Francisco Fernández-Carvajal 09 enero de 2024
@hablarcondios
— El corazón del hombre está hecho para
amar a Dios. Y el Señor desea y busca el encuentro personal con cada uno.
— No desaprovechar las ocasiones de
apostolado. Mantener firme la esperanza apostólica.
— Oración y apostolado.
I.
Cierto día, después de haber pasado la tarde anterior curando enfermos,
predicando y atendiendo a las gentes que acudían a Él, Jesús se levantó
de madrugada, cuando era todavía muy oscuro, salió de la casa de Simón
y se fue a un lugar solitario, y allí oraba. Fueron a buscarle
Simón y los que estaban con él; y cuando le encontraron, le dijeron:
Todos te buscan. Lo relata San Marcos en el Evangelio de la Misa1.
Todos te buscan. También ahora las muchedumbres tienen «hambre» de Dios. Continúan siendo actuales aquellas palabras de San Agustín al comienzo de sus Confesiones: «Nos has creado, Señor, para ti y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti»2. El corazón de la persona humana está hecho para buscar y amar a Dios. Y el Señor facilita ese encuentro, pues Él busca también a cada persona, a través de gracias sin cuento, de cuidados llenos de delicadeza y de amor. Cuando vemos a alguien a nuestro lado, o nos llega una noticia de alguna persona por medio de la prensa, de la radio o de la televisión, podemos pensar, sin temor a equivocarnos: a esta persona la llama Cristo, tiene para ella gracias eficaces. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro.
»Les
llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a
una vida eterna»3.
En esto reside nuestra esperanza apostólica: a todos, de una manera u otra,
anda buscando Cristo. Nuestra misión –por encargo de Dios– es facilitar estos
encuentros de la gracia.
San
Agustín, comentando este pasaje del Evangelio, escribe: «El género humano yace
enfermo; no de enfermedad corporal, sino por sus pecados. Yace como un gran
enfermo en todo el orbe de la tierra, de Oriente a Occidente. Para sanar a este
moribundo descendió el médico omnipotente. Se humilló hasta tomar carne mortal,
es decir, hasta acercarse al lecho del enfermo»4.
Han pasado pocas semanas desde que hemos contemplado a Jesús en la gruta de
Belén, pobre e indefenso, habiendo tomado nuestra naturaleza humana para estar
muy cerca de los hombres y salvarnos. Hemos meditado después su vida oculta en
Nazaret, trabajando como uno más, para enseñarnos a buscarle en la vida
corriente, para hacerse asequible a todos y, mediante su Santa Humanidad, poder
llegar a la Trinidad Beatísima. Nosotros, como Pedro, también vamos a su
encuentro en la oración –en nuestro diálogo personal con Él–, y le
decimos: Todo el mundo te busca, ayúdanos, Señor, a facilitar el
encuentro contigo de nuestros parientes, de nuestros amigos, de los colegas y
de toda alma que se cruce en nuestro camino. Tú, Señor, eres lo que necesitan;
enséñanos a darte a conocer con el ejemplo de una vida alegre, a través del
trabajo bien realizado, con una palabra que mueva los corazones.
II. Un
pueblecito alemán, que quedó prácticamente destruido durante la Segunda Guerra
Mundial, tenía en una iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del
lugar eran muy devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los
campesinos encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No
sabían muy bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo
–era muy antiguo y de gran valor– restaurado, con unos brazos nuevos; a otros
les parecía mejor encargar una réplica del antiguo. Por fin, después de muchas
deliberaciones, decidieron colocar la talla que siempre había presidido el
retablo, tal como había sido hallada, pero con la siguiente inscripción: Mis
brazos sois vosotros... Así se puede contemplar hoy sobre el altar5.
Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha querido tener necesidad de los
hombres. El Señor nos envía para acercarse a este mundo enfermo que no sabe muchas
veces encontrar al Médico que le podría sanar. Hablamos de Dios a las gentes
con la esperanza cierta de que Cristo conoce a todos, y que solo en Él
encuentran la salvación y palabras de vida eterna. Por eso, no debemos dejar
pasar –por pereza, comodidad, cansancio, respetos humanos– ni una sola ocasión:
acontecimientos normales de todos los días, el comentario sobre una noticia
aparecida en el periódico, un pequeño servicio que prestamos o que nos
prestan..., y también los sucesos extraordinarios: una enfermedad, la muerte de
un familiar... «Quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios
o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de
Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad»6.
El Papa Juan Pablo I, en su primer mensaje a los fieles, exhortaba a que se
estudiaran todos los caminos, todas las posibilidades, y se procurasen todos
los medios para anunciar, oportuna e inoportunamente7,
la salvación a todas las gentes. «Si todos los hijos de la Iglesia –decía el
Romano Pontífice– fueran misioneros incansables del Evangelio, brotaría una
nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de
verdad»8.
Mantengamos
con firmeza la esperanza en el apostolado, aunque el ambiente se presente
difícil. Los caminos de la gracia son, efectivamente, inescrutables. Pero Dios
ha querido contar con nosotros para salvar a las almas. ¡Qué pena si, por
omisión de los cristianos, muchos hombres quedan sin acercarse al Señor! Por
eso debemos sentir la responsabilidad personal de que ningún amigo, compañero o
vecino, con quienes tuvimos algún trato, pueda decir al Señor: hominem
non habeo9: no encontré quien me hablara de Ti, nadie me enseñó el
camino. En ocasiones, nuestro trato solo será el comienzo de ese camino que
lleva a Cristo: un comentario oportuno, un libro para reafirmar la fe, un
consejo certero, una palabra de aliento... y siempre el aprecio y el ejemplo de
una vida recta.
«El
cristianismo posee el gran don de enjugar y curar la única herida profunda de
la naturaleza humana, y esto vale más para su éxito que toda una enciclopedia
de conocimientos científicos y toda una biblioteca de controversias; por eso el
cristianismo ha de durar mientras dure la naturaleza humana»10.
Preguntémonos hoy: ¿a cuántas personas he ayudado a vivir cristianamente el
tiempo de Navidad que acabamos de celebrar? Encomendemos a los amigos a quienes
estamos ayudando para que se acerquen a la Confesión o a algún medio que
facilite su formación y su conocimiento de la doctrina del Señor.
III. El
Señor nos quiere como instrumentos suyos para hacer presente su obra redentora
en medio de las tareas seculares, en la vida corriente. Pero, ¿cómo podríamos
ser buenos instrumentos de Dios sin cuidar con esmero la vida de piedad, sin un
trato verdaderamente personal con Cristo en la oración? ¿Acaso puede un
ciego guiar a otro ciego?, ¿no caerán los dos en el precipicio?11.
El apostolado es fruto del amor a Cristo. Él es la Luz con la que iluminamos,
la Verdad que debemos enseñar, la Vida que comunicamos. Y esto solo será
posible si somos hombres y mujeres unidos a Dios por la oración. Conmueve
contemplar cómo el Señor, entre tanta actividad apostólica, se levanta muy de
madrugada, cuando aún era oscuro, para dialogar con su Padre Dios y
confiarle la nueva jornada que comienza, llena también de atención a las almas.
Nosotros
debemos imitarle: es en la oración, en el trato con Jesús, donde aprendemos a
comprender, a mantener la alegría, a atender y apreciar a las personas que el
Señor pone en nuestra senda. Sin oración, el cristiano sería como una planta
sin raíces: acaba seca, sin posibilidad de dar frutos, en poco tiempo. En
nuestro día podemos y debemos dirigirnos al Señor muchas veces. Él no está
lejos: está cerca, a nuestro lado, y nos oye siempre, pero particularmente en
los ratos –como ahora– que dedicamos expresamente a hablar, sin anonimatos, de
tú a tú, con Dios. En la medida en que nos abrimos a los requerimientos
divinos, la jornada será divinamente eficaz y tendremos más facilidad para no
interrumpir el diálogo con Jesús. En verdad, nuestra vida de apóstoles vale lo
que valga nuestra oración12.
La
oración siempre da sus frutos, es capaz de sostener toda una vida. De ella
sacaremos la fortaleza para afrontar las dificultades con el garbo de los hijos
de Dios. Y para la perseverancia –la constancia en el trato con nuestros
amigos– que requiere todo apostolado. Por eso nuestra amistad con Cristo ha de
ser día a día más honda y sincera. Para esto debemos empeñarnos seriamente en
evitar todo pecado deliberado, guardar el corazón para Dios, procurar rechazar
los pensamientos inútiles, que frecuentemente dan lugar a faltas y pecados,
rectificar muchas veces la intención, dirigiendo al Señor nuestro ser y
nuestras obras... Hemos de luchar contra el desaliento –si llegara alguna vez–
que puede producirse al pensar que no mejoramos en la oración personal, pues
entonces es fácil que el demonio insinúe la tentación de abandonarla. No
debemos dejarla jamás, aunque estemos cansados y no podamos centrar del todo la
atención, aunque no tengamos ningún afecto, aunque –sin desearlo– lleguen
muchas distracciones. La oración es el soporte de nuestra vida y la condición
de todo apostolado.
Acudimos,
al terminar este rato de oración, a la intercesión poderosa de San José,
maestro de la vida interior. A él, que durante tantos años vivió junto a Jesús,
le pedimos que nos enseñe a amarle y a dirigirnos a Él con confianza todos los
días de nuestra vida; también aquellos que parecen más apretados de trabajos y
en los que nos sentimos con más dificultades para dedicarle ese rato de oración
que acostumbramos. Nuestra Madre Santa María intercederá, junto al Santo
Patriarca, por nosotros.
1 Mc 1,
29-39. —
2 San
Agustín, Confesiones, 1, 1, 1. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, Rialp, 1ª ed., Madrid 1987, n.
13. —
4 San
Agustín, Sermón 87, 13. —
5 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid
1986, p. 149. —
6 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 14. —
7 2
Tim 4, 2. —
8 Juan
Pablo I, Alocución 27-VIII-1978. —
9 Jn 5,
7. —
10 Card. J.
H. Newman, El sentido religioso, p. 417. —
11 Lc 6,
39. —
12 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30ª ed., Madrid 1976, n.
108.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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