Francisco Fernández-Carvajal 27 de febrero de 2024
@hablarcondios
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Identificar en todo nuestra voluntad con la del Señor. Corredimir con Él.
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Ofrecimiento del dolor y de la mortificación voluntaria. Penitencia en la vida
ordinaria. Algunos ejemplos de mortificación.
—
Mortificaciones que nacen del servicio a los demás.
I.
Jesús habla por tercera vez a sus discípulos de su Pasión y Muerte, y de su
Resurrección gloriosa, mientras se encamina a Jerusalén. En un alto del camino,
cerca ya de Jericó, una mujer, la madre de Santiago y Juan, se le acerca para
hacerle una petición en favor de sus hijos. Se postró, cuenta San
Mateo, para hacerle una petición. Con toda sencillez le dice a
Jesús: Ordena que estos hijos míos se sienten en tu Reino uno a tu
derecha y otro a tu izquierda1.
El Señor le respondió enseguida: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber
el cáliz que yo he de beber? Ellos dijeron: —Podemos2.
Los dos hermanos no debieron entender mucho, pues poco antes, cuando Jesús hablaba de la Pasión, dice San Lucas: Ninguna de estas cosas comprendían; al contrario, para ellos era un lenguaje desconocido, y no entendían lo que les decía3.
Es
difícil de entender el lenguaje de la Cruz. Sin embargo, ellos están
dispuestos, aunque sea con una intención general, a querer todo lo que Jesús
quiera. No habían puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos
puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar
dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también, cuando
no coincida con nuestros deseos. «Su majestad –dice Santa Teresa– sabe mejor lo
que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de dar, que nos
puede con razón decir que no sabemos lo que pedimos»4.
Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que
conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor.
Juan y
Santiago piden un puesto de honor en el nuevo reino, y Jesús les habla de la
redención. Les pregunta si están dispuestos a padecer con Él. Utiliza la imagen
hebrea del cáliz, que simboliza la voluntad de Dios sobre un hombre5.
El del Señor es un cáliz amarguísimo que se trocará en cáliz de bendición6 para
todos los hombres.
Beber
la copa de otro era la señal de una profunda amistad y la disposición de
compartir un destino común. A esta estrecha participación invita el Señor a
quienes quieran seguirle. Para participar en su Resurrección gloriosa es
necesario compartir con Él la Cruz. ¿Estáis dispuestos a padecer conmigo?
¿Podéis beber mi cáliz conmigo? Podemos, le respondieron aquellos
dos Apóstoles.
Santiago
murió pocos años más tarde, decapitado por orden de Herodes Agripa7.
San Juan padeció innumerables sufrimientos y persecuciones por amor a su Señor.
«También
a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis
bibere calicem quem ego bibiturus sum? (Mt 20, 22):
¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al
cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus (Mt 20,
22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros
y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro
Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a
nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor
propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace
que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar»8.
II.
Cuando aquella mujer hizo su petición de madre, Jesús preguntó a sus
discípulos: «¿podéis beber el cáliz...? El Señor sabía que
podrían imitar su pasión, y sin embargo les pregunta, para que todos oigamos
que nadie puede reinar con Cristo si no ha imitado antes su pasión; porque las
cosas de mucho valor no se consiguen más que a un precio muy alto»9.
No existe vida cristiana sin mortificación: es su precio. «El Señor nos ha
salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho
a la vida. No podemos honrar a Cristo si no lo reconocemos como nuestro
Salvador, si no lo honramos en el misterio de la Cruz... El Señor hizo del
dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido, siempre que nosotros
no rehusemos unir nuestro dolor al suyo y hacer de este con el suyo un medio de
redención»10.
El
dolor tendrá ya para siempre la posibilidad de sumarse al cáliz del Señor,
unirse a su pasión, para la salvación de toda la humanidad. Lo que no tenía
sentido ya lo tiene en Cristo. También nosotros podemos decir: Todo lo
sufro por amor de los escogidos, a fin de que consigan también ellos la
salvación, adquirida por Jesucristo, con la gloria celestial11; no
hay día, hermanos, en que yo no muera por la gloria vuestra y también mía, que
está en Jesucristo nuestro Señor12.
La
mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tiene
como motivo principal la corredención, «la participación en los sufrimientos de
Cristo»13, participar del mismo cáliz del Señor. Nosotros somos los
primeros beneficiados, pero la eficacia sobrenatural de nuestro dolor ofrecido
y de la mortificación voluntaria alcanzan a toda la Iglesia, y aun al mundo
entero. Esta voluntaria mortificación es medio de purificación y de desagravio,
necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la
eficacia apostólica, porque «la acción nada vale sin la oración: la oración se
avalora con el sacrificio»14.
El
espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida
corriente, en el quehacer de cada día, sin necesidad de esperar ocasiones
extraordinarias. «Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has
fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños
quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. También, no dejar para más
tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
»La
penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y
contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa
necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración a
pesar de que estés rendido, desganado o frío.
»Penitencia
es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos.
Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que
padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es
interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los
intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.
»La
penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades
de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya
pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos
sirven, sin importunar con caprichos.
»Penitencia,
para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o
educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del
error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de
subjetivismos necios y sentimentales.
»El
espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto
monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán
nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos
renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea
Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!»15.
III. Los
demás discípulos, que habían oído el diálogo de Jesús con los dos
hermanos, comenzaron a indignarse. Entonces les dijo el
Señor: Sabéis que los jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos
los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; el que quiera llegar a ser
grande, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea
el esclavo de todos; porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino
a servir y a dar su vida en redención por muchos16.
El
servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud
ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en
lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se
presentan cada día. Servir incluso al que no lo agradece, sin esperar nada a
cambio. Es la mejor ocasión de dar la vida por los demás, de un modo eficaz y
discreto, que apenas se nota, y de combatir el propio egoísmo, que tiende a
robarnos la alegría.
La
mayoría de las profesiones suponen un servicio directo a los demás: amas de
casa, comerciantes, profesores, empleadas de hogar, y todas, aunque sea de modo
menos directo, son un servicio. Ojalá no perdamos de vista este
aspecto, que contribuirá a santificarnos en el trabajo.
Servir
a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo.
En ocasiones, este espíritu de servicio chocará con la mentalidad de muchos que
solo piensan en sí mismos. Para nosotros los cristianos es «nuestro orgullo» y
nuestra dignidad, porque así imitamos a Cristo, y porque para servir
voluntariamente, por amor, es necesario poner en juego muchas virtudes humanas
y sobrenaturales. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir,
según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a
servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede
verdaderamente reinar solo sirviendo, a la vez, el servir exige
tal madurez espiritual que es necesario definirlo como el reinar.
Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es
necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio»17.
No nos
importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no
recibamos ningún pago ni recompensa. Servir, junto a Cristo y por Cristo, es
reinar con Él. Nuestra Madre Santa María, que sirvió a su Hijo y a San José,
nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo.
1 Mt 20,
21-22. —
2 Mt 20,
22. —
3 Lc 18,
34. —
4 Santa
Teresa, Moradas, 11, 8. —
5 Cfr. Sal 16,
5. —
6 Is 51,
17-22. —
7 Cfr. Hech 12,
2. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 15. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 35. —
10 Pablo
VI, Alocución, 24-II-1967. —
11 1
Tim 2, 10. —
12 1
Cor 15, 31. —
13 Pablo
VI, Paenitemini, 17-II-1966. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 81. —
15 ídem, Amigos
de Dios, 138. —
16 Mt 20,
24-28. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 21.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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