Francisco Fernández-Carvajal 18 de octubre de 2024
@hablarcondios
—
Abiertos a la misericordia divina.
— La
pérdida del «sentido del pecado».
— Junto
a Cristo entendemos qué es verdaderamente el pecado. Delicadeza de conciencia.
I. San
Lucas recoge en el Evangelio de la Misa de hoy una fuerte sentencia de
Jesús: Todo el que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, será
perdonado; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado1.
San Marcos añade que esta blasfemia no tendrá perdón jamás; el que la cometa
será reo de castigo eterno2.
San Mateo sitúa esta sentencia en un contexto que explica mejor las palabras del Señor3. Relata este Evangelista que la multitud, asombrada ante tantas maravillas, se preguntaba: ¿No será este el Hijo de David?4. Pero los fariseos, ante tantos prodigios que no pueden negar, no quieren rendir sus inteligencias ante esos hechos que todo el mundo conoce; no encuentran otra salida que atribuir al mismo demonio la acción divina de Jesús. Es tal la dureza de su corazón que, con tal de no ceder, están dispuestos a tergiversar radicalmente lo que resulta evidente para todos. Por eso murmuraban: Este no expulsa los demonios sino por Beelzebul, príncipe de los demonios. En esa cerrazón a la gracia y tergiversación de los hechos sobrenaturales consiste la blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo: en excluir la misma fuente del perdón5. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del Señor, cercano siempre a nuestra vida. La cerrazón de aquellos fariseos impedía que la poderosa acción divina llegara hasta ellos.
Jesús
llama a esta actitud pecado contra el Espíritu Santo. Y es
imperdonable, no tanto por su gravedad y malicia, sino por la disposición
interna de la voluntad, que anula toda posibilidad para el arrepentimiento. El
que peca así, se sitúa, él mismo, fuera del perdón divino.
El
Papa Juan Pablo II nos advierte de la extrema gravedad de esta actitud ante la
gracia, que lleva consigo una deformación de la conciencia, pues «la blasfemia
contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un
pretendido “derecho a perseverar en el mal” –en cualquier pecado– y rechaza la
Redención. El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la
conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que
considera no esencial o sin importancia para su vida»6.
Nosotros
le pedirnos hoy al Señor una radical sinceridad y una verdadera humildad para
reconocer nuestras faltas y pecados, también los veniales, que no nos
acostumbremos a ellos, que seamos rápidos en acudir a Él y que nos perdone y
deje nuestro corazón sensible a la acción del Espíritu Santo. Y a Nuestra
Señora le pedimos el santo temor de Dios para no perder nunca
el sentido del pecado, y la conciencia de los propios errores y flaquezas. «Cuando
tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la
luz. Y Jesucristo nos ha dicho que Él es la Luz del mundo y que ha venido a
curar a los enfermos»7.
II.
Jesucristo nos dio a conocer plenamente al Espíritu Santo como una Persona
distinta del Padre y del Hijo, como el Amor personal dentro de la Trinidad
Beatísima, que es la fuente y modelo de todo amor creado8.
En
todas las acciones de Jesús está presente el Espíritu, pero será en la Última
Cena cuando el Señor hable de Él con más claridad, como de una Persona distinta
del Padre y del Hijo, y muy cercano a la Redención del mundo. Jesús se refiere
a Él como a un paráclito o consejero, esto es, un
abogado y confortador. La palabra paráclito era usada en el
mundo profano griego para referirse a una persona llamada a asistir o a hablar
por otra, especialmente en los procesos legales. El Espíritu Santo tiene por
eso una particular misión en lo que se refiere al juicio de la propia
conciencia y a ese otro juicio tan especial de la Confesión,
en el que el reo sale absuelto para siempre de sus culpas y lleno de una
riqueza nueva.
La
misericordia divina, que se ejerce por esta acción misteriosa y salvífica del
Espíritu Santo, «encuentra en el hombre que se halla en esta condición (de
falta de apertura a la acción de la gracia) una resistencia interior, como una
impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse
consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura
suele llamar dureza de corazón (cfr. Sal 81,
13; Jer 7, 24; Mc 3, 5). En nuestro tiempo a
esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido
del pecado»9.
Lo
contrario a la dureza de corazón es la delicadeza de conciencia, que tiene el
alma cuando aborrece todo pecado, incluso venial, y procura ser dócil a las
inspiraciones y gracias del Espíritu Santo, que son incontables a lo largo del
día. «Cuando uno tiene sano el olfato del alma –hacía notar San Agustín–, al
instante percibe el mal olor de los pecados»10.
¿Somos sensibles nosotros a las ofensas que se hacen a Dios? ¿Reaccionamos con
prontitud ante nuestras faltas y pecados?
III. En
muchos hombres se va perdiendo el sentido del pecado, y, consiguientemente, el
sentido de Dios. No es raro que en el cine, en la televisión, en comentarios de
prensa se enjuicien ideas y hechos contrarios a la ley de Dios como asuntos
normales, que a veces se deploran por sus consecuencias dañinas para la
sociedad y para el individuo, pero sin referencia alguna al Creador. En otras
ocasiones, se exponen estos hechos como sucesos que atraen la curiosidad
pública, pero sin darles una mayor trascendencia: infidelidades matrimoniales,
hechos escandalosos, difamaciones, faltas contra el honor, divorcios, estafas,
prevaricaciones, cohechos... No faltan quienes, aun llamándose cristianos, se
recrean en esas situaciones, las consideran con detenimiento, entrevistan a sus
protagonistas... y parece como si no se atrevieran a llamarlas por su nombre.
En todo caso, se suele olvidar lo más importante: la relación con Dios, que es
lo que da el verdadero sentido a lo humano. Se juzga con criterios muy alejados
del sentir de Dios, como si Él no existiera o no contara en los asuntos de la
vida. Es un ambiente pagano generalizado, parecido al que encontraron los
primeros cristianos, y que hemos de cambiar, como ellos hicieron.
En
nuestra propia vida sentiremos el peso de nuestros pecados solo cuando
consideremos esas faltas, ante todo, como ofensas a Dios, que nos separan de Él
y nos vuelven torpes y sordos para oír al Paráclito, al Espíritu Santo, en el
alma. Cuando las propias debilidades no se relacionan con el Señor, ocurre lo
que ya hacía notar San Agustín: hay –afirma el Santo– quienes, al cometer
cierta clase de pecados, se imaginan no pecar, porque dicen que no hacen mal a
nadie11. ¡Qué gracia tan grande, por el contrario, sentir el peso de
nuestras faltas, que nos llevará a hacer actos reiterados de contrición y a
desear ardientemente la Confesión frecuente, donde el alma se purifica y se
dispone para estar cerca de Dios! «Si no andáis encorvado y entristecido por el
pecado, no le habéis conocido (el mal cometido) –enseña San Juan de Ávila–.
Pesa el pecado: sicut onus grave gravatae sunt super me (Sal 37,
5). Más pesa el pecado que yo... ¿Qué cosa es el pecado? Una deuda insoluble,
una carga insoportable que ni quintales pesan tanto»12.
Y más adelante dice el Santo: «No hay carga tan pesada, ¿por qué no la
sentimos? Porque no hemos sentido la bondad de Dios»13.
San Pedro descubrió en la pesca milagrosa la divinidad de Cristo y su propia
poquedad. Por eso se echó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de
mí, Señor, que soy un pobre pecador14.
Pedía al Señor que se apartara, porque le parecía que, con la oscuridad de sus
flaquezas, no podría soportar su radiante luz. Y mientras sus palabras
declaraban su indignidad, los ojos y toda su actitud rogaban a Jesús
fervientemente que lo tomaran con Él para siempre.
La
suciedad de los pecados necesita un término de referencia, y este es la
santidad de Dios. El cristiano solo percibe el desamor cuando considera el amor
de Cristo. De otro modo justificará fácilmente todas sus debilidades. Pedro,
que ama a Jesús profundamente, sabrá arrepentirse de sus negaciones,
precisamente con un acto de amor, que quizá nosotros también hemos empleado
muchas veces: Domine -le dirá aquella mañana después de la
segunda pesca milagrosa-, tu omnia nosti, tu scis quia amo te15.
Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo. Así acudiremos al Señor
con un acto de amor, cuando no hayamos correspondido al suyo. La contrición da
al alma una gran fortaleza, devuelve la esperanza y proporciona una particular
delicadeza para oír y entender a Dios.
Pidamos
con frecuencia a Nuestra Madre Santa María, que tan dócil fue a las mociones
del Espíritu Santo, que nos enseñe a tener una conciencia muy delicada, que no
nos acostumbremos al peso del pecado y que sepamos reaccionar con prontitud
ante el más pequeño pecado venial deliberado.
1 Lc 12,
10. —
2 Cfr. Mc 3,
29. —
3 Cfr. Mt 12,
32. —
4 Mt 12,
13. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 14, a. 3. —
6 Juan
Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 46.
—
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 158. —
8 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Gaudium el spes, 24. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit., 47. —
10 San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 37, 9. —
11 Cfr. ídem, Sermón
278, 7. —
12 San
Juan de Ávila, Sermón 25, para el Domingo 21 después de
Pentecostés, en Obras completas, vol. II, p. 354. —
13 Ibídem,
p. 355. —
14 Cfr. Lc 5,
8-9. —
15 Jn 21,
17.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx#google_vignette
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