Francisco Fernández-Carvajal 15 de julio de 2023
@hablarcondios
— La semilla y el camino. La falta de
recogimiento interior impide la unión con Dios.
— El pedregal y los espinos. Necesidad del
sacrificio y del desprendimiento en la vida sobrenatural.
— Correspondencia a la gracia. Dar fruto.
I. San
Mateo nos dice en el Evangelio de la Misa1 que
Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que
hubo de subirse a una barca, mientras la multitud le escuchaba desde la orilla.
El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación, comenzó a enseñarles: Salió
un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra muy desigual.
En Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su semilla, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto solo por una delgada capa de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad, brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud por carecer de raíces profundas. El terreno donde cae la buena semilla es el mundo entero, cada hombre; nosotros somos también tierra para la simiente divina. Y aunque la siembra es realizada con todo amor –es Dios que se vuelca en el alma–, el fruto depende en buena parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.
Parte
cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Oyen la palabra
de Dios, pero viene luego el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. El
camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías,
abiertas por completo a lo externo, incapaces de recoger sus pensamientos y
guardar los sentidos, sin orden en sus afectos, poco vigilantes en los
sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos
inútiles; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas,
acostumbradas a vivir de espaldas al Señor. Son corazones duros, como esos
viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con
suma facilidad el diablo la arranca de sus almas. «Él no es perezoso, antes
bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar y
llevarse el don que vosotros no usáis»2.
Necesitamos
pedir al Señor fortaleza para no ser jamás como estos que «se parecen al camino
donde cayó la semilla: negligentes, tibios y desdeñosos»3.
Negligencia y tibieza que se manifiestan en la falta de contrición y de
arrepentimiento, y de una lucha decidida contra los pecados veniales. La
primera vez que el Sembrador arrojó su semilla en la tierra de nuestra alma fue
en el Bautismo. ¡Cuántas veces desde entonces nos ha dado su gracia abundante!
¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando, alentando, perdonando!
Ahora, en la intimidad de la oración, calladamente, podemos decirle: «¡Oh,
Jesús! Si, siendo ¡como he sido! –pobre de mí–, has hecho lo que has hecho...;
si yo correspondiera, ¿qué harías?
»Esta
verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.
»Llora,
y duélete con pena y con amor, porque el Señor y su Madre bendita merecen otro
comportamiento de tu parte»4.
II. Otra
parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó pronto por no ser
hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz.
Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura interior,
inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones, incluso
reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente a las
dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo los
propósitos que un día hicieron, y estos mueren sin dar fruto.
Hay
algunos, enseña Santa Teresa, que después de vencer a los primeros enemigos de
la vida interior «acabóseles el esfuerzo, faltóles ánimo», dejaron de luchar,
cuando solo estaban «a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a
la Samaritana que quien la bebiere no tendrá sed»5.
Hemos de pedir al Señor constancia en los propósitos, espíritu de sacrificio
para no detenernos ante las dificultades, que necesariamente hemos de
encontrar. Comenzar y recomenzar una y otra vez, con santa tozudez,
empeñándonos en llegar a la santidad a la que Jesús nos llama, y para la que
nos da las gracias necesarias. «El alma que ama a Dios de veras no deja por
pereza de hacer lo que puede para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y
después que ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha y piensa que no
ha hecho nada»6,
enseña San Juan de la Cruz.
Otra
parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Son los que
oyen la palabra de Dios, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción
de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril.
El
amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una
excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros
espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material,
envueltas en «una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se
puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero
también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades
sobrenaturales»7;
están como ciegos para lo que verdaderamente importa.
Dejar
que el corazón se aficione al dinero, a las influencias, al aplauso, a la
última comodidad que pregona la publicidad, a los caprichos, a la abundancia de
cosas innecesarias, es un grave obstáculo para que el amor de Dios arraigue en
el corazón. Es difícil que quien está poseído por esta afición a tener más, a
buscar siempre lo más cómodo, no caiga en otros pecados. «Por eso –comenta San
Juan de la Cruz– el Señor los llamó en el Evangelio espinas, para dar a
entender que el que los manoseare con la voluntad, quedará herido de algún
pecado»8.
Enseña
San Pablo que quien pone su corazón en los bienes terrenos como si fueran
bienes absolutos comete una especie de idolatría9.
Este desorden del alma lleva con frecuencia a la falta de mortificación, a la
sensualidad, a apartar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumplen
siempre aquellas palabras del Señor: donde está vuestro tesoro, allí
estará vuestro corazón10.
En este mal terreno quedará indudablemente sofocada la semilla de la gracia.
III. Lo
sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y
produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.
Dios
espera de nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos;
más y mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con
Dios. «Lo único que nos importa –comenta San Juan Crisóstomo– es no ser camino,
ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde
el enemigo se lleve, como el pájaro, la semilla pisada por los transeúntes; ni
peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el
sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida»11.
Todos
los hombres pueden convertirse en terreno preparado para recibir la gracia,
cualquiera que haya sido su vida pasada: el Señor se vuelca en el alma en la
medida en que encuentra acogida. Dios nos da tantas gracias porque tiene
confianza en cada uno; no existen terrenos demasiado duros o baldíos para Él,
si se está dispuesto a cambiar y a corresponder: cualquier alma se puede
convertir en un vergel, aunque antes haya sido desierto, porque la gracia de
Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto labrador.
Supuesta la gracia, el fruto solo depende del hombre, que es libre de
corresponder o no. «La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes
las mismas; y sin embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra
treinta? Aquí la diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la
tierra es buena, hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no
tienen la culpa el labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no
es por causa de la naturaleza, sino de la disposición de la voluntad»12.
Examinemos
hoy en la oración si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos
está dando, si aplicamos el examen particular a esas malas
raíces del alma que impiden el crecimiento de la buena semilla, si limpiamos
las hierbas dañinas mediante la Confesión frecuente, si fomentamos los actos de
contrición, que tan bien preparan el alma para recibir las inspiraciones de
Dios. «No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro servicio a Dios,
como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la estatua que sale de
sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él piensa: no, no es esto; yo
querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.
»Además,
el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra más plena correspondencia..., y
hay que ir a su paso»13.
No nos quedemos atrás.
1 Mt 13,
1-23. —
2 Card.
J. H. Newman, Sermón para el Domingo de Sexagésima: Llamadas de
la gracia. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 44, 3. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 388. —
5 Santa
Teresa, Camino de perfección, 19, 2. —
6 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 6. —
8 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo 3, 18, 1
—
9 Cfr. Col 3,
5. —
10 Lc 12,
34. —
11 San
Agustín, Sermón 101, 3. —
12 San
Juan Crisóstomo, loc. cit. —
13 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 385.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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