Fernando Mires 10 de diciembre de 2023
No
solo nos explicamos el mundo a través de imágenes y símbolos sino también de
rótulos. Los rótulos son denominaciones cuyo objetivo es designar y, luego,
también son designaciones. Las de-signaciones –el nombre lo dice–
son signos. A través de signos nacidos del uso discursivo, incluyendo el
medial, nos entendemos. No importa a veces si el signo no es muy equivalente al
objeto designado. Decir hombre blanco, por ejemplo, es una designación no
equivalente, pues nadie ha visto a un hombre de color blanco; pálido tal vez;
pero blanco, nunca. Así, gracias a los rótulos, nos vamos vinculando en este
mundo adaptado a nuestros limitados sentidos.
De modo parecido, decir democracia liberal es usar un
rótulo entre tantos y a eso aludiré sin intentar explorar si la designación es
correcta o no (creo que no lo es). Lo importante es que todos sabemos más o
menos a qué nos estamos refiriendo: a un orden político en una nación cuyo
estado es dividido en poderes independientes y a un estado de derecho en donde
son garantizadas libertades individuales básicas, entre ellas de opinión, de
asociación, de movimiento, todas inscritas en un marco constitucional afirmado
en instituciones deliberativas, judiciales y ejecutivas. Estas últimas, las
ejecutivas, representadas por gobiernos nacidos de elecciones libres, son las
que garantizan la alternancia entre diversas “partes” a las que llamamos
partidos. Faltando una o algunas de estas características mencionadas, ya no
hablamos de democracia liberal, lo que nos obliga a usar otros rótulos, entre
ellos regímenes autoritarios, autocracias, dictaduras, designaciones que en su
conjunto conforman la mayoría del actual orden político mundial.
LAS MASAS DE LA SOCIEDAD DE REDES
Al no ser mayoritario, el conjunto democrático mundial se
encuentra cercado por gobiernos no democráticos lo que explica que la condición
democrática se encuentre siempre bajo amenaza. Pues bien, ha habido momentos en
que la condición democrática ha estado más amenazada que en otros. Basta
referirnos al momento del nazismo o al momento del comunismo. Frente a esas dos
amenazas, las democracias liberales lograron no solo salir indemnes, sino
además con una notable tendencia al crecimiento. La victoria militar
sobre el nazismo y el fin del comunismo hicieron posible que la democracia
llegara a ser, si no expresión mayoritaria, por lo menos hegemónica en el
concierto mundial. Pues bien, esa hegemonía que parecía avanzar después del
derrumbe de los muros comunistas, se encuentra por tercera vez externamente
desafiada por potencias no solo no-democráticas, sino además abiertamente
anti-democráticas como el conglomerado conducido por el eje China, Rusia e
Irán.
En diversos planos nacionales, emergen de modo creciente,
movimientos y gobiernos autoritarios, antidemocráticos y populistas los que,
rotulados como izquierda o derecha, coinciden con las amenazas externas en un
objetivo: remover los cimientos de las llamadas democracias liberales.
No hay pues que ser pesimista para llegar a la siguiente
conclusión: la democracia liberal está viviendo un periodo de declive.
Nótese: decimos declive, no decimos caída, ni fin, ni
ocaso. Simplemente declive, es decir, la crisis anotada podría ser remontada.
¿Cuándo y cómo? Sobre eso -he de confesar- no tengo la más santa idea. Solo
intento indagar las razones por las que, después del entusiasmo surgido tras la
caída del comunismo (al estilo Fukuyama) ha comenzado a nacer una
formidable revolución antidemocrática a nivel mundial la que en estos momentos
-gracias a las guerras iniciadas por Putin en Ucrania y por Hamas (Irán) en
Gaza– lleva al mundo a situarse sobre en punto extremadamente crítico.
Ahora bien, para entender las razones del declive de la
llamada democracia liberal, conviene situarnos en el tiempo.
Si quisiéramos entonces caracterizar con una terminología
macro-económica el momento actual, podríamos decir en primer lugar que estamos
asistiendo al descenso del modo de producción industrial y al ascenso
del modo de producción digital. En segundo lugar, que ese ascenso
y descenso se da en el periodo denominado globalización, no solo de los
mercados, no solo en la tecnología, no solo en la producción, sino también en
el desplazamiento de grandes masas laborales, expresadas
en gigantescas migraciones inter y extracontinentales. Y en tercer
lugar, que además estamos asistiendo al renacimiento de ese fenómeno al
que desde ópticas tan distintas, Freud, Ortega y Arendt, llamaron sociedad de
masas. Por su incidencia en el campo político -es el que aquí más nos
interesa- conviene detenernos en ese tercer punto.
De acuerdo a Freud, la masificación de lo social anula la
independencia o autonomía del “yo” sustituyendolo por una suerte de yo
colectivo, manipulable por líderes, caudillos y demagogos, unidos
libidonosamente a sus pueblos (Freud escribió su libro Psicología de
las Masas y Análisis del Yo el año 1921, vale
decir, antes del nazismo). De acuerdo a Ortega, la “rebelión de las masas”
va unida con el descenso cultural, la materialización de la vida, el mal gusto
y la vulgaridad. De acuerdo a Arendt, quien vivió los dos fenómenos
totalitarios desde muy cerca, la irrupción de las masas no solo antecede a la
sociedad de clases, más bien la penetra, deteriorando a las clases para
convertirlas en masa. Desde una perspectiva más política que la de los autores
nombrados, observó Hannah Arendt (Los Orígenes del Totalitarismo) que
los dos fenómenos totalitarios fueron posibles gracias a la alianza que se dio
entre “la chusma” (Mob) y determinadas elites.
Hannah Arendt destaca que el aparecimiento de la sociedad
de masas no corresponde a un periodo histórico determinado pues puede
presentarse en cualquier momento si la presión de las masas logra quebrar las
“estructuras de clase” que constituyen la columna vertebral de una sociedad.
Pues bien, eso es precisamente lo que estamos observando en la realidad actual:
una trizadura en el orden político de la era post-industrial, una que no logra
cerrar todavía el aún incipiente orden digital.
No obstante, la sociedad de masas de hoy no es la misma
que la estudiada por los tres autores en mención. Formulado en modo de
tesis: la actual sociedad de masas, si bien, para emplear el término de
Durkheim, produce efectos anómicos (desintegradores) no actúa de un modo
desintegrado. Al contrario, posee una autonomía cultural y política que le
permite generar demandas recogidas por diferentes líderes. Eso quiere decir:
las masas de la sociedad de redes –la vamos a llamar así- al
estar dotada de vías comunicacionales, sobre todo de tipo digital, inciden en
el espacio político, produciendo ella misma los líderes adecuados a sus
sentimientos y emociones.
No quiere decir, claro está, que esta vez estamos frente
a masas smart. Las masas de hoy son iguales de brutas y asociales
que las pre-industriales. La diferencia es que ahora se trata de una irracionalidad
comunicativa: masas que se expresan telefónicamente, en fotos y
algoritmos, a través de las redes, tuiter, instagram, tik tok, y mil cosas
parecidas. No obstante, en contra de lo que pensaba el bueno de Jürgen
Habermas, a saber, que el discurso colectivo formado por ciudadanos conscientes
y racionales lleva a la autoconstitución de los ordenes sociales, las masas de
la sociedad digital llevan a la formación de una irracionalidad comunicativa.
Las masas de la sociedad pre- e industrial han sido
sustituidas por las masas de la sociedad de redes. Es por eso que los líderes políticos generados por las
masas redificadas no son solo conductores inescrupulosos, sino más bien
personas conducidas por sus masas. Llámense Trump, Bolsonaro, Milei, Wilders,
Bukele y tantos más, ellos se parecen demasiado a la gente que representan. Son
los líderes irracionales de la irracionalidad colectiva, agentes destructivos
que, al no sentirse representados por la sociedad liberal, han sido convocados
por sus masas para que, desde el poder, les ayuden a destruir instituciones y a
violar constituciones a las que no sienten como propias, en contra de una
sociedad a la que los “buenistas” liberales, los fantasiosos “progres” y los
desharrapados emigrantes, han usurpado, convirtiéndolos a ellos, decentes
ciudadanos, en parias de sus propios países. Si se quiere, se trata, la que
estamos caracterizando, de una verdadera revolución en contra del orden
político liberal a la que en otros textos hemos llamado, revolución
contrarrevolucionaria de nuestro tiempo. Pero, a diferencias de las
revoluciones pasadas, la que estamos viviendo no avanza hacia un utópico
futuro, sino más bien queda atascada en la protesta contra una un orden
político (liberal) al que no siente como propio.
Las masas, en eso están de acuerdo la mayoría de los
pensadores políticos, no son ni pueden ser racionales. No así la política que
las representa. Recordemos que entre las muchas tareas otorgadas a la política,
una es la de dar forma racional a demandas no siempre racionales. No ocurre
así, sin embargo, con los actuales líderes de masa. Por lo general, esos
líderes son tanto o más irracionales que sus representados. Un Trump,
ofendiendo a quien se ponga por delante (sobre todo si es mujer), un Bolsonaro,
dándoselas de matón, un Bukele sembrando cárceles, un Milei enarbolando con
furia una motosierra para sacar a todos los “males” de raíz, un Wilders con
cabellera teñida de rubio (todos saben que su pelo es negro, como el de sus
antepasados indonesios) llamando a cerrar mezquitas como solución a los
problemas nacionales, no son personajes como un Mussolini o un Perón, que
engañaban a las masas prometiendo el oro y el morro. No, los de ahora son
miembros de esa misma masa, exponiendo sus emociones en la vía pública con sus
mensajes antidemocráticos y antiliberales. En ese sentido, el venezolano Hugo
Chávez puede ser considerado un precursor de los "líderes masificados"
de la actualidad. En breve: nos estamos refiriendo a representantes
irracionales de la irracionalidad colectiva, quienes, actuando sin
filtros políticos, se sienten llamados a ejecutar una política de la
antipolítica. Que eso lo puedan hacer alguna vez, es otra cosa. Pero es así
como llegan al poder.
Seamos claros: los nuevos caudillos de masas no
son necesariamente anti-demócratas. Son representantes de “otra
democracia” en directa comunicación con gran parte del demos, pero
sin mantenerse ceñida a instituciones y constituciones. Y para ser aún más
claro: no es que estafen a sus electores. Todo lo contrario, los representan
tal como ellos son. No se trata, luego, de la alianza entre las chusma y las
elites, como captó Hannah Arendt en el populismo pre-totalitario de su
tiempo. Ellos mismos, los líderes, son parte de la chusma. Por
eso, la mayoría de ellos son personas estrambóticas, disociadas, aparentemente
anárquicas y anti- establishment. Quiero decir, no solo son
irracionales, hacen de la irracionalidad un culto. En términos políticos
usuales, son extremistas. Pero no extremistas de derecha, como los ha
catalogado la prensa. Tampoco de izquierda. Son extremistas de derecha
e izquierda y a la vez ni lo uno ni lo otro. De las antiguas izquierdas han
tomado trozos discursivos; algo de libertarismo, algo de antinorteamericanismo,
algo de anti-estatismo, algo de pacifismo. De las antiguas derechas algunos han
tomado el retorno de la sexualidad patriarcal, otros, el culto a los valores
patrios, y casi todos, el regreso a un pasado imaginado como esplendoroso. A
diferencia de los revolucionarios del pasado cuya utopía se encontraba en el
futuro, la de los anti-liberales se encuentra en el pasado. Más que
reaccionarios, son pasadistas.
Make América great again, es el lema del trumpismo; hacé grande a
Argentina de nuevo, corea Milei, desempolvando a Juan Bautista Alberdi.
Orban, acompañado del PiS polaco, nos propone una república cristiana. Erdogan,
tan parecido a Orban, una moderna república islámica. Esa es también la razón
por la que los anti-liberales del siglo XXl han establecido tan perfecta
sintonía con Putin.
El tirano ruso también pretende hacer a Rusia de nuevo,
reivindicando el pasado zarista, los valores de la cristiandad ortodoxa, el
culto a la virilidad y a la fuerza bruta. Por eso Putin financia a Le Pen en
Francia y en Alemania, no solo apoya a los conservadores extremistas de AfD,
también a un nuevo partido alemán, nacido de la izquierda, liderado por
Sahra Wagenknecht quien, de acuerdo a la partitura de Putin, habla un
día en idioma ultraizquierdista y al otro día en idioma ultraderechista. ¿Un
nuevo fascismo? No necesariamente. Puede incluso que no sea apropiado catalogar
a los movimientos anti-liberales del presente con categorías pertenecientes a
los contextos del pasado.
CUANDO EL MIEDO SE CONVIERTE EN ODIO
Si no existen los filtros de la racionalidad política,
las emociones de las masas salen a flote en toda su pureza, sobrepasando
contenedores morales y legales. Y de todas las emociones, no hay una tan propia
a los periodos de transición socioeconómica más fuerte que el miedo.
El miedo proviene de la inseguridad. No es casual, por
ejemplo, que cada vez que son preguntados los ciudadanos de diversos países
acerca de qué es lo que más anhelan de un nuevo gobierno, la palabra-respuesta
es casi siempre la misma: seguridad. Seguridad que puede ser frente a cualquier
cosa para ellos importante pero en peligro de ser perdida. Seguridad en el
puesto de trabajo o en un ingreso que permita llevar una vida sin privaciones.
Seguridad para salir a la calle sin ser agredido o asaltado. Lo indiscutible es
que la sensación de inseguridad produce miedo, y en una sociedad redificada
aparecen los miedos colectivos. Ahora bien entre el miedo y el odio,
hay un solo paso.
Transformada la inseguridad en odio, este crece cuando es
depositado en diferentes objetos. Ayer podían ser los judíos. O los comunistas.
Siempre miedo a lo extranjero, a lo ajeno, a lo raro, a lo que no es mío o
propio. A esos miedos podríamos llamarlos miedos horizontales. Hay en cambio un
miedo vertical, y este se hace manifiesto en el odio a “los de arriba”,
a los que se supone son los dueños de la política, a la clase política y sus
partidos, a "la casta", según el odio extremista compartido por
el Podemos de Pablo Iglesias y La Libertad Avanza de
Javier Milei
Haciéndose cargo de ese miedo vertical, Trump llamó a
asaltar el parlamento de su propia nación. Milei ha llamado a destruir (no se
sabe si lo hará) el Banco Central, visto por las masas mileístas como la gran
alcancía del peronismo. Un sesgo anarquista que por lo demás caracteriza a la
mayoría de los líderes anti-liberales del momento. Para ellos ha llegado la
hora de terminar con el subterfugio de la democracia liberal y dar curso libre
de una vez por todas a una democracia directa, sin mediaciones, en fin, al
sueño de todos las revoluciones en su periodo infantil: la fusión amorosa entre
un pueblo masificado y un Estado económicamente débil, pero política y
militarmente fortalecido.
¿Está llegando entonces la llamada democracia liberal a
su fase de extinción? Nadie podría asegurarlo. Lo único que podemos afirmar es
que esa democracia se encuentra acosada desde diversos flancos. Desde el flanco
militar, Rusia y sus aliados más seguros, Irán y Corea del Norte, operando
unidos en contra de Ucrania, para ellos una punta de lanza de Europa occidental
en territorio ruso. Y en el Oriente Medio en contra de Israel, apoyando al
terrorismo de Hamas. No está excluido en ese contexto que pronto aparezcan
nuevos frentes de guerra, ya sea en el Asia Central, en la región del Caúcaso,
en los Balcanes.
Desde el flanco económico, la China de Xi reorganiza
al antiguo “tercer mundo” de Mao a través de organizaciones
financieras como los BRICS, endeudando a naciones empobrecidas, y reclutando
nuevos aliados entre gobiernos “desarrollistas” como los de Brasil, India y
Sudáfrica. Además, junto a Putin, Xi se juramenta por un nuevo orden económico
y político mundial.
Desde el flanco político, cobran inusitada fuerza los
movimientos y gobiernos anti-liberales y nacional-populistas, operando como
caballos de Troya al interior de los países democráticos, cuestionando a las
instituciones políticas externas como la UE, e internas, como los parlamentos,
las constituciones y las libertades políticas y sexuales.
Si ese orden político al que conocemos bajo el rótulo
democracia-liberal sobrevive a la gran revolución antidemocrática del siglo
XXl, dependerá de circunstancias por ahora desconocidas. Más aún si tenemos en
cuenta que el bloque anti-democratico mundial no es homogéneo, y sus rivalidades,
muchas veces beligerantes, permanecen latentes. Podemos sin embargo intuir que
de esta tercera confrontación (la primera fue contra el nazismo, la segunda
contra el comunismo) la democracia liberal, o sea, la democracia que conocemos,
no saldrá ilesa, sino fracturada.
Pero quizás debe ser así. El orden político perfecto no
existe, y si existiera, no fue hecho para los humanos, seres cuyo principal
atributo es la imperfección.
Fernando
Mires
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