas en este discurso, no hicieron más que trasvasarlo a sus nuevas ideas de izquierda, alineándolo con los manuales de marxismo de la III Internacional que bebían sin continencia. A partir de entonces, Bolívar empezó a ser un revolucionario sacrificado por la oligarquía, algo así como una especie de Espartaco o de los hermanos Gracos.
Como vemos, la memoria de Páez es, probablemente, la que más vueltas y manipulaciones ha sufrido, sólo superada por la de Bolívar. De hecho, su mala propaganda es parte integral del culto a Bolívar, por lo que pudo mantener su vigencia en la diatriba política, como vemos hoy, a los ciento cincuenta años de su muerte. Es una especie de gran anti-Bolívar, pero uno complicado, no simplemente un villano como la Historia Patria presentó a José Tomás Boves, José de La Riva-Agüero o Francisco de Paula Santander. Es uno mucho más complejo, porque no fue realista como Boves ni un peruano o un neogranadino, sino un héroe venezolano, sinceramente admirado hasta la actualidad. Si hubo alguna rivalidad entre el Libertador y Francisco de Miranda, la derrota del segundo, su salida definitiva de escena en 1812 y el hecho de que no se atravesó nunca en su camino lo salvó de polémicas. Pero Páez es uno de los indiscutibles Padres de la Patria, que triunfó prácticamente siempre en la batalla, que fue tan “alfarero de repúblicas” como Bolívar, con la diferencia que la suya se consolidó y se mantiene hasta hoy. Hasta Chávez tuvo que ceder ante él: “tributo a José Antonio Páez, el tributo guerrero como libertador de Venezuela, lo que ocurrió después es otra historia”. (2)
La solución de Chávez ya se había esbozado en el guzmancismo: hasta para el Partido Liberal era imposible eludir todo lo que Páez hizo por la independencia, de modo que optó por esta división del hombre en dos, un héroe hasta 1825 y un villano a partir de allí. Una vez más, es algo reñido con los hechos, pero le ha permitido al bolivarianismo y a los sentimientos encontrados que suscita el Esclarecido la posibilidad de admirarlo, aunque sea hasta cierto punto, sin sentir que se deja de ser bolivariano y así tener a los dos héroes y dormir sin remordimientos.
Tomado de:
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico