Francisco Fernández-Carvajal 13 de enero de 2024
@hablarcondios
— La santa pureza, condición indispensable
para amar a Dios y para el apostolado.
— Necesidad de una buena formación para
vivir esta virtud. Diversos campos en los que crece la castidad.
— Medios para vencer.
I.
Pasadas las fiestas de Navidad, en las que hemos considerado principalmente los
misterios de la vida oculta del Señor, vamos a contemplar en este tiempo, de la
mano de la liturgia, los años de su vida pública. Desde el comienzo de su
misión vemos a Jesús buscando a sus discípulos y llamándolos a su servicio,
como hizo Yahvé en épocas anteriores, según nos muestra la Primera
lectura de la Misa, en la que se nos narra la vocación de Samuel1.
El Evangelio nos señala cómo el Señor se hace encontradizo con aquellos tres
primeros discípulos, que serían más tarde fundamento de su Iglesia2:
Pedro, Juan y Santiago.
Seguir a Cristo, entonces y ahora, significa entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma vida. Se entiende bien que para seguir al Señor sea necesario guardar la santa pureza y purificar el corazón. Nos lo dice San Pablo en la Segunda lectura3: Huid de la fornicación... ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Nadie como la Iglesia ha enseñado jamás la dignidad del cuerpo. «La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano»4.
La
castidad, fuera o dentro del matrimonio, según el estado y la peculiar vocación
recibida, es absolutamente necesaria para seguir a Cristo y exige, junto a la
gracia de Dios, la lucha y el esfuerzo personal. Las heridas del pecado
original (en la inteligencia, en la voluntad, en las pasiones y afectos) no
desaparecieron con él cuando fuimos bautizados; por el contrario, introducen un
principio de desorden en la naturaleza: el alma, en formas muy diversas, tiende
a rebelarse contra Dios, y el cuerpo contra la sujeción al alma; los pecados
personales remueven el mal fondo que dejó el pecado de origen y abren las
heridas que causó en el alma.
La
santa pureza, parte de la virtud de la templanza, nos inclina prontamente y con
alegría a moderar el uso de la facultad generativa, según la luz de la razón
ayudada por la fe5.
Lo contrario es la lujuria, que destruye la dignidad del hombre,
debilita la voluntad hacia el bien y entorpece el entendimiento para conocer y
amar a Dios, y también para las cosas humanas rectas. Frecuentemente, la
impureza lleva consigo una fuerte carga de egoísmo, y sitúa a la persona en
posiciones cercanas a la violencia y a la crueldad; si no se le pone remedio,
hace perder el sentido de lo divino y trascendente, pues un corazón impuro no
ve a Cristo que pasa y llama; queda ciego para lo que realmente importa.
Los
actos de renuncia («no mirar», «no hacer», «no desear», «no imaginar»), aunque
sean imprescindibles, no lo son todo en la castidad; la esencia de la castidad
es el amor: es delicadeza y ternura con Dios, y respeto hacia las personas, a
quienes se ve como hijos de Dios. La impureza destruye el amor, también el
humano, mientras que la castidad «mantiene la juventud del amor en cualquier
estado de vida»6.
La
pureza es requisito indispensable para amar. Aunque no es la primera ni la más
importante de las virtudes, ni la vida cristiana se puede reducir a ella, sin
embargo, sin castidad no hay caridad, y es esta la primera virtud y la que da
su perfección y el fundamento a todas las demás7.
Los
primeros cristianos, a quienes San Pablo dice que han de glorificar a Dios en
su cuerpo, estaban rodeados de un clima de corrupción, y muchos de ellos
provenían de ese ambiente. No os engañéis -les decía el
Apóstol-. Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros...
heredarán el reino de Dios. Y eso fuisteis alguno de vosotros...8.
A estos les señala San Pablo que han de vivir con esmero esta virtud poco
valorada, incluso despreciada en aquellos momentos y en aquella cultura. Cada
uno de ellos ha de ser un ejemplo vivo de la fe en Cristo que llevan en el
corazón y de la riqueza espiritual de la que son portadores. Lo mismo nosotros.
II.
Debemos tener la convicción firme de que la santa pureza se puede vivir
siempre, aunque sea muy fuerte la presión contraria, si se ponen los medios que
nos da Dios para vencer y se evitan las ocasiones de peligro.
Para
vivirla, es indispensable tener una buena formación, tratando esta materia con
finura y sentido sobrenatural, pero con claridad y sin ambigüedades, en la
dirección espiritual, para completar o rectificar de este modo las ideas poco
exactas que se puedan tener. A veces, problemas mal
calificados de escrúpulos están motivados porque no se terminó de hablar a
fondo de ellos, y se resuelven cuando se refieren con claridad los hechos
objetivos en la dirección espiritual y en la Confesión.
El
cristiano que de verdad quiere seguir a Cristo ha de unir la pureza de alma a
la pureza del cuerpo: tener ordenados los afectos, de tal manera que Dios ocupe
en todo momento el centro del alma. Por eso, la lucha por vivir esta virtud y
por crecer en ella se ha de extender también al campo de los afectos, a la
«guarda del corazón», y a todas aquellas materias que indirectamente puedan
facilitarla o dificultarla: mortificación de la vista, de la comodidad, de la
imaginación, de los recuerdos.
Para
luchar con eficacia en adquirir y perfeccionar esta virtud debemos, en primer
lugar, estar hondamente convencidos de su valor, de su absoluta
necesidad y de los incontables frutos que produce en la vida interior y en el
apostolado. Esta gracia es necesario pedírsela al Señor, porque no
todos lo entienden9.
Otra condición que fundamenta la eficacia de esta lucha es la humildad:
tiene auténtica conciencia de su propia debilidad quien se aparta decididamente
de las ocasiones peligrosas; quien reconoce con contrición y sinceridad sus
descuidos concretos; quien pide la ayuda necesaria; quien reconoce con
agradecimiento el valor de su cuerpo y de su alma.
Quizá,
según épocas o circunstancias, una persona deberá luchar con más intensidad en
un campo, y a veces en otro bien diverso: la sensibilidad que,
sin mortificación, podría estar más viva por no haberse evitado causas
voluntarias más o menos remotas; lecturas que, aunque no sean
claramente impuras, pueden dejar en el alma un clima de sensualidad; falta de
cuidado en la guarda de la vista...
Otros
campos relacionados con esta virtud de la santa pureza, y que es preciso cuidar
y guardar, son: los sentidos internos (imaginación, memoria),
que, aunque no se detuvieran directamente en pensamientos contra el noveno
mandamiento, son con frecuencia ocasiones de tentaciones, y supone muy poca
generosidad con el Señor no evitarlos; la guarda del corazón, que está
hecho para amar, y al que debemos darle un amor limpio según la propia
vocación, y en el que siempre debe estar Dios ocupando el primer lugar. No
podemos ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía10.
Relacionadas con la guarda del corazón están la vanidad, la tendencia a llamar
la atención, a ser el centro; el afán desmedido de encontrar siempre respuestas
afectivas por parte de los demás; las preferencias y predilecciones menos
ordenadas...
III. Para
seguir a Cristo con un corazón limpio y para ser apóstol en medio de las
circunstancias que a cada uno le han tocado vivir es necesario ejercitar una
serie de virtudes humanas y otras sobrenaturales, apoyados en la gracia, que
nunca nos faltará si ponemos lo que está de nuestra parte y la pedimos con
humildad.
Entre
las virtudes humanas que ayudan a vivir la santa pureza está la laboriosidad,
el trabajo constante, intenso. Muchas veces los problemas de pureza son de ocio
o de pereza. También son necesarias la valentía y la fortaleza para
huir de la tentación, sin caer en la ingenuidad de pensar que aquello no hace
daño, sin falsos pretextos de edad o de experiencia. La sinceridad plena,
contando toda la verdad, con claridad, estando prevenidos contra el «demonio
mudo»11, que tiende a engañarnos, quitando entidad al pecado o a la
tentación, o agrandándolo para hacernos caer en la tentación de la «vergüenza
de hablar». La sinceridad es completamente necesaria para vencer, pues sin ella
el alma se queda sin una ayuda imprescindible.
Ningún
medio sería suficiente si no acudiéramos al trato con el Señor en la oración y
en la Sagrada Eucaristía. Allí encontramos siempre la ayuda
necesaria, las fuerzas que hacen firme la propia flaqueza, el amor que llena el
corazón, siempre insatisfecho con todo lo de este mundo porque fue creado para
lo eterno. En el sacramento de la Penitencia purificamos
nuestra conciencia, recibimos gracias específicas del sacramento para vencer en
aquello, quizá pequeño, en lo que fuimos vencidos, y también la fortaleza que
da siempre una verdadera dirección espiritual.
Si
queremos entender el amor a Jesucristo como lo entendieron los Apóstoles, los
primeros cristianos y los santos de todos los tiempos, es necesario vivir esta
virtud de la santa pureza; si no, nos pegamos a la tierra y no entendemos nada.
Acudimos
a Santa María, Mater Pulchrae Dilectionis12,
Madre del Amor Hermoso, porque Ella crea en el alma del cristiano la delicadeza
y la ternura filial donde puede crecer esta virtud. Y nos concederá la recia
virtud de la pureza si acudimos con amor y confianza.
1 Cfr. 1
Sam 3, 3-10; 19. —
2 Cfr. Jn 1,
35-42. —
3 Cfr. 1
Cor 6, 13-15; 17-20. —
4 Juan
Pablo II, Audiencia general 18-III-1981. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica 2-2, q. 151 a. 2, ad 1. —
6 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 25. —
7 Cfr. J.
L. Soria, Amar y vivir la castidad, Palabra, Madrid 1976,
p. 45. —
8 Cfr. 1
Cor 6, 9-10. —
9 Mt 19,
11. —
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 146. —
11 Cfr. ibídem,
n. 236. —
12 Eclo 24,
24.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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