Francisco Fernández-Carvajal 17 de enero de 2024
@hablarcondios
— Necesidad apremiante de este apostolado.
— Formación en las verdades de la fe.
Estudiar y enseñar el Catecismo. Transmitir las verdades que
se reciben.
— La oración y la mortificación deben
acompañar a todo apostolado. Solo la gracia puede mover a la voluntad a asentir
a las verdades de la fe. Con la ayuda del Señor superamos los obstáculos.
I. En numerosas ocasiones nos dice el Evangelio que las gentes se agolpaban junto al Señor para ser curadas1. Hoy leemos en el Evangelio de la Misa2 que seguía a Jesús una gran muchedumbre de Galilea y de Judea; también de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón. Es tanta la gente que el Señor manda a sus discípulos que preparen una barca por causa de la muchedumbre; porque sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Es gente necesitada la que acude a Cristo. Y les atiende, porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. Durante los tres años de su vida pública curó a muchos, libró a endemoniados, resucitó a muertos... Pero no curó a todos los enfermos del mundo, ni suprimió todas las penalidades de esta vida, porque el dolor no es un mal absoluto –como lo es el pecado–, y puede tener un incomparable valor redentor, si se une a los sufrimientos de Cristo.
Jesús
realizó milagros, que fueron remedio, en casos concretos, de dolores y de
sufrimientos, pero eran ante todo un signo y una muestra de su misión divina,
de la redención universal y eterna. Y los cristianos continuamos en el tiempo
la misión de Cristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes,
bautizándolos... y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo3.
Antes de su Ascensión al Cielo nos dejó el tesoro de su doctrina, la única
doctrina que salva, y la riqueza de los sacramentos, para que nos acerquemos a
ellos en busca de la vida sobrenatural.
Las
muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces. También ahora las
vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde
dirigir sus vidas. La humanidad, a pesar de todos los progresos de estos veinte
siglos, sigue sufriendo dolores físicos y morales, pero sobre todo padece la
gran falta de la doctrina de Cristo, custodiada sin error por el Magisterio de
la Iglesia. Las palabras del Señor siguen siendo palabras de vida eterna que enseñan
a huir del pecado, a santificar la vida ordinaria, las alegrías, las derrotas y
la enfermedad..., y abren el camino de la salvación. Esta es la gran necesidad
del mundo. Y las muchedumbres, ¡tantas veces lo hemos comprobado!, «están
deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá
algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la
aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero,
convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que
el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le
satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan
entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza
del Señor»4. En nuestras manos está ese tesoro de doctrina para
darla a tiempo y a destiempo5,
con ocasión y sin ella, a través de todos los medios a nuestro alcance. Y esta
es la tarea verdaderamente apremiante que tenemos los cristianos.
II. Para
dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el
corazón: meditarla y amarla. Todos los cristianos, cada uno según los dones que
ha recibido –talento, estudios, circunstancias...–, necesita poner los medios
para adquirirla. En ocasiones, esta formación comenzará por conocer bien
el Catecismo, que son esos libros «fieles a los contenidos
esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método,
capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los
tiempos nuevos»6,
de los que habla Juan Pablo II.
La
vida de fe de un cristiano corriente lleva, en muchas ocasiones, a un flujo
continuo de adquisición y transmisión de la fe: Tradidi quod accepi...
Os entrego lo que recibí7,
decía San Pablo a los cristianos de Corinto. La fe de la Iglesia es fe viva,
porque es continuamente recibida y entregada. De Cristo a los Apóstoles, de
estos a sus sucesores. Así, hasta hoy: resuena siempre idéntica a sí misma en
el Magisterio vivo de la Iglesia8.
La doctrina de la fe es «recibida y entregada» por la madre de familia, por el
estudiante, por el empresario, por la empleada de comercio... ¡Qué buenos
altavoces tendría el Señor si nos decidiéramos todos los cristianos –cada uno
en su sitio– a proclamar su doctrina salvadora, como hicieron nuestros hermanos
en la fe! Id y enseñad..., nos dice a todos el mismo Cristo. Se
trata de la difusión espontánea de la doctrina, de modo a veces informal, pero
extraordinariamente eficaz, que realizaron los primeros cristianos: de familia
a familia; entre compañeros del mismo trabajo, entre vecinos, entre los padres
de un colegio; en los barrios, en los mercados, en las calles. El trabajo, la
calle, el colegio profesional, la Universidad, la vida civil... se convierten
entonces en el cauce de una catequesis discreta y amable, que penetra hasta lo
más hondo de las costumbres de la sociedad y de la vida de los hombres.
«Créeme, el apostolado, la catequesis, de ordinario, ha de ser capilar: uno a
uno. Cada creyente con su compañero inmediato.
»A los
hijos de Dios nos importan todas las almas, porque nos importa cada alma»9.
¡Cómo conmoverán el corazón de Dios esas madres, sin tiempo muchas veces, que
pacientemente explican las verdades del Catecismo a sus
hijos... y quizá a los hijos de sus vecinas y amigas! ¡O el estudiante que se
traslada al barrio, quizá lejano, para explicar las mismas verdades..., aunque
tenga que esforzarse para preparar el examen que tiene a los pocos días y en el
que ha de sacar buena calificación!
Ahora,
cuando en tantos lugares y con tantos medios se ataca la doctrina de la
Iglesia, es necesario que los cristianos nos decidamos a poner todos los medios
para adquirir un conocimiento hondo de la doctrina de Jesucristo y de las
implicaciones de estas enseñanzas en la vida de los hombres y en la sociedad.
Amar a Dios con obras significará en muchos casos dedicar el tiempo oportuno a
esa formación: estudio, esmero en la lectura espiritual, estar atentos en las
charlas de formación que oímos... Aprovechar también esos días de descanso, en
los que se puede disponer de más tiempo. Amar a Dios con obras será apreciar
esas verdades, que tienen su origen en el mismo Cristo, como un tesoro que
hemos de amar y meditar con frecuencia. Nadie da lo que no tiene: y para dar
doctrina hay primero que tenerla.
III.
«Ante tanta ignorancia y tantos errores acerca de Cristo, de su Iglesia... de
las verdades más elementales, los cristianos no podemos quedarnos pasivos, pues
el Señor nos ha constituido sal de la tierra (Mt 5,
13) y luz del mundo (Mt 5, 14). Todo cristiano ha
de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de
evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1
Cor 9, 16)»10.
Nadie puede desentenderse de este urgente quehacer. «Tarea del cristiano:
ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de
ser atinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con
juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo
y a los que le abandonan o no le conocen.
»—Pero
comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad»11,
iniciativas, deseos de dar a conocer a todos el rostro amable del Señor.
Al
advertir la extensión de esta tarea –difundir la doctrina de Jesucristo– hemos
de empezar por pedirle al Señor que nos aumente la fe: fac me tibi
semper magis credere, haz que yo crea más y más en Ti, suplicamos en
el Adoro te devote, ese himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino.
De este modo podremos decir, también con palabras de este himno: «creo todo lo
que me ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta Palabra de
verdad». Con una fe robustecida, nos dispondremos a ser instrumentos en manos
del Señor, que concede la luz a las mentes oscurecidas por la ignorancia y el
error. Solo la gracia de Dios puede mover la voluntad para asentir a las
verdades de la fe. Por eso, cuando queremos atraer a alguno a la verdad
cristiana, debemos acompañar ese apostolado con una oración humilde y
constante; y, junto a la oración, la penitencia: una mortificación, quizá en
detalles pequeños referentes al trabajo, a la vida familiar..., pero
sobrenatural y concreta.
Ante
las barreras que algunas veces encontraremos en ambientes difíciles, y ante
obstáculos que puedan parecer insuperables, nos llenará de optimismo recordar
que la gracia del Señor puede remover los corazones más duros, que es mayor la
ayuda sobrenatural cuanto mayores sean las dificultades que encontremos.
Señor,
¡enséñanos a darte a conocer! También hoy las muchedumbres andan perdidas y
necesitadas de Ti, ignorantes y tantas veces sin luz y sin camino. Santa María,
¡ayúdanos a no desaprovechar ninguna ocasión en la que podamos dar a conocer a
tu Hijo Jesucristo!, ¡guíanos para que sepamos ilusionar a otros muchos en esta
noble tarea de difundir la Verdad!
1 Cfr. Lc 6,
19; 8, 45, etc. —
2 Mc 3,
7-12. —
3 Mt 28,
19-20. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 260. —
5 Cfr. 2
Tim 4, 2. —
6 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 50.
—
7 Cfr. 1
Cor 11, 23. —
8 Cfr. P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 164. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 943. —
10 Juan
Pablo II, Discurso en Granada, 15-XI-1982. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 864.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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