José Luis Farías 24 de noviembre de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
El 8
de marzo de 1983, el presidente norteamericano Ronald Reagan pronunció un
discurso ante la “Convención Anual de la Asociación Nacional de Evangélicos”,
en Orlando, Florida, que muchos consideran uno de los más poderosos de su
mandato y un punto de inflexión en la política mundial: el “Discurso del
Imperio del Mal”, una retórica que rememora y reivindica de forma implícita a
Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman, aunque no los nombre directamente.
Reagan lo hace al retomar, con un estilo propio y en un contexto diferente, los
ideales y la narrativa moral que estos presidentes emplearon durante la Segunda
Guerra Mundial y los primeros años de la Guerra Fría. Este lenguaje no es
casual,
Ese día, Reagan no solo describió a la Unión Soviética como una “amenaza al orden mundial” sino que, en un movimiento que redefiniría el pensamiento político de la derecha internacional, la señaló como la personificación misma del mal. El discurso se convirtió en un símbolo del regreso a una narrativa de confrontación moral, una dicotomía entre el bien y el mal que perduraría mucho después de la Guerra Fría. Y fue precisamente esa visión dual de la historia lo que marcó la huella de Reagan: un hombre que, desde el poder, veía al mundo como una gran narrativa de redención y condena, de luces y sombras. Pero esta visión, aunque efectiva para unificar fuerzas en el corto plazo, también desmanteló algo esencial: el centro político como espacio de equilibrio y consenso. A partir de entonces entramos en la batalla ideológica polarizante que definió el mundo actual.
Este
ataque al centro, a esa zona de moderación y acuerdo que siempre ha sido
fundamental para la democracia, puede ser visto hoy como uno de los efectos más
duraderos de la retórica de Reagan. En palabras de la historiadora Anne
Applebaum, este tipo de discurso polarizado “construye una narrativa de enemigo
absoluto, un enemigo cuya mera existencia justifica cualquier medida para
derrotarlo”. Y cuando el enemigo es visto no solo como una amenaza, sino como
una encarnación del mal, la posibilidad de un consenso político se vuelve
irrelevante y, en última instancia, peligrosa.
El
discurso de Reagan contribuyó a la desintegración del “centro político”, es
decir, de las posturas moderadas que buscaban el diálogo entre los bloques.
Para Tony Judt, “Reagan reforzó una visión de la política internacional en la
que las concesiones se interpretan como debilidad”. Según él, al legitimar esta
visión, Reagan contribuyó a generar una intolerancia hacia el pluralismo y el
compromiso, elementos necesarios para la convivencia democrática y para la
diplomacia.
El
discurso “El Imperio del Mal” reflejaba una confrontación narrativa que definió
la Guerra Fría. En palabras de Timothy Garton Ash , “Reagan empleó una visión
maniquea que simplificaba la complejidad del conflicto al reducirlo a una
batalla entre la libertad y la tiranía”. Garton Ash critica esta visión,
señalando que la retórica polarizante de Reagan dificultó el diálogo y el
entendimiento, y sentó las bases de una política internacional que aún hoy en
día utiliza la narrativa de enemigos irreconciliables
Al
definir al “otro” como el mal absoluto, hizo que el compromiso y el pluralismo
parecieran concesiones inaceptables. Así, su discurso no solo es recordado como
un momento álgido de la Guerra Fría, sino también como el inicio de una
tendencia que aún hoy amenaza la capacidad de las democracias para encontrar
puntos en común en un mundo cada vez más dividido.
Lucha
Moral Global
En
este discurso, Reagan no ofreció una estrategia militar ni un plan económico.
Su discurso, más que nada, fue un sermón moral. Lo que buscaba Reagan no era
simplemente enfrentar a la Unión Soviética en el terreno de las armas, sino
ponerla ante el espejo de una lucha trascendental: el comunismo, en su visión,
no era solo un sistema político, sino una maldad inherente que amenazaba los
valores fundamentales de la humanidad. “La lucha en la que estamos es una lucha
entre el bien y el mal”, proclamó, estableciendo de inmediato la dicotomía que
definiría todo su análisis. Este enfrentamiento no era solo un choque de
ideologías, sino una batalla cósmica en la que el destino del mundo pendía de
un hilo, y en la que Estados Unidos, con su democracia y sus valores
cristianos, debía erigirse como el defensor de la libertad.
Reagan
no solo advertía sobre los peligros de la agresión soviética, sino que, con una
firmeza que rayaba en la certeza religiosa, denunciaba la ingenuidad de quienes
apostaban por el apaciguamiento. “Si la historia enseña algo, es que el
apaciguamiento ingenuo o el pensamiento ilusorio sobre nuestros adversarios es
una locura”, sentenció. Este pasaje es fundamental porque va más allá de la
política de bloques que caracterizaba la Guerra Fría. En sus palabras, Reagan
condenaba no solo una política exterior blanda, sino una postura moral que
ponía en riesgo la libertad y la justicia. Así, su discurso se llenaba de una
urgencia mesiánica, casi como si Estados Unidos estuviera destinado a cumplir
con una misión sagrada: la defensa de un mundo libre frente a la opresión
comunista.
Pero
no todo es un llamado a la guerra fría. De hecho, en su discurso, Reagan
rechaza abiertamente la idea de un congelamiento nuclear entre las dos
superpotencias. Según él, cualquier congelación de armas en los niveles
actuales no solo sería inútil, sino contraproducente. Para Reagan, ceder en ese
terreno implicaba dar a los soviéticos un espacio de respiro, un reconocimiento
tácito de su poderío militar sin que hubiera un compromiso real de su parte
para la paz. “La paz solo puede asegurarse a través de la fortaleza”, afirmó,
consolidando así su visión de la “paz a través de la fortaleza”. La paz, para
Reagan, no era el fin último de la diplomacia, sino una consecuencia directa de
una posición de poder indiscutible, que impidiera cualquier tipo de agresión.
Y es
que la amenaza no solo era militar, sino también moral y espiritual. En su
discurso, Reagan identifica a la Unión Soviética como el “Imperio del Mal”, y
lo hace con un claro propósito: demostrar que el comunismo no era simplemente
un adversario ideológico, sino una amenaza directa a la libertad individual y a
los principios morales que, según él, Estados Unidos debía defender a toda
costa. “Mientras ellos predican la supremacía del Estado, declaran su omnipotencia
sobre el hombre individual y predicen su dominación de todos los pueblos de la
Tierra, ellos son el foco del mal en el mundo moderno”, sentencia. Esta imagen
apocalíptica coloca a la Unión Soviética no solo como una potencia enemiga,
sino como una entidad malévola que debía ser detenida no solo por razones
políticas, sino porque representaba el mal absoluto. En esa visión, el
comunismo no era una opción política: era el enemigo del alma humana.
La
moralidad, entonces, se convierte en el eje central de su discurso. Reagan,
quien en muchas ocasiones se presentó como un hombre de fe, sostiene que la
crisis del mundo occidental no solo es política, sino profundamente espiritual.
Al citar a Whittaker Chambers, quien describió la crisis del mundo occidental como
una crisis de indiferencia hacia Dios, Reagan no solo critica a la Unión
Soviética, sino también a un Occidente que ha perdido su rumbo moral. En sus
ojos, la lucha contra el comunismo no era solo geopolítica, sino una cuestión
de valores universales, de un principio cristiano de justicia frente a la
barbarie. “La verdadera crisis que enfrentamos hoy es una crisis espiritual”,
señala, subrayando que la resistencia al comunismo no puede reducirse a una
confrontación militar, sino que debe entenderse como una lucha por la moralidad
y la libertad.
La
responsabilidad de Estados Unidos, entonces, no solo era mantener su fortaleza
militar, sino ser el líder moral del mundo. Reagan apelaba a la historia, y al
mismo tiempo a la posibilidad de redención: “El comunismo es otro triste y
bizarro capítulo en la historia humana cuyas últimas páginas se están
escribiendo incluso ahora”. En esta afirmación, Reagan no solo veía la derrota
del comunismo como una inevitabilidad, sino como una misión histórica de los
Estados Unidos. Al citar a Thomas Paine, nos recuerda que el futuro del mundo
está en nuestras manos, que tenemos el poder de “volver a empezar el mundo de
nuevo”. Y con ese mensaje de esperanza, de fuerza y de fe, concluye su
discurso, reafirmando la visión mesiánica de que Estados Unidos no solo es un
país poderoso, sino la nación elegida para liderar al mundo hacia un futuro de
libertad.
Reagan,
al final, no solo hablaba desde el poder, sino desde una visión que trascendía
la política. Su discurso fue, más que una exposición de estrategias, un llamado
a una lucha moral. Una lucha que Estados Unidos debía ganar no solo con sus
fuerzas militares, sino con la fortaleza de su fe, con su compromiso
inquebrantable con los valores de la libertad y la justicia. En ese sentido, el
discurso del “Imperio del Mal” es un testamento de una época, una visión del
mundo donde la política global se juega no solo en el terreno de las armas,
sino en el de la moralidad. Un discurso que nos recuerda que, al final, las
grandes luchas de la historia son, en su esencia, luchas por el alma del mundo.
La
Retórica de Reagan como Estrategia de Dominación Capitalista
Pero
lo que podría haber sido solo un juego de retórica tiene, según ciertos
historiadores marxistas, una lectura mucho más siniestra.
Para
Eric Hobsbawm, la famosa frase de Reagan no es un simple juicio ideológico,
sino una maquinaria de propaganda destinada a expandir el capitalismo bajo el
pretexto de proteger la libertad. Hobsbawm, con su habitual capacidad para
desmenuzar las estrategias del poder, plantea que Reagan no solo se limitó a
oponer capitalismo y comunismo: convirtió esta oposición en una lucha moral
entre buenos y malos. “Reagan convirtió la lucha de clases en una lucha de
buenos contra malos, disfrazando la hegemonía capitalista de un deber moral”,
señala el historiador. Aquí, la verdadera intención, sugiere Hobsbawm, era
justificar la expansión del capitalismo sin que pareciera un acto imperialista,
sino un “deber sagrado”.
David
Harvey, otro crítico marxista, retoma esta lectura, pero la proyecta en un
plano más amplio, el del neoliberalismo. Para Harvey, Reagan utilizó la
narrativa polarizante no solo para defender el capitalismo, sino para abrir el
camino al proyecto neoliberal en una escala global. Según Harvey, la
demonización de la Unión Soviética como “imperio del mal” fue una estrategia
destinada a imponer la desregulación y la privatización como si fueran
herramientas de libertad, cuando en realidad sentaban las bases para una
desigualdad mucho mayor. Harvey señala: “Reagan utilizó una narrativa
polarizante que promovía la hegemonía del mercado bajo el manto de la lucha por
la libertad, justificando un proyecto neoliberal que acabaría ampliando la
desigualdad mundial”. Así, el discurso del “imperio del mal” no era solo una
condena; era el argumento necesario para imponer una nueva forma de dominación
económica global.
Por su
parte, Ellen Meiksins Wood interpreta el discurso de Reagan como un mito que
legitima el capitalismo. Ella percibe en sus palabras una maniobra que encubre
la explotación, envolviéndola en la bandera de la libertad, mientras señala a
un enemigo externo que desvíe la atención de las verdaderas carencias del
sistema. En sus palabras, “Reagan utilizó la retórica de la libertad para hacer
invisible la explotación inherente al capitalismo, creando un enemigo externo
que distraía a la clase trabajadora de sus verdaderos problemas”. Aquí, el
discurso se convierte en un recurso que adormece y desvía, evitando que la
clase trabajadora mire hacia el centro del conflicto: la propia estructura
capitalista y su opresión intrínseca.
El
teórico y crítico cultural Aijaz Ahmad agrega otro nivel de profundidad a esta
crítica. Para él, el discurso fue, además de un manifiesto ideológico, una
herramienta en la guerra ideológica que Estados Unidos libraba contra los
movimientos anticapitalistas en el Tercer Mundo. Ahmad apunta que, al presentar
el comunismo como una amenaza absoluta, Reagan construyó una justificación para
las intervenciones militares y el respaldo a dictaduras en América Latina y en
otras regiones en desarrollo. “Reagan no solo defendía al capitalismo frente al
comunismo, sino que legitimaba la represión de cualquier forma de resistencia
anticapitalista, con el argumento de que cualquier alternativa era un paso
hacia el mal absoluto”, advierte Ahmad. La retórica de Reagan, en esta
interpretación, funciona como una carta blanca para la intervención, como una
autorización para reprimir, en nombre de la libertad, a cualquier nación que
desafíe el modelo capitalista.
Los
cuatro autores coinciden en que, bajo la retórica de Reagan, no hay solo un
enfrentamiento entre dos sistemas económicos, sino una estrategia que encubre
el expansionismo capitalista bajo el pretexto de una lucha moral. La estrategia
de Reagan, entonces, no es casual: es una estructura que permite perpetuar el
dominio, que justifica la desigualdad y que, con el tiempo, prepara el terreno
para que el neoliberalismo penetre en todos los rincones del mundo. En este
sentido, el discurso de Reagan no fue un simple ataque al comunismo, sino el
preludio de un nuevo orden económico que habría de modelar el mundo en las
siguientes décadas.
Este
discurso, que parecía ser una declaración moral, encubre, desde esta lectura
marxista, una maquinaria de poder compleja, un plan orquestado para consolidar
una hegemonía económica global bajo el disfraz de la libertad. Así, el “imperio
del mal” no es el enemigo externo; es el sistema que, bajo el pretexto de una
cruzada, sigue avanzando en su dominio económico y político sin que la mayoría
advierta su verdadero propósito. Como observa Hobsbawm, el poder capitalista no
se presenta en este discurso como opresión, sino como una misión redentora; el
capitalismo se disfraza de salvador y convierte a la libertad en un eslogan
que, en lugar de emancipar, encadena.
Democracia
Polarizada: Mal Irremediable
El
impacto de la retórica de Reagan no se limitó a Estados Unidos. Como sostiene
Timothy Garton Ash, “la Guerra Fría fue un conflicto de narrativas tanto como
un conflicto de poder”; las palabras de Reagan marcaron una expansión de la
narrativa maniquea que durante los años siguientes impregnaría el discurso de
la derecha global. En lugar de promover un equilibrio que permitiera el diálogo
y el consenso, se reforzó la idea de que toda postura intermedia era una
traición, un acto de debilidad ante el enemigo. Esta visión no solo desintegró
el centro político, sino que también contribuyó a crear una intolerancia que
hoy sigue afectando a las democracias de todo el mundo.
Esta
ruptura del centro político se basa en una simple, pero poderosa narrativa de
oposición absoluta. Como escribió el politólogo Samuel Huntington en “El Choque
de Civilizaciones”, “las personas definen su identidad en función de lo que no
son y, con frecuencia, de lo que se oponen”. Para Reagan y sus sucesores
ideológicos, esto significaba construir una identidad política alrededor de la
oposición radical al “imperio del mal”, y a todo lo que pudiera parecer tibio o
ambivalente frente a esa amenaza. Esto explicaría por qué, en los años
posteriores, las posiciones de centro fueron percibidas cada vez más como
indefinidas y moralmente ambiguas, despojándolas de atractivo y eficacia.
El
desmantelamiento del centro político no es un simple efecto colateral de esta
visión, sino un objetivo implícito en ella. Como observó el historiador Tony
Judt en “Postguerra”, los espacios intermedios requieren “una fe en el
compromiso y la moderación, una creencia en que los desacuerdos no son
irreconciliables”. Pero cuando la política se reduce a una lucha existencial
entre el bien y el mal, la moderación es vista como una concesión al enemigo.
Así, la misma estructura que permite la convivencia democrática se ve
reemplazada por un ambiente de desconfianza y hostilidad hacia cualquier forma
de disidencia o diferencia de opinión.
Esta
erosión del centro no solo afecta a las democracias en su núcleo, sino que
también establece un modelo político que, como explica Yascha Mounk en “El
pueblo contra la democracia”, “lleva inevitablemente a un ciclo de polarización
donde el adversario es demonizado y el compromiso se considera una traición”.
Esta es la paradoja de la retórica de Reagan: en su afán por preservar la
democracia y la libertad frente a la amenaza comunista, creó un discurso que,
con el tiempo, socavaría el pluralismo y el consenso, elementos esenciales de
la convivencia democrática.
Al
extender esta visión de lucha entre el bien y el mal a todos los rincones del
espectro político, Reagan y sus herederos ideológicos sembraron las semillas de
una polarización que hoy parece inamovible. En un mundo en el que las
diferencias se presentan como antagonismos irreconciliables, la convivencia
democrática se vuelve un ideal utópico. Como advierte el filósofo y sociólogo
Zygmunt Bauman en “Modernidad y ambivalencia”, “la incapacidad de aceptar la
ambigüedad y la diferencia es el primer paso hacia la intolerancia”. Esta
intolerancia se refleja hoy en el desprecio hacia el otro, hacia cualquier
postura que no se alinee con una versión rígida y reduccionista de la realidad.
¿Qué
nos queda entonces en un mundo donde el centro ha perdido su lugar? La lección
de Reagan es clara: el discurso del “imperio del mal” puede haber servido para
movilizar al mundo libre contra una amenaza concreta en su momento, pero
también nos dejó un legado de radicalización que sigue modelando la política
global. Para muchos historiadores, este es un recordatorio de que las palabras
tienen consecuencias duraderas y que, en política, las divisiones absolutas son
raramente benignas. Como advirtió el propio Tony Judt, “la política es el arte
del compromiso; cuando el compromiso desaparece, lo que queda es la guerra o el
silencio”.
Reagan,
quizás sin saberlo, fue pionero de una nueva política que, al rechazar los
espacios de consenso y la ambigüedad, despojó a la democracia de su capacidad
para moderarse a sí misma, la dejó sin su esencia: su idoneidad de
perfectibilidad. Y así, en nuestro tiempo, vivimos los efectos de esa retórica,
buscando desesperadamente recuperar un centro que pueda servir de puente entre
las diferencias. Porque en última instancia, como señala Timothy Snyder, “la
democracia es frágil y su supervivencia depende de nuestra capacidad para
resistir la tentación de dividir el mundo entre amigos y enemigos”.
La
sonrisa corrosiva de Ronald Reagan
En ese
discurso ante la “Convención Anual de la Asociación Nacional de Evangélicos”,
Ronald Reagan hizo una pausa, cambió ligeramente el tono y, con esa mezcla
inconfundible de campechanía y cálculo que definía su oratoria, se permitió
narrar un chiste. No era, desde luego, un gesto casual: Reagan sabía que las
bromas, en el contexto político, funcionan como los espejos en los cuentos:
reflejan, deforman y ocultan al mismo tiempo.
El
chiste, aparentemente inofensivo, jugaba con un prejuicio tan extendido como
eficaz. En él, un ministro evangélico y un político llegaban juntos a las
puertas del cielo, donde San Pedro les asignaba sus habitaciones. El clérigo
recibía una habitación modesta; el político, una mansión espectacular. Cuando
este último, incrédulo, preguntaba por qué, San Pedro explicaba que era
cuestión de rareza estadística: «Tenemos miles de clérigos aquí. Usted es el
primer político que lo logra».
Las
risas que siguieron —amables, cómplices— eran un triunfo para Reagan, que
manejaba la ironía con una destreza que desarmaba a sus oponentes y encantaba a
sus seguidores. Pero el chiste era algo más que una anécdota graciosa; era un
guiño a las ideas profundas y complejas que atravesaban el discurso. En un
entorno evangélico, donde la política es vista con recelo y la moral individual
ocupa el centro del escenario, Reagan no solo buscaba hacer reír: estaba
reforzando una narrativa que colocaba a los políticos —y, por extensión, a la
política misma— como figuras esencialmente ajenas al ámbito de la virtud.
Lo
fascinante de Reagan, y lo que hace de esta intervención un ejemplo emblemático
de su estilo, es la manera en que utiliza el humor para sortear el abismo que
separa al político profesional del ciudadano común. Al contar el chiste, Reagan
se posiciona al mismo tiempo dentro y fuera del sistema que representa. Es
político, sí, pero no de los malos; es el político que puede narrar esta
historia porque, de algún modo, está por encima de ella. Es el político que, a
diferencia de sus pares, entiende las limitaciones de su oficio, y al
entenderlas, se redime.
En
este sentido, la broma no solo busca desarmar al público con una carcajada;
también refuerza la construcción de Reagan como un líder excepcional, alguien
que, incluso en un entorno tan desacreditado como la política, puede ser
aceptado como una figura singular. Pero lo que resulta más revelador —y quizás
más perturbador— es la confirmación de ese estereotipo que el propio Reagan
finge querer desmontar: el político como un ser intrínsecamente ajeno a la
virtud, para abonar a la antipolítica. Como todo buen narrador, Reagan sabe que
las historias —incluso las más simples, como un chiste contado en una
convención religiosa— nunca son inocentes. Y en este caso, detrás de las risas,
lo que se esconde es una declaración de principios.
La
Antipolítica: Camino al Autoritarismo
El
discurso polarizante, ese discurso que descalifica al adversario, que lo reduce
a una caricatura y simplifica la complejidad de la vida política en una lucha
de buenos contra malos, nos ha dejado un legado peligroso. En el contexto
actual, ese legado se llama antipolítica: una reacción que desconfía de los
políticos, que rechaza las instituciones y que, en un acto de fe, deposita su
esperanza en líderes carismáticos que prometen barrer con la vieja política.
Pero, como advierte la politóloga Wendy Brown, la antipolítica es la puerta de
entrada hacia el autoritarismo, pues al quebrar la confianza en las
instituciones, debilita los controles democráticos que limitan el poder.
Líderes
populistas de toda ideología han sabido capitalizar esta ola de desencanto. En
Venezuela, Hugo Chávez se presentó como el salvador del pueblo, prometiendo
romper con las viejas élites y dar el poder a las manos del pueblo. En Estados
Unidos, Donald Trump se mostró como un outsider dispuesto a desafiar la
“corrupción de Washington” y devolver a Estados Unidos una grandeza que, en su
retórica, la clase política había traicionado. En El Salvador, Nayib Bukele se
coloca como el líder pragmático y sin ataduras, dispuesto a hacer lo que sea
necesario para “limpiar” el sistema, incluso si esto significa desplazar el
sistema mismo. En Argentina, Javier Milei, encarna un populismo libertario
radical: una furia antisistema que promete desmantelar “la casta política”. Con
teatralidad mesiánica, busca dolarizar, reducir el Estado y dinamitar
instituciones, siendo síntoma y desafío del sistema.
Sin
embargo, en la práctica, estos líderes han terminado replicando las mismas
estructuras de poder que prometieron destruir o, incluso, concentrando más
poder en sus propias manos. Pierre Rosanvallon, al analizar el auge de estos
liderazgos, apunta a una crisis de la democracia representativa. Para
Rosanvallon, la democracia atraviesa una etapa de deslegitimación en la que los
ciudadanos, cansados de las promesas incumplidas de la política tradicional,
buscan nuevos canales de representación, pero, paradójicamente, muchas veces se
inclinan por formas que no fortalecen las instituciones democráticas, sino que
las debilitan.
Y es
que la promesa de “limpieza” que ofrecen los líderes populistas es, en el
fondo, una ilusión. Derribar las instituciones para instaurar una “nueva
política” puede sonar revolucionario, pero ¿qué ocurre cuando el poder queda
concentrado en una figura que no admite cuestionamientos? En el caso de Chávez,
la “limpieza” del sistema terminó creando una estructura autoritaria que
eliminó la independencia de poderes en Venezuela. En el caso de Trump, su
retórica de desconfianza hacia las instituciones y los medios de comunicación
sentó las bases para una polarización que ha dejado cicatrices profundas en la
democracia estadounidense.
La
antipolítica es el arma de doble filo del autoritarismo moderno. Promete un
cambio inmediato y directo, un acceso al poder sin mediadores. Sin embargo, al
rechazar las instituciones, debilita el sistema democrático y allana el camino
para el control absoluto. El rechazo al diálogo y al consenso, dos pilares de
la convivencia democrática, se convierten en una suerte de “pureza” política que
demoniza el compromiso. Así, el líder populista se coloca como el único
intérprete legítimo de la voluntad del pueblo, un rol peligroso que diluye la
noción misma de pluralismo y diversidad.
La
antipolítica y la polarización crean un ciclo destructivo. Al fracturar el
centro político, al atacar la legitimidad de los contrapesos, generan un vacío
que no puede ser llenado por el debate democrático. La política, decían los
clásicos, es el arte del compromiso, pero en realidad es mucho más: es la
capacidad de mantener el equilibrio sobre un precipicio. Comprometerse no es
ceder ni traicionar; es entender que la verdad absoluta, en política, es tan
peligrosa como la mentira descarada. Cuando el compromiso desaparece, lo que
queda no es un espacio vacío ni un respiro reflexivo: es el rugido de la guerra
o el eco helado del silencio. En la guerra, las palabras son armas y los
enemigos se multiplican; en el silencio, la política muere y deja de ser un
arte para convertirse en una lápida.
El
compromiso es incómodo, como un zapato que nunca ajusta del todo; exige
negociar con principios, convivir con contradicciones, aceptar que la pureza es
un lujo que nadie puede permitirse. Pero cuando desaparece, la política deja de
ser un diálogo para convertirse en un monólogo violento o en un mutismo
paralizante. Y entre la guerra y el silencio, entre el caos de las trincheras y
el vacío de las palabras no dichas, lo que se pierde es siempre lo mismo: la
posibilidad de un futuro común.
En
otras palabras, cuando los extremos se imponen y el centro se desintegra, el
diálogo se convierte en una lucha de fuerzas opuestas, y la democracia pierde
su razón de ser: la capacidad de canalizar los desacuerdos a través de un
sistema inclusivo.
El
resultado es una democracia más frágil y un sistema político que, en vez de
buscar el fortalecimiento de las instituciones, alimenta un ciclo de
polarización en el cual el adversario es visto no como un rival legítimo, sino
como un enemigo que debe ser eliminado. La promesa de la antipolítica, entonces,
es una trampa: ofrece una alternativa al sistema, pero a costa de destruir las
bases que sostienen la convivencia democrática. Así, el discurso polarizante,
ese que reduce a la política a un juego binario de vencedores y vencidos, es el
preludio de un futuro donde la tolerancia y el compromiso están en peligro de
extinción.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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