Humberto García Larralde 15 de agosto de 2023
La palabra “expoliación” viene de la acción de expoliar. Según la RAE, expoliar es, “despojar algo o a alguien con violencia o con iniquidad”. Es lo que han hecho, históricamente, los ejércitos de ocupación. Una vez derrotadas las fuerzas que se le resistían, solían tomar los activos y/o riquezas del territorio conquistado como premio o botín que compensaría, a nivel individual y corporativo, el haber arriesgado sus vidas. Si bien las “reglas de juego” que se fueron acordando en torno a la guerra intentaron ponerle coto al ejercicio desenfrenado de tales prácticas, han seguido ocurriendo. Para muestra, las atrocidades cometidas por el ejército invasor ruso en Ucrania y las que traen los cables noticiosos de numerosos conflictos locales en África y en otros sitios. Las acciones de expoliación, acompañadas muchas veces por crímenes aún mayores –violaciones, masacres civiles, destrucción de hospitales, escuelas y viviendas—manifiestan un absoluto desprecio por los habitantes del territorio ocupado. Bajo una dominación impuesta por la violencia, son pocos los derechos que pueden ser exigidos y menos los que serán respetados.
La
introducción anterior viene a caso porque hemos venido insistiendo a través de
los años, que la tan envanecida –en boca de sus principales
beneficiarios–“revolución bolivariana” ha devenido, en realidad, en un régimen
de expoliación. Las razones que lo explican son bastante evidentes: 1) el
desmantelamiento del tejido institucional de derechos individuales y civiles,
de la independencia, equilibrio y control mutuo entre poderes, y de la
obligación de rendir cuentas de la gestión pública; y 2) el acoso y la
relativización de garantías a las actividades económicas del sector privado,
“legitimados” por una prédica construida con base en los clichés de la
mitología comunista. La racionalidad de un mercado en competencia como
determinante impersonal de la asignación de recursos y como criterio de
decisión de medidas que generan un mayor producto social, fue sustituida por la
lealtad hacia el líder indiscutido y su funcionalidad para con la consolidación
del poder político “revolucionario”. La consigna de que la “verdad es siempre
revolucionaria”, recordada por algunos, se transformaba ahora en, “lo
revolucionario” –es decir, lo que dictamina el líder—“es siempre verdad”. Dio
lugar a una creciente discrecionalidad en la gestión de los asuntos de Estado,
que se plasmó en una estructura de incentivos que premiaba los apoyos al
“proceso” y castigaba a quienes se oponían. El notorio incremento en el
patrimonio de muchos dirigentes y su dispendioso tren de vida –camionetas,
guardaespaldas, lujosos eventos sociales, compras de marca— eran una
retribución merecida a sus esfuerzos por abrirle un futuro promisorio a los
venezolanos. Los papeles se habían invertido; de eso trata una revolución, ¿no?
Ahora los ricos y poderosos son ellos.
En sus
comienzos, la expoliación tendía a concentrarse en torno al usufructo de la
significativa renta petrolera captada por el Estado en los mercados
internacionales de exportación a lo largo de la primera década de siglo, al
mantenerse elevados los precios del crudo. Empresas de maletín, acceso a
dólares baratos, contrataciones ficticias y apropiaciones diversas fueron
dibujando una nueva oligarquía, amparada en los vientos políticos favorables
que deparaba la “generosidad” con que Hugo Chávez repartía esas rentas. A ello
habría que añadir los numerosos regalos a los “amigos” internacionales de la
“revolución”, anillo de seguridad externo de creciente importancia.
La
prédica socialista pronto convirtió también en cotos de caza a empresas y
activos codiciados del sector privado. El uso desembozado de la fuerza se hacía
ahora de forma abierta. Y, en la medida en que se profundizaba la crisis
económica bajo la deplorable gestión de Nicolás Maduro, los detentores de los
medios de violencia del Estado –junto a bandas armadas asociadas—adquirieron
cada vez más protagonismo en la “reasignación revolucionaria” de recursos:
confiscación de mercancías en alcabalas y puertos, extorsiones, primas de
protección, cuando no asaltos directos.
Con
tales prácticas, fueron asumiendo el rol de un ejército de ocupación,
posicionado para expoliar las riquezas de la nación. Chávez les dio
beligerancia, insuflando el ego de aquellos militares que lo seguían con la
fábula de que eran herederos del Ejército Libertador. Y sus discursos
patrioteros encontraron terreno abonado en las narrativas históricas de los
siglos XIX y XX que proyectaban la construcción de patria, no como un proceso
civil, sino de batallas. Nuestra precariedad institucional, hasta bien entrada
la era petrolera, hacía de los militares ciudadanos de primera, tutores
obligados para la preservación del orden de una sociedad débilmente
estructurada. Chávez completó su encantamiento denunciando a poderosos
enemigos, externos (el imperio) e internos (las cúpulas podridas de AD y
Copei), que amenazaban los intereses nacionales y ponían en peligro los
“logros” de su “revolución”. La FAN –ahora chavista, luego de sucesivas purgas
y con la “B” de bolivariana añadida—se transformaba en tropa de choque contra
tales amenazas. Su revolución era armada, no en términos retóricos, sino con la
realidad de fusiles, tanques, aviones y demás armamentos.
Maduro,
sin la ascendencia política de Chávez ni los dispendiosos ingresos petroleros
con que contó aquel para promover su socialismo de reparto, se vio obligado a
depender mucho más de los militares para sostenerse en el poder. Los corrompió
deliberadamente, entregándoles la gestión o la custodia de áreas extensas de la
economía, en un contexto carente de la transparencia, rendición de cuentas y
del equilibrio de poderes, medios de comunicación libres, libertad de protesta
y demás instituciones que resguardasen el uso correcto de los dineros de la
nación. En la medida en que se acentuaba la ruina del país y los sueldos de los
empleados públicos se hundían en la miseria, más importaban la fuerza, los
contactos, privilegios y demás eslabones de la red de complicidades entre los
jerarcas como medio para usufructuar las mieles del poder. Y ello no podía sino
aumentar la pretensión, aupada en el discurso “revolucionario”, de que ellos
son los auténticos dueños del país.
Una de
las expresiones más deplorables de este estado de cosas la evidenciamos
recientemente en el discurso del comandante de la Guardia Nacional, general
Elio Estrada Paredes, en ocasión del aniversario de este componente de la FAN.
Creyéndose dueño del circo, acusó a los opositores de levantar “falsos
candidatos presidenciales” (por inhabilitados) y de desconocer a quienes
designarán en el CNE, “imponiendo la normalización de la violencia para
desestabilizar el país”, con fondos “de posible origen ilícito” y “vinculaciones
con la delincuencia organizada”. El colmo, viniendo de uno de los soportes
fundamentales del régimen expoliador chavista, fue su señalamiento del “robo”
de activos externos que, hasta ahora y gracias a quienes realmente defienden
los intereses de la nación, han podido mantenerse a resguardo de sus prácticas
depredadoras. Y este discurso gorila ¡fue felicitado por el Gral. Padrino
López! Más allá, se hace eco de estas barbaridades el gobernador del estado
Trujillo, capitán Gerardo Márquez, amenazando públicamente con sacar “a
coñazos” a la candidata opositora María Corina Machado. Según el
periódico La Razón, es dueño de empresas de servicios y
constructoras que contratan con la gobernación de ese estado.
Estos
trogloditas se han erigido en ejército de ocupación, en guerra contra los
derechos y libertades constitucionales del pueblo democrático. Y justifican su
apropiación excluyente del país (lo que queda de él), negándoles a quienes no
son chavo-maduristas su condición venezolana. Habiendo traicionado, así, a la
patria, al reprimir y condenar a la mayoría de sus compatriotas al peor
descalabro conocido de sus condiciones de vida en la era petrolera se
autoinvisten, conforme a su imaginario fascista, ¡en sus defensores! Quienes
protestan, son terroristas y conspiradores. Por tanto, con la complicidad de
tribunales inmorales, se les condena a largas penas, como fue el caso de los
seis sindicalistas hace dos semanas. Igual siguen presos Roland Carreño, Javier
Tarazona, Roberto Franco y muchos otros injustamente retenidos.
No
habrá salida mientras la oposición democrática no construya una fuerza capaz de
neutralizar las pretensiones de este ejército de ocupación y acabar con su
expoliación de los venezolanos.
Humberto
García Larralde
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