Francisco Fernández-Carvajal 04 de junio de 2023
@hablarcondios
— Jesucristo es la piedra angular sobre la
que se debe edificar la vida. Nuestra existencia está influida completamente
por la condición de discípulos de Cristo.
— La fe nos da luz para conocer la
verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.
— El cristiano tiene su propia escala de
valores frente al mundo.
I. En la parábola de los viñadores homicidas1 resume Jesús la historia de la salvación. Compara a Israel con una viña escogida, provista de su cerca, de un lagar y de una torre de vigilancia donde se coloca el guardián para protegerla de ladrones y alimañas. Dios no dejó de aplicar ningún cuidado a la viña de sus amores, a su pueblo, según había sido ya profetizado2. Los viñadores de la parábola son los dirigentes del pueblo de Israel, el dueño es Dios, y la viña es Israel, como Pueblo de Dios.
El
dueño envía una y otra vez a sus siervos para percibir sus frutos, y solo
recibieron malos tratos. Esta fue la misión de los profetas. Finalmente, envió
a su Hijo, al Amado, pensando que a Él sí lo respetarían. Aquí se
señala la diferencia entre Jesús, el Hijo, y los profetas, que eran siervos. La
parábola se refiere a la filiación trascendente y única, y expresa con claridad
la divinidad de Jesucristo. Los viñadores lo echaron fuera de la viña y
lo mataron; es una referencia explícita a la crucifixión, que tuvo
lugar fuera de los muros de Jerusalén3.
El Señor, que se menciona discretamente a Sí mismo en la parábola, debió de
hablar con gran pena, al ver cómo es rechazado por aquellos a quienes viene a
traer la salvación. No le quieren. Terminará Jesús diciendo estas palabras,
tomadas de un Salmo4: La
piedra que rechazaron los constructores, esta ha llegado a ser piedra angular.
Los
dirigentes de Israel comprendieron el sentido claramente mesiánico de la
parábola y que iba dirigida a ellos. Entonces intentaron prenderlo,
pero una vez más temieron al pueblo.
San
Pedro recordará las palabras de Jesús delante del Sanedrín, cuando ya se ha
cumplido la predicción contenida en la parábola: quede claro a todos
vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo
Nazareno, a quien vosotros crucificasteis... Él es la piedra que, rechazada por
vosotros los constructores, ha llegado a ser piedra angular5.
Jesucristo se constituye como la piedra clave del arco que sostiene y
fundamenta todo el edificio. Es la piedra esencial de la Iglesia, y de cada
hombre: sin ella el edificio se viene abajo.
La piedra
angular afecta a toda la construcción, a toda la vida: negocios,
intereses, amores, tiempo...; nada queda fuera de las exigencias de la fe en la
vida del cristiano. No somos discípulos de Cristo a determinadas horas (a la
hora de rezar, por ejemplo, o cuando asistimos a una ceremonia religiosa...), o
en determinados días... La profunda unidad de vida que reclama el ser cristiano
determina que, permaneciendo todo con su propia naturaleza, se vea afectado por
el hecho de ser discípulo de Jesús. Seguir a Cristo influye en el núcleo más
íntimo de nuestra personalidad. En quien está hondamente enamorado, este hecho
influye en todas las cosas y acontecimientos, por triviales que parezcan: al
dar un paseo por la calle, en el trabajo, en el modo de comportarse en las
relaciones sociales..., y no solo cuando está en presencia de la persona amada.
Ser cristianos es la característica más importante de nuestra existencia, y ha
de influir incomparablemente más en nuestra vida que el amor humano en la
persona más enamorada.
Jesucristo
es el centro al que hacen referencia nuestro ser y nuestra vida. «Supongamos a
un arquitecto –comenta Casiano– que deseara construir la bóveda de un ábside.
Debe trazar toda la circunferencia partiendo de un punto clave: el centro.
Guiándose por esta norma infalible, ha de calcular luego la exacta redondez y
el diseño de la estructura (...). Así es como un solo punto se convierte en la
clave fundamental de una construcción imponente»6.
De modo semejante, el Señor es el centro de referencia de nuestros
pensamientos, palabras y obras. Con relación a Él queremos construir nuestra
existencia.
II.
Cristo determina esencialmente el pensamiento y la vida de sus discípulos. Por
eso, sería una gran incoherencia dejar nuestra condición de cristianos a un
lado a la hora de enjuiciar una obra de arte o un programa político, en el
momento de realizar un negocio o de planear las vacaciones. Respetando la
propia autonomía, las propias leyes que cada materia tiene y la amplísima
libertad en todo lo opinable, el discípulo fiel de Jesús no se detiene en la
consideración de un solo aspecto –económico, artístico, cinematográfico...– y
no da por buenos unos proyectos o una obra sin más. Si en esos planes, en ese
acontecimiento o en esa obra no se guarda la debida subordinación a Dios, su
calificación definitiva no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sean
sus acertados valores parciales.
A la
hora de realizar un negocio o aceptar un determinado puesto de trabajo, un buen
cristiano no solo mira si le es rentable económicamente, sino también otras
facetas: si es lícito con arreglo a las normas de moralidad, si produce el bien
o el mal a otros, valora los beneficios que de él se derivan para la
sociedad... Si es moralmente ilícito, o al menos poco ejemplar, las demás
características –por ejemplo, la rentabilidad– no lo convierten en un buen
negocio. Una buena operación comercial –si no es moral– es un negocio pésimo e
irrealizable.
El
error se presenta frecuentemente vestido con nobles ropajes de arte, de
ciencia, de libertad... Pero la fuerza de la fe ha de ser mayor: es la poderosa
luz que nos hace ver que detrás de aquella apariencia de bien hay en realidad
un mal, que se manifiesta con la vestidura de una buena obra literaria, de una
falsa belleza... Cristo ha de ser la piedra angular de todo edificio.
Pidamos
al Señor su gracia, para vivir coherentemente nuestra vocación cristiana; así,
la fe no será nunca limitación –«no puedo hacer», «no puedo ir»...–: será luz
para conocer la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos, sin
olvidar que el demonio intentará aliarse con la ignorancia humana –que no sabe
ver la realidad total que se encierra en aquella obra o en aquella doctrina– y
con la soberbia y la concupiscencia que todos arrastramos. Cristo es el crisol
que pone a prueba el oro que hay en las cosas humanas; todo lo que no resiste a
la claridad de sus enseñanzas es mentira y engaño, aunque se vista con alguna
apariencia de bondad o de perfección.
Con el
criterio que da esta unidad de vida -ser y sentirnos en toda
ocasión fieles discípulos del Señor-, podremos recoger tantas cosas buenas que
han hecho y pensado los hombres que se han guiado por un criterio humano recto,
y ponerla a los pies de Cristo. Sin la luz de la fe nos quedaríamos en muchos
momentos con la escoria, que nos engañó porque tenía algún reflejo de bondad o
de belleza.
Para
tener un criterio formado, además de poner los medios, es preciso tener una
voluntad recta, que quiera llevar a cabo, ante todo, el querer de Dios. Así se
explica que personas sencillas, de escasa instrucción y quizá con pocas luces
naturales, pero de intensa vida cristiana, tengan un criterio muy recto, que
les hace juzgar atinadamente de los diversos acontecimientos; mientras que
otras personas, tal vez más cultivadas o incluso de gran capacidad intelectual,
en ocasiones dan pruebas de una lamentable ausencia de buen juicio y se
equivocan hasta en lo que es elemental.
La
unidad de vida, un vivir habitual cristiano, nos mueve a juzgar con certeza,
descubriendo los verdaderos valores humanos de las cosas. Así llevaremos a
Cristo, santificándolas, todas las realidades humanas nobles. Preguntémonos:
¿vivo en coherencia con la fe, con la vocación, en todas las situaciones? Al tomar
decisiones, importantes o de la vida diaria, ¿tengo en cuenta ante todo lo que
Dios espera de mí? Y concretemos en qué puntos nos pide el Señor un
comportamiento más decididamente cristiano.
III. El
cristiano –por haber fundamentado su vida en esa piedra angular que
es Cristo– tiene su propia personalidad, su modo de ver el mundo y los
acontecimientos, y una escala de valores bien distinta del hombre pagano, que
no vive la fe y tiene una concepción puramente terrena de las cosas. Una fe
débil y tibia, de poca influencia real en lo ordinario, «puede provocar en
algunos esa especie de complejo de inferioridad, que se manifiesta en un
inmoderado afán de “humanizar” el Cristianismo, de “popularizar” la Iglesia,
acomodándola a los juicios de valor vigentes en el mundo»7.
Por
eso, el cristiano, a la vez que está metido en medio de las tareas seculares,
necesita estar «metido en Dios», a través de la oración, de los sacramentos y
de la santificación de sus quehaceres. Se trata de ser discípulos fieles de
Jesús en medio del mundo, en la vida corriente de todos los días, con todos sus
afanes e incidencias. Así podremos llevar a cabo el consejo que San Pablo daba
a los primeros cristianos de Roma, cuando les alertaba contra los riesgos de un
conformismo acomodaticio con las costumbres paganas: no queráis
conformaros a este siglo8.
A veces, este inconformismo nos llevará a navegar contra corriente y arrostrar
el riesgo de la incomprensión de algunos. El cristiano no debe olvidar que
es levadura9,
metida dentro de la masa a la que hace fermentar.
Nuestro
Señor es la luz que ilumina y descubre la verdad de todas las realidades
creadas, es el faro que ofrece orientación a los navegantes de todos los mares.
«La Iglesia (...) cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la
historia humana se encuentra en su Señor y Maestro»10.
Jesús
de Nazaret sigue siendo la piedra angular en todo hombre. El
edificio construido a espaldas de Cristo está levantado en falso. Pensemos hoy,
al término de nuestra oración, si la fe que profesamos influye cada vez más en
la propia existencia: en la forma de contemplar al mundo y a los hombres, en
nuestra manera de comportarnos, en el afán, con obras, de que todos los hombres
conozcan de verdad a Cristo, sigan su doctrina y la amen.
1 Mc 12,
1-12. —
2 Is 5,
1-7. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, notas a Mc 12,
1-12 y Mt 21, 33-46. —
4 Sal 118,
22. —
5 Hech 4,
10-11. —
6 Casiano, Colaciones,
24. —
7 J.
Orlandis, ¿Qué es ser católico?, EUNSA, Pamplona 1977, p.
48. —
8 Rom 12,
2. —
9 Cfr. Mt 13,
33. —
10 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 10.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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