Opus Dei 20 de agosto de 2023
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Comentario del viernes de la 20.ª semana
del Tiempo ordinario. “¡Señor, ayúdame!”. La perseverancia en el amor mueve la
fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor.
Evangelio
(Mt 15,21-28)
Después
que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una
mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—
¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija está poseída cruelmente por el
demonio.
Pero
él no le respondió palabra. Entonces, se le acercaron sus discípulos para
rogarle:
—
Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros.
Él
respondió:
— No
he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella,
no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—
¡Señor, ayúdame!
Él le
respondió:
— No
está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero
ella dijo:
— Es
verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la
mesa de sus amos.
Entonces
Jesús le respondió:
—
¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su
hija quedó sana en aquel instante.
Comentario
La
actividad de Jesús era muy intensa, y ocasionalmente se retiraba con sus discípulos
a lugares donde encontrar más sosiego para el descanso y más tiempo para
formarlos. En esta ocasión, sale fuera de los confines de Galilea, a la región
de Tiro y Sidón, una zona que no estaba poblada por judíos sino por gentes
cananeas de cultura helenística.
Pero
la fama de Jesús había llegado hasta allí, y una mujer sale a su encuentro para
pedirle que ayude a su hija: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija
está poseída cruelmente por el demonio” (v. 22). Ella, que no pertenecía al
pueblo elegido, lo reconoce como el Hijo de David, el Mesías largamente
esperado, y con gran confianza le pide que ayude a su hija.
Observa
san Agustín que esta mujer cananea “nos ofrece un ejemplo de humildad y un
camino de piedad”[1].
Jesús, al principio, parece que no le hace caso, pero ella “clamaba al Señor,
que no escuchaba, pero que planeaba en silencio lo que iba a ejecutar”[2]. Cuando ella
insiste, el Maestro le responde que ha venido a buscar las ovejas perdidas de
la casa de Israel. Jesús vino a salvar a todos, como lo señaló claramente en
otra ocasión ante sus discípulos: “Tengo otras ovejas que no son de este redil,
a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo
rebaño, con un solo pastor” (Jn 10,16), pero su misión redentora debía comenzar
por su propio pueblo, los judíos.
La
mujer cananea no se da por vencida y continúa importunándolo. En aquel tiempo,
los judíos llamaban despectivamente “perros” a los paganos, ya que el perro era
un animal impuro. Por eso las palabras con las que Jesús le responde suenan muy
duras: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos” (v.
26). Pero la mujer, no se enfada ni se manifiesta dolida por el tono de la
respuesta. “Reiteró su petición y, ante lo que parecía un insulto, demostró su
humildad y alcanzó misericordia”[3].
El
papa Francisco observa que “el aparente distanciamiento de Jesús no desanima a
esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que
permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la
confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Y esto me hace pensar en
la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas
grandes. ¡Hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor lo que mueve la
fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor
conmovedor por la propia hija la induce a gritar: ‘¡Ten piedad de mí, Señor,
hijo de David!’. Y la fe perseverante en Jesús le permite no desanimarse ni
siquiera ante su inicial rechazo”[4].
La
perseverancia de esta mujer inasequible al desánimo es toda una lección de fe
viva y operativa. Nos enseña a no desanimarnos ante las dificultades de la vida
y a perseverar en la oración, aunque parezca que Dios no nos hace caso. A veces
“imaginamos –dice san Josemaría- que el Señor, además, no nos escucha, que
andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuestra voz. Como sin apoyo
sobre la tierra y abandonados del cielo, nos encontramos (…) Con la tozudez de
la cananea, nos postramos rendidamente como ella, que le adoró, implorando:
‘Señor, socórreme’. Desaparecerá la oscuridad, superada por la luz del Amor
(…). Nuestro Señor quiere que contemos con Él, para todo: vemos con evidencia
que sin Él nada podemos, y que con Él podemos todas las cosas”[5].
[1] San
Agustín, Sermón 77: La fe de la cananea, n. 1.
[2] San
Agustín, Idem, n. 1.
[3] San
Agustín, Idem, n. 10.
[4] Papa
Francisco, Ángelus 20 de agosto de 2017.
[5] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 304.
Photo
Diana Simumpande on Unsplash
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/
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