Julie Turkewitz 15 de septiembre de 2023
@julieturkewitz
El gobierno de EE. UU. prometió detener el
“movimiento ilícito” de personas en la selva. Pero el número de migrantes que
la atraviesan no había sido tan alto como ahora, y las ganancias son muy
grandes como para ignorarlas.
A cada
paso en la selva hay oportunidad de hacer dinero.
El
trayecto en lancha para llegar al bosque tropical: 40 dólares. Un guía que te
lleva por la ruta peligrosa cuando empiezas a caminar: 170 dólares. Alguien que
carga tu mochila en las lomas lodosas: 100 dólares. Un plato de pollo con arroz
tras un día de escalar laboriosamente: 10 dólares. Paquetes especiales con todo
incluido para que el esfuerzo riesgoso sea más rápido y soportable (con
tiendas, botas y otros básicos): 500 dólares, o más.
Ahora,
cientos de miles de migrantes atraviesan a raudales un delgado tajo de la selva
conocido como el Tapón del Darién, la única ruta terrestre a Estados Unidos
desde América del Sur. Es un movimiento de proporciones históricas que el
gobierno de Joe Biden y el gobierno de Colombia han prometido detener.
Pero aquí, en el borde del continente, las ganancias simplemente son demasiado grandes como para ignorarlas y los emprendedores que persiguen la bonanza migrante no son contrabandistas clandestinos que se esconden de las autoridades.
Son
políticos, empresarios destacados y líderes electos, que diariamente y a plena
luz del día envían a miles de personas migrantes hacia Estados Unidos y a
cambio cobran millones de dólares mensuales por ese privilegio.
“Hemos
organizado todo. Los lancheros, los guías, los cargabolsos”, dijo Darwin
García, miembro electo de una junta de acción comunal y exconcejal de Acandí,
un municipio colombiano en donde empieza la selva.
A un
pueblo pobre como el suyo, dijo, la gran cantidad de migrantes dispuestos a arriesgarlo
todo con tal de llegar a Estados Unidos, es “lo mejor que le puede pasar ahora
mismo”.
El
hermano menor de García, Luis Fernando Martínez, líder de una asociación local
de turismo, es en la actualidad uno de los principales candidatos a la alcaldía
de Acandí y defiende el negocio de la migración como la única industria
rentable en un lugar que, “anteriormente”, dijo, “no tenía una vocación
económica definida”.
El
Tapón del Darién se ha transformado con rapidez en una de las crisis políticas
y humanitarias más urgentes del hemisferio occidental. Lo que hace unos años
era un flujo a cuentagotas ahora se ha convertido en un torrente: más de
360.000 personas ya cruzaron la selva en 2023, según el gobierno de Panamá,
superando el récord casi inimaginable de 250.000 del año pasado.
En
respuesta, Estados Unidos, Colombia y Panamá firmaron un acuerdo en abril para “poner fin
al movimiento ilícito de personas” por el Tapón del Darién, una práctica que
“conduce a la muerte y a la explotación de personas vulnerables con ganancias
significativas”.
Hoy en
día, dichas ganancias son más grandes que nunca: solo este año, los líderes
locales han recaudado de los migrantes decenas de millones de dólares en una
enorme operación de movimiento humano, que, según los expertos internacionales,
es más sofisticada que cualquiera que hayan visto.
“Hay
una economía bonita”, dijo Fredy Marín, quien fuera concejal en la
municipalidad vecina de Necoclí y que maneja una empresa de lanchas que
transporta migrantes en su trayecto a Estados Unidos. Dice que mensualmente
traslada a miles de personas y que cobra 40 dólares por persona.
Marín
es actualmente candidato a la alcaldía de Necoclí y ha prometido preservar la
boyante industria de la migración.
“Lo
que primero era una problemática”, dijo refiriéndose a las numerosas personas
migrantes que empezaron a llegar en los últimos años, “se ha convertido en una
oportunidad”.
En
meses recientes, diplomáticos estadounidenses han visitado las ciudades
cercanas al Tapón del Darién, recorriendo las calles polvorientas y estrechando
las manos de Marín, García y otros que lideran el negocio migratorio.
Funcionarios de la Casa Blanca dicen que consideran que el gobierno colombiano
está cumpliendo con su compromiso de combatir la migración ilícita.
Pero
en el terreno lo que sucede es lo contrario. Durante meses, The New York Times
ha estado en el Tapón del Darién y en algunos municipios circunvecinos, y ha
atestiguado que el gobierno nacional tiene aquí, en el mejor de los casos, una
presencia marginal.
Cuando
se llega a ver a las autoridades nacionales, a menudo están haciendo pasar a
los migrantes o, en el caso de la policía nacional, chocando puños con los
hombres que venden costosos paquetes de viaje para atravesar la selva.
El
coronel William Zubieta, el principal funcionario policial de la región, dijo
que su trabajo no era detener el paso de migrantes. Más bien, argumentó que el
control correspondía a las autoridades migratorias del país.
“Desafortunadamente
no lo tienen”, dijo.
Gustavo
Petro, el presidente de Colombia, reconoció en una entrevista que el gobierno
nacional tenía poco control de la región. Petro añadió, sin embargo, que de
todas formas su meta no era detener la migración por el Darién, a pesar del
acuerdo suscrito por su gobierno con Estados Unidos.
Después
de todo, argumentó, las causas de esta migración eran “producto de medidas
contra pueblos latinoamericanos mal tomadas”, en especial de Estados Unidos,
señalando las sanciones de Washington impuestas a Venezuela.
Dijo
que no tenía intenciones de enviar “caballos y látigos” a la frontera para
resolver un problema que su país no había causado.
En
ausencia del gobierno de Colombia, los líderes locales han decidido encargarse
de la migración.
Hoy en
día, el negocio lo manejan integrantes electos de la junta de acción comunal
como García, a través de una organización sin fines de lucro fundada por el
presidente de la junta y su familia. Se llama Fundación Social Nueva Luz del
Darién, y se encarga de gestionar toda la ruta desde Acandí hasta la frontera
con Panamá, fijando precios por el trayecto, recaudando tarifas y operando
extensos campamentos en medio de la selva.
La
fundación ha contratado a más de 2000 guías locales y cargadores de mochilas y
los ha organizado en equipos con camisetas numeradas de distintos colores
—verde viche, mantequillo, azul cielo— como si fueran integrantes de una liga
amateur de fútbol.
Las
personas migrantes pagan por lo que la fundación llama “servicios”, entre ellos
el paquete básico de guía y seguridad por la frontera, a 170 dólares. Después,
un “asesor” de migración procede a ponerles en la muñeca dos brazaletes de
papel como comprobante de pago.
“Como
una entrada para Disney”, dijo Renny Montilla, de 25 años, obrero de
construcción de Venezuela.
García
aseguró que las labores de la fundación son legales, en parte porque guían a
las personas hacia una frontera internacional, pero no las cruzan.
Algunas
autoridades se preguntan si bajo la apariencia de una organización sin fines de
lucro la fundación lleva a cabo una operación de tráfico de personas. Un
funcionario de derechos humanos responsable de monitorear la situación en el
municipio de Necoclí culpó de la crisis a la negligencia de los líderes
nacionales y añadió que no existía algún incentivo para que las autoridades
hicieran algo para detenerla porque gracias a ella ganaban dinero.
Incluso
el hermano de García, el candidato a la alcaldía, dijo que le gustaría que el
gobierno nacional aclarara cuál era la delgada línea jurídica en la que
operaban los habitantes locales que se dedican a la industria migratoria.
“Nos
encontramos con que van a pasar cien, doscientas, trescientas mil, quinientas
mil personas” por la ciudad, dijo Martínez. “¿Qué hacemos?”.
Sobre
el negocio se cierne un grupo armado y de narcotraficantes grande y poderoso
llamado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, a veces conocido como Clan del
Golfo. Su control sobre esta parte del norte de Colombia es tan absoluto que la
Defensoría del Pueblo, el ómbudsman del país, dice que el grupo es el actor
armado “hegemónico” de la región.
En un
informe reciente, la defensoría acusó al grupo de ejercer “gobernanza criminal”
en la zona, indicando que lo que sucede aquí debe contar con la bendición del
grupo.
García,
miembro de la Junta de Acción Comunal, reconoció que el grupo “pone la
seguridad” en la zona pero insistió en que la fundación era una entidad
completamente independiente.
“Yo no
hago parte del Clan del Golfo”, dijo.
En un
comunicado, el grupo armado dijo no beneficiarse “de ninguna manera” del
“negocio que trafica con las ilusiones de los migrantes”.
Petro,
el presidente de Colombia, desestimó esta idea y aseguró que el Clan del Golfo
ganaba 30 millones de dólares anuales por concepto del negocio migratorio.
En la
frontera de la selva, las transacciones saltan a la vista.
Antes
de ingresar a la selva, los migrantes deben pagarle al grupo armado un impuesto
distinto de alrededor de 80 dólares por persona a cambio del permiso para
cruzar por el Darién, según varias personas que recaudan la cuota en Necoclí.
Una
vez que los migrantes pagan, dicen los recaudadores, incluso se les da un
recibo: una pequeña pegatina, a menudo una bandera estadounidense, en el
pasaporte.
Domar
la selva
La
selva del Darién, con su espesura, calor y propensión a las lluvias
torrenciales, con sus ríos salvajes y montañas escarpadas, funcionó durante
generaciones como una extensa barrera natural entre América de Norte y América
del Sur, obstaculizando el flujo de personas hacia el norte.
Históricamente,
las guerrillas y otros grupos armados han empleado la densa selva para
guarecerse y para contrabandear drogas y en ocasiones han atacado a quienes se
atreven a pasar. El terreno y la amenaza de violencia solían mantener a raya a
todos, salvo a los más desesperados.
Pero
en los últimos años, una mezcla de crisis y política —como la agitación
en Venezuela, Haití y ahora Ecuador—, así como la devastación económica de la pandemia y las
regulaciones de visa que impiden que muchos migrantes simplemente tomen un
avión hacia México u otros países, han ocasionado un gran aumento en la cantidad de personas que caminan de
América del Sur hacia Estados Unidos.
Ahora,
con sus campamentos, restaurantes, cargadores de mochilas y guías, la Fundación
Social Nueva Luz del Darién está contribuyendo a que esa barrera natural se
convierta en algo mucho más transitable.
Esta
nueva economía, operada en parte por líderes electos, ha actuado como un
acelerante y ha servido para que una cantidad récord de personas se animen a
emprender —y pagar— la travesía.
Solo
en agosto, casi 82.000 personas emprendieron el recorrido por el Darién, según
las autoridades panameñas, de lejos el mayor total mensual del que se tiene
registro.
Son
tantas las personas que pasan por la selva que Panamá y Costa Rica han indicado
que no son capaces de manejar el flujo. La
principal funcionaria de migración de Panamá, Samira Gozaine, incluso amenazó
con cerrar la frontera con Colombia.
La
inestabilidad política se va acumulando hasta Estados Unidos. Luego de
una breve caída este año, las detenciones de migrantes en la
frontera estadounidense han vuelto a aumentar y se ha registrado una cifra histórica de familias que cruzan.
Los
colombianos que transportan migrantes por la selva aseguran que brindan un
servicio humanitario. Dicen que, empujadas por la violencia, la pobreza y la
inestabilidad política en sus países de origen, las personas que migran
intentarán llegar a Estados Unidos de todas formas.
Por
eso, líderes colombianos aseguran que la profesionalización del negocio
migratorio puede prevenir que los municipios empobrecidos queden saturados por
cientos de miles de personas necesitadas, ayudar a los migrantes a cruzar la
peligrosa frontera con mayor seguridad y, de paso, impulsar a sus propias
economías.
Las
muertes de migrantes en la porción colombiana del Darién ahora parecen ser
relativamente pocas, dijeron los trabajadores humanitarios, debido a que
incluso el grupo armado Gaitanista, o Clan del Golfo, se ha dado cuenta de que
la mala reputación del Darién le hace daño al negocio. Las autoridades locales
dicen que el grupo ha establecido una política a fin de seguir captando
clientes: cualquiera que robe, viole o mate a un migrante enfrentará un castigo
y posiblemente hasta la muerte.
Pero
el Darién sigue siendo peligroso, con enfermedades como la malaria y el dengue
que acechan a los migrantes en “una prueba grotesca de supervivencia”, dijo
Carlos Franco-Paredes, médico que estudia la travesía.
Además,
la fundación solo guía a los migrantes durante una parte del camino, y los
dejan en la frontera con Panamá. Muchas veces, en este punto, no les queda
comida ni dinero, y tienen todavía días de caminata por delante para atravesar
una parte de la selva aún más peligrosa que la que ya han soportado. Solo el
año pasado, en la porción panameña del Darién, las Naciones Unidas contabilizó
más de 140 muertes de migrantes, casi el triple que el año anterior. Al menos
el 10 por ciento de las muertes eran de niños.
Petro,
el primer presidente de izquierda de Colombia, llegó al cargo el año pasado con la promesa de ayudar a zonas
del país históricamente olvidadas, como las comunidades que ahora se encargan
de los cruces de la selva.
En la
entrevista, Petro dijo que nunca había oído hablar de la Fundación Social Nueva
Luz del Darién. Sin embargo, al igual que las personas que dirigen el negocio
de la migración, caracterizó su enfoque no intervencionista de la migración
como un enfoque humanitario.
La
respuesta a esta crisis, dijo, no era ir “persiguiendo migrantes” en la
frontera u obligarlos a entrar en “campos de concentración” que les impidan
intentar llegar a Estados Unidos.
“Yo
diría sí, ayudo, pero no como tú piensas”, dijo Petro sobre el acuerdo con el
gobierno de Biden, ambicioso pero escaso en detalles. Dijo que cualquier
solución a la cuestión tenía que centrarse en solucionar “el problema social de
los migrantes, que no es de Colombia”.
Petro
calcula que medio millón de personas cruzarán el Darién este año, dijo, y luego
un millón el año que viene.
Al
otro lado de la brecha del Darién, las autoridades panameñas están furiosas y
acusan a los “países del sur” de eludir “la debida responsabilidad” para
detener a las personas que se dirigen al norte.
“No
hay nada humanitario en esta movilidad irregular”, declaró Gozaine, la
responsable panameña de migración, en una reciente conferencia de prensa. “Los
niños que mueren en la selva, las mujeres violadas, los hombres violados, la
gente asesinada”.
Crisis,
luego auge
Los
barcos salen cada día del extremo oriental de Necoclí, y sus muelles están
llenos de personas de todo el mundo, no solo del hemisferio occidental, sino
también de lugares tan lejanos como India, China y Afganistán.
“¡Viaja
seguro!”, decían con un micrófono los empleados de Marín. “¡Viaja feliz!”.
En su
despacho, donde una condecoración de la policía nacional cuelga de la pared,
Marín dice estar orgulloso de formar parte del sector que se ha convertido en
el empleador más importante de la región.
Justo
fuera se alza un nuevo proyecto de construcción, que pronto será una gasolinera
que abastecerá de combustible a sus lanchas con más rapidez que nunca.
Las
ciudades colombianas de la ruta migratoria hacia la selva son bellas pero
pobres: remotas, tropicales y caribeñas. Más de la mitad de sus habitantes
viven por debajo del umbral de la pobreza. Muchos son víctimas de la guerra que
ha asolado el país por décadas, obligados a vivir entre grupos criminales por
generaciones. La pesca, el turismo y la extracción informal de oro han sido
durante mucho tiempo sus principales fuentes de ingresos.
Pero
en 2021, las ciudades empezaron a cambiar rápidamente. Miles de haitianos empezaron a llegar, huyendo de la inestabilidad que no hizo más
que empeorar tras el asesinato de su presidente.
De
repente, los ya precarios sistemas de alcantarillado, agua y electricidad de la
región se vieron desbordados. Las playas se saturaron de tiendas de campaña de
migrantes, lo que ahuyentó a una industria turística que ya enfrentaba
dificultades.
Según
los dirigentes locales, las peticiones de ayuda al gobierno nacional cayeron en
saco roto.
Marín,
entonces concejal de la ciudad, fue uno de los primeros en emprender algo
grande, al convertir la crisis en oportunidad cuando tomó el mando de la
compañía de lanchas, Katamaranes S.A.S., con el objetivo de trasladar a los
migrantes al Darién en su camino hacia Estados Unidos.
Desde
entonces, Necoclí, que solía ser un tranquilo pueblo playero que ofrecía
cócteles dos por uno, excursiones por la naturaleza y paseos marítimos a los
turistas, se ha transformado.
A
cualquier hora del día o de la noche llegan a la ciudad autobuses privados con
migrantes que se han enterado de la ruta del Darién a través de Facebook,
WhatsApp y TikTok, los servicios de publicidad de facto para el viaje.
Las
calles de Necoclí ahora están llenas de gente que habla mandarín, persa y
nepalí. Los lugareños que tienen carretas de madera se ganan la vida vendiendo
tiendas de campaña endebles, repelente de serpientes y botas de goma tamaño
infantil. Trabajadores humanitarios con chalecos de lona patrullan las calles
ofreciendo un poco de ayuda: botellas para agua, pañales, protector solar.
Un
folleto de instrucciones plastificado atado a la caja registradora de un
supermercado ofrece consejos para cruzar la jungla. Un mapa marca en rojo los
lugares habituales de “asaltos violentos y violaciones”.
Hay
hostales nuevos por todas partes. En una región tan pobre que las carretas de
caballos aún surcan las calles, las motocicletas caras suenan por la ciudad y
vehículos todoterreno de 100.000 dólares ruedan junto al mar.
Los
migrantes más pobres llegan a pie y acampan en la playa. La mayoría procede de
Venezuela, país sumido en una crisis económica y humanitaria desde hace casi una década y
en donde hay pocos indicios de que el líder autoritario del país, Nicolás
Maduro, vaya a abandonar el poder pronto.
Muchos
de los migrantes venezolanos se congregan frente a un comedor social con techo
de paja abierto hace solo unos meses por un grupo de ayuda. Aquí, los niños que
esperan su comida a base de frijoles y arepas muestran signos de desnutrición:
extremidades delgadas, cabello amarillento.
Francis
Sifontes, de 32 años, estaba en la fila del desayuno. En Venezuela, ganaba tan
poco trabajando para el programa gubernamental de distribución de alimentos que
su esposo se había visto obligado a mendigar en la calle.
En la
indigencia, la familia se trasladó a Colombia, donde durante un tiempo cortaron
caña de azúcar, un trabajo agotador por el que les pagaban 5 dólares al día.
Sifontes
había llegado a Necoclí tres semanas atrás, con su esposo, su hijastro y sus
cuatro hijos pequeños. A fin de ganar dinero para el resto del viaje, habían
encontrado trabajo en la nueva microeconomía de la región, comprando pequeños
productos a granel de los comerciantes locales —bolsas de basura de plástico,
encendedores baratos— y vendiéndolos a otros migrantes por un margen de 20 o 30
centavos de dólar la pieza.
Por la
noche dormían en una sola tienda a la sombra de la oficina de Marín.
Pero
estaban esperanzados, dijo Sifontes, porque acababan de llegar a un acuerdo con
Marín.
Si
limpiaban la playa junto a su negocio durante un tiempo indeterminado, contó
Sifontes, Marín les había prometido darles tres billetes de lancha al Darién.
La
industria del Tapón del Darién
Una
vez atravesado el agitado golfo de Urabá, los pasajeros de las embarcaciones de
Marín llegan al municipio de Acandí, situado en la boca de la selva. Durante
décadas, algunos habitantes de esta localidad han llevado a los inmigrantes a
la selva a cambio de una tarifa, con el argumento de que de otra forma la gente
moriría.
Pero
con la llegada de personas de Haití en 2021, y luego un flujo aún mayor de venezolanos en 2022, los líderes locales
comenzaron a organizarse, poniendo el negocio de la migración bajo la Fundación
Social Nueva Luz del Darién.
Una
tarde reciente, Alexandra Vilcacundo, de 44 años, quien viajaba con otras 30
personas que huían de la creciente violencia en Ecuador, llegó al muelle de
madera de Acandí.
Vilcacundo,
costurera, parecía aterrorizada tras haber dejado atrás a sus tres hijos.
“Sabemos que nos estamos arriesgando la vida”, dijo refiriéndose al viaje que
les esperaba.
En el
autobús a Necoclí, dijo que habían sido detenidos cinco veces por policías
colombianos que amenazaron con arrestarlos a menos que pagaran sobornos. (Otra
decena de personas dijeron que también habían sido extorsionadas por la
policía).
Una
vez a bordo de carretillas a motor, Vilcacundo y los demás migrantes fueron
transportados a través de Acandí por caminos de tierra todavía inundados por la
lluvia de la noche anterior. Pasaron por pastizales para vacas y un campo de
maíz, antes de pasar finalmente por una entrada a un recinto que García llama
“el albergue”.
No
había agentes de policía, autoridades migratorias ni organizaciones internacionales.
Por el contrario, un grafiti —“AGC”, las iniciales de las Autodefensas
Gaitanistas de Colombia, o Clan del Golfo— había sido pintado en una pared de
camino al refugio, como recordatorio de quién llevaba la voz cantante en última
instancia.
Unos
mil migrantes se habían reunido en el recinto. Hombres de la zona, con jeans
ajustados, polos y gafas oscuras, recorrían la extensión azotada por el sol,
presentándose como los “asesores” de la fundación, encargados de recaudar las
tasas y describir la ruta a seguir desde aquí.
Para
los que no tuvieran dinero en mano, había un agente de Western Union dentro del
recinto, el cual cobraba un 15 por ciento por transferencia.
García,
de la junta de acción comunal, mostró con orgullo algunas obras públicas
cercanas que, dijo, habían sido construidas por la junta con fondos del negocio
de la migración: un puente peatonal junto al muelle, una escuela en uno de los
barrios más pobres de la zona, metros de calles asfaltadas, un sistema de
alcantarillado para que la localidad no se inundara.
García
dijo que el pueblo llevaba décadas intentando convertirse en un destino
turístico. Pero por ahora, sin escuelas decentes, un hospital o incluso una
carretera que la conecte con el resto del país, lo único que tenía era la
migración.
“Lo
que hemos hecho nosotros” con la migración es más de lo que el turismo ha
aportado “en 50 años”, dijo García.
Suturas
y helado
Pocos
lugares encarnan la transformación de la ruta del Darién como el primer campamento
en la selva.
Hace
dos años, la ruta desde el albergue de Acandí hasta este campamento, Las Tecas,
era un tosco camino de tierra. Hoy es una carretera transitable en camioneta.
El propio campamento era antes una extensión fangosa. Hoy es un pueblo, con un
pabellón de bienvenida, control de seguridad, 38 tiendas y restaurantes, wifi e
incluso una sala de billar.
Aquí,
la Fundación Social Nueva Luz del Darién ha organizado los amplios equipos de
guías y portadores de mochilas con sus camisetas numeradas y codificadas por
colores. Algunos han personalizado aún más sus uniformes, y han añadido a sus
mangas palabras como “respeto” y “amistad”.
La
fundación coordina sus horarios para repartir el trabajo —los guías hacen un
recorrido cada 15 días— y les pagan 125 dólares por caminata. Los cargabolsos
son contratados individualmente por los migrantes que desean ayuda para
transportar su equipaje o a sus hijos, a razón de entre 60 y 120 dólares por
carga. Los empleados que abandonan o roban sus cargas son despedidos, dice
García.
“Si no
hubiera resultado este trabajo, no sé cómo iba a sustentar mi familia”, dijo
Aureliana Domicó, una madre soltera de 32 años que trabaja como cargabolsos, y
que traslada hasta unos 30 kilos a la frontera con Panamá varias veces a la
semana. Hace meses, una fuerte lluvia acabó con su cosecha de plátanos, lo que
dejó a sus cuatro hijos sin nada que comer. Ahora gana hasta 800 dólares al
mes.
Elmer
Arias, guía de 29 años, había tenido dificultades para encontrar trabajo tras
perder un brazo. Furioso, había golpeado una ventana, y como no hay hospital en
Acandí tardó días en ser atendido, lo que le llevó a la amputación. Los
migrantes no son tan diferentes a él, explicó, intentan mejorar sus vidas,
“como nosotros”, dijo.
Esa
tarde, en el pabellón de bienvenida de Las Tecas, los guías revisaron a los
migrantes con detectores de metales, un nuevo protocolo.
“¿Navajas?”,
preguntó un guía, confiscando cualquier cosa con filo. “¿Cuchillos?
¿Machetes?”.
A la
mañana siguiente, más de 2000 migrantes se reunieron en el corazón del
campamento. Había niños con camisetas de Barbie, dos madres ansiosas con niños
pequeños sujetos con correas, un hombre con un bebé a la espalda y una muñeca
metida en la cintura, una mujer con una mochila con la bandera estadounidense.
Samuel,
de 13 años, llevaba una camiseta morada de los Lakers. Su madre, cuidadora de
ancianos, se había marchado de Venezuela años atrás, mudándose de ciudad en
ciudad por Colombia y Perú, en busca de un trabajo decente. Había gastado sus
últimos ahorros en los billetes que los llevarían a la selva.
A su
derecha, el sol se elevaba sobre la selva. A su izquierda, guías y cargabolsos.
La multitud bullía de entusiasmo.
Pronto,
un hombre de la fundación, Iván Díaz, subió a una colina por encima del
campamento, dando comienzo a la orientación de la mañana. No se trataba de una
carrera, dijo con un megáfono. Se trataba de sobrevivir para llegar a Estados
Unidos.
No
duerman junto a los ríos, dijo; a menudo crecen con la lluvia. Coman alimentos
con sal para evitar la deshidratación. Tomen descansos. Los niños deben
quedarse con sus padres. Las mujeres embarazadas deben quedarse con los guías.
Cualquiera que fuera encontrado con drogas sería devuelto a Necoclí.
Rugió
un megáfono. “¡Un aplauso, un aplauso!”, gritó Díaz. La multitud vitoreó.
“¡Duro,
duro, duro!”, gritó, “¡a Maduro, a Maduro, a Maduro!”, añadió, en un guiño
sarcástico al presidente venezolano.
El
grupo rio y abucheó.
“Con
el favor de Dios va a salir todo bien”, continuó Díaz. “Yo sé que todos me van
a mandar por Western por ahí en unas tres semanas desde Nueva York”.
Era
aproximadamente un día y medio de caminata hasta la frontera con Panamá, y por
el camino, la fundación había instalado pequeños campamentos donde los
migrantes podían comprar agua y comida.
Los
precios subían a medida que la gente avanzaba. Un Gatorade costaba 2,50 dólares
al principio, y 5 dólares al final. Los vendedores de helados caminaban con la
multitud, con hieleras a la espalda. En la curva de un río, la gente se
encontró con un hombre que vendía empanadas caseras en una bandeja.
Los
migrantes avanzaban lentamente, cruzando un río, subiendo colinas anudadas por
raíces. Con tanta gente, el tráfico a veces se detenía por completo.
A
media mañana, Natasha, una ecuatoriana de 5 años, se resbaló de los hombros de
un hombre que la llevaba cargada. Natasha se desplomó y se hizo un corte sobre
el ojo con una roca.
La
niña se quejaba de dolor mientras le brotaba sangre de la cara. Su madre empezó
a asustarse.
Pero
más adelante había un enfermero. En los últimos meses, la Fundación Social
Nueva Luz del Darién ha contratado a varios enfermeros y a un médico para
atender a los inmigrantes en distintos puntos de la ruta. En ausencia de
cualquier otra presencia institucional, se habían convertido en un salvavidas.
En el
porche de una cabaña, el enfermero, José Luis Fernández, limpió la lesión,
inyectó un anestésico y suturó la herida. “Más arribita”, dijo sobre el golpe,
“podríamos estar hablando de una persona muerta”.
Fernández
solía trabajar para un hospital público en la cercana Turbo, dijo, pero lo dejó
“por cuestiones salariales”.
La
fundación le paga mucho más.
La
mayor parte del grupo durmió esa noche en un terreno abarrotado y lleno de lodo
conocido por los guías como el Cuarto Campamento, donde zumbaba un generador y
varios restaurantes ofrecían pescado frito o pollo por 10 dólares el plato, una
pequeña fortuna para la mayoría de los migrantes.
Muchas
familias, que habían gastado todo su dinero para llegar hasta aquí, no comieron
nada, preguntándose qué harían el resto del viaje. Al anochecer, el campamento
olía a heces humanas y gasolina. La actitud de las personas empezó a cambiar.
En su
tienda de campaña, José García, de 32 años, explicó que ya había cruzado el
Darién el año pasado, pero que había decidido dar la vuelta cuando se enteró que al parecer el gobierno de Biden no dejaría
entrar a venezolanos en Estados Unidos.
Ahora
lo intentaba de nuevo, esta vez con su esposa, Dayarid Pernia, de 24 años, y
sus dos hijos, de 1 y 3 años. Pero para entonces, no tenían ni un centavo.
García
se lamentó de los precios cobrados por la fundación para llegar hasta aquí.
“Si
fuera humanitario”, dijo García sobre la ruta, con la voz entre risa y llanto,
le tenderían “la mano a aquellas personas que no tuvieran”.
La
entrega
Para
miles de migrantes, la normalización de esta ruta ha creado una paradoja cruel.
En el
lado colombiano del Darién, donde el gobierno está casi ausente y dominan las
Autodefensas Gaitanistas, o Clan del Golfo, la cantidad de delitos en la selva
es menor, al menos según los grupos de ayuda y los investigadores que
entrevistan a los migrantes al final de la ruta.
Esa
percepción de seguridad hace que cada vez más personas se adentren en la selva,
creyendo que saldrán con vida.
Pero
en la frontera con Panamá, los guías de la fundación los dejan —cruzar podría
ocasionar que los detengan las autoridades— y el poder del grupo armado
disminuye.
Luego,
en el lado panameño, pequeñas bandas criminales recorren la selva, y utilizan
la violación como herramienta para extraer dinero y castigar a quienes no
pueden pagar.
El
responsable regional de un grupo de ayuda afirma que las víctimas suelen ser
mujeres y niños, y que los hombres son obligados a mirar. En el último año,
niños de hasta apenas seis años han muerto por disparos en esta parte de la
selva.
Y
cualquier persona sin dinero —incluidos los que lo gastaron pagándole a los
guías en Colombia— es especialmente vulnerable.
En su
última mañana en Colombia, el grupo de más de 2000 migrantes se levantó antes
del amanecer. Dentro de uno de los restaurantes, unos cuantos levantaron las
manos en una oración previa al viaje.
“Gracias,
Señor”, dijo Néstor Fernández, un venezolano de 33 años que había trabajado
como obrero de construcción en Chile. “Porque así como nosotros nos doblegamos,
se doblega todo lo que se quiera levantar en contra de nuestra vida. Todo robo,
todo hurto, todo secuestro, todo sicariato”.
En la
oscuridad, el desfile de personas comenzó su marcha hacia la frontera. Los
niños sostenían grandes botellas con agua de panela, que podrían ser su único sustento durante días. Una mujer
embarazada fue ayudada a salir del campamento por otras dos, una a cada lado.
Tardaron
unas dos horas en subir dos colinas conocidas como las Mellas, por mellizas, y
luego llegaron a un claro embarrado con una señal pintada a mano que marcaba la
frontera.
En el
claro, los migrantes que aún tenían la suerte de tener dinero pagaron a sus
cargabolsos. Acto seguido, un hombre —uno de los guías lo había presentado como
el “jefe de seguridad”, sin más explicación— se adelantó para dar las últimas
instrucciones.
Muévanse
despacio, no se separen y sigan una ruta marcada con trozos de plástico azules
y verdes, dijo al grupo. Tardarían tres días más en llegar al final de la
selva, explicó, donde las Naciones Unidas y el gobierno de Panamá ofrecían
apoyo.
“Desde
el municipio Acandí”, dijo antes de que los migrantes siguieran adelante,
“queremos desearles un feliz viaje”.
Tomado
de: https://www.nytimes.com/es/2023/09/14/espanol/darien-cruzar-colombia-panama.html
Invitamos
a suscribirse a nuestro Boletín semanal, tanto por Whatsapp como vía correo
electrónico, con los más leídos de la semana, Foros realizados, lectura
recomendada y nuestra sección de Gastronomía y Salud. A través del correo
electrónico anunciamos los Foros por venir de la siguiente semana con los
enlaces para participar y siempre acompañamos de documentos importantes,
boletines de otras organizaciones e información que normalmente NO publicamos
en el Blog.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico