Francisco Fernández-Carvajal 02 de septiembre de 2023
@hablarcondios
— Sin sacrificio no hay amor. Necesidad de
la Cruz y de la mortificación.
— El paganismo contemporáneo y la búsqueda
del bienestar material a cualquier coste. El miedo a todo lo que pueda causar
sufrimiento.
— ¿De qué sirve al hombre ganar el
mundo entero si pierde su alma?
I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos2. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.
Los
Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen
temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso
a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso.
Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de
la Cruz, sin comprender todavía que esta es un gran bien para la humanidad y la
suprema muestra de amor de Dios por nosotros. «Pedro razonaba humanamente
–comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo aquello –la Pasión y la
Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable»3.
Pedro
mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a
entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante
la Cruz y que «no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria»4.
El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con
el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo
para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En
Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace
llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la
mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará
siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San
Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan
como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les dice- será
su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que
tienen el corazón puesto en las cosas terrenas5.
Pensando
solo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el
sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien.
Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces
vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen
mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir;
aspiramos todos a la felicidad.
El
miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente
arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es
rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con
dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos
asiduamente, de acostumbrarnos a ella6.
La fe,
sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no
hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino
de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el
«libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos
actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros»7.
Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su
amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio,
sin Cruz, no lo encontrará.
II. ...pues
no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá
Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso
junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de
Jesús8.
Los
cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está
nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente
fecunda sin sufrimiento? «¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber
sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente
por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el
peligro de una ascensión?»9.
Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz:
aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo
generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos
hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma
sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que
la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los
ojos de otros10.
Hoy
encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las
de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes
materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real
y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer
invadirlo y penetrarlo todo. «Este paganismo contemporáneo se caracteriza por
la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente
olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar
sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz,
mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de
personas, que desconocen su significado y su sentido»11.
La
ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida,
impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones
económicamente más desarrolladas, pero es también «el estilo de vida de grupos
cada vez más numerosos de países más pobres»12.
Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las
personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una
vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria
para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos
dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Dios
cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la
enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede
unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo
aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo «por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte»13.
Solo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos
acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría,
descubriendo en él la amable voluntad del Señor: «esta ha sido la gran
revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un
mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella,
conquistamos la eternidad»14.
III. A
través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la
palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es
caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent15,
igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Solo el alma que lucha por
mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue
el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando
vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí
en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el
pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio
de su alma?16.
«¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de
la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se
hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si
después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?»17.
El
mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera
el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar,
consiste propiamente en las obras exteriores –en las realizaciones de la
técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre mismo, en su vivir
humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales,
de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre
al servicio de la dignidad de la persona.
Solo
con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar
verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios
es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará
efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario –dar hijos a
Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y generosa entrega.
Solo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el arte –por ejemplo–
serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Solo
así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos
serán fiel reflejo de la ley divina. Solo así superará el hombre sus temores, y
en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención
con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el
sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.
1 Mt 16,
21-27. —
2 Mt 16,
17. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 54, 4. —
4 San
Agustín, Tratado sobre la Trinidad, 12, 1-5. —
5 Flp 3,
17-19. —
6 Cfr. R.
Mª de Balbín, Sacrificio y alegría, p. 30. —
7 Juan
Pablo II, Alocución I-IV-1980. —
8 Cfr. Hech 5,
41. —
9 J.
Leclerq, Treinta meditaciones sobre la vida cristiana,
Desclée de Brouwer, 2ª ed., Bilbao 1958, pp. 217-218. —
10 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
11 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 4. —
12 Juan
Pablo II, Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York,
2-X-1979, 6. —
13 Conc. Vat.
II, Const. Gaudium et spes, 22. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 887. —
15 Heb 1,
11. —
16 Mt 16,
26. —
17 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 200.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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