Fernando Mires 26 de julio 2011
Los grandes cambios históricos como
aquel que ocurrió durante y después del derribamiento del Muro de Berlín
(escribo derribamiento, no caída), dejan detrás de sí instituciones y
paradigmas que corresponden a realidades pretéritas pero que, petrificados, se
mantienen bajo nuevas condiciones históricas. El fin de un paradigma no
significa el ocaso de sus actores, antigua tesis de Thomas Kuhn que no ha
perdido vigencia.
Por razones que sería muy largo enumerar,
la Guerra Fría dividió al campo científico – social latinomericano en dos
grupos: uno proclive al desarrollo económico llamado capitalista, y otro que se
identificaba con los esquemas de desarrollo socialista en sus diversas formas,
dentro de las cuales las más decisivas eran la marxista pro-soviética, por un
lado; y por otro, la tercermundista, fuertemente influida esta última por
ideologías de tipo castrista y maoísta. Naturalmente aparecieron híbridos
paradigmáticos. Ideólogos maoístas y castristas, por ejemplo, filtraban sus
mensajes ideológicos en la retórica esotérica de instituciones donde sus
miembros eran activos, llámense CEPAL, FLACSO, CLACSO, etc.
Si uno revisa las decenas de libros
que se publicaron alrededor de la teoría de la dependencia desde los años
setenta del siglo XX, no asombrará encontrar en ellas ideologías
revolucionarias envueltas en fino papel tecnocrático. Dichas teorías
ideológicas, reitero, eran correspondientes a la polarización ideológica que
primaba durante la Guerra Fría. Sin embargo, habiendo llegado la Guerra Fría a
su término, con la consiguiente derrota del comunismo mundial, no ha tenido
lugar en los institutos académicos latinoamericanos ninguna renovación teórica
que cuestione la validez de los antiguos paradigmas de acuerdo a los
imperativos de las nuevas condiciones históricas. Esa es una de las razones, a
mi juicio, que explica la estagnación que vive el pensamiento social
latinoamericano de nuestro tiempo.
Estatismo
regresivo
Iniciaré mi crítica a las ideologías
vigentes en las ciencias sociales fijando una premisa. Es la siguiente:
"La mayor parte de los ideólogos
políticos latinoamericanos imaginan que la hegemonía ideológica en América
Latina está representada en el llamado neoliberalismo".
Aquí sostengo, en cambio, que la
hegemonía en el espacio ideológico latinoamericano no está representado por
grupos que adhieran a las teorías liberales clásicas o neoliberales, sino por
los que manifiestan su adhesión a una suerte de estatismo a-histórico y regresivo
correspondiente a la formación ideológica a la que sus representantes
adhirieron durante el período de la bipolarización mundial. Ese estatismo
ideológico ha continuado reproduciéndose en institutos, universidades y otras
organizaciones. Pues, hemos de convenir, no hay paradigmas sin instituciones, y
no hay instituciones sin actores.
En otras palabras: a diferencia de lo
ocurrido en el mundo intelectual europeo, en el latinoamericano no ha habido
ningún cambio radical ni en los usos epistemológicos ni en los contenidos de
las doctrinas económicas y sociales que primaron desde mediados del siglo XX.
Léanse por ejemplo las principales revistas de Ciencias Sociales que circulan
en nuestro tiempo. La mayoría de los trabajos teóricos parecieran haber sido
escritos durante los años sesenta del siglo XX. La única diferencia es la
calidad, la cual hoy es mucho más baja.
De una u otra manera, los ideólogos
socialistas del siglo XX eran relativamente innovadores y, desde el punto de
vista marxista, nadie puede negar que sus autores no sabían lo que escribían.
Teorías de inspiración trotzkista, como las del desarrollo desigual; de
inspiración maoísta, como la división del mundo en metrópolis y satélites;
teorías relativas a la constitución del valor-precio a escala mundial; teorías
acerca del sub-imperialismo, etc. reflejaban por lo menos un a veces notable
esfuerzo intelectual de parte de sus autores. Haciendo extrañas mescolanzas
entre el pensamiento de Prebisch, Germani, Pinto, Jaguaribe, con las teorías
macroeconómicas de Baran, Sweezy, Günder Frank, Emmanuel, autores como Cardoso,
Faletto, Marini, Dos Santos, Vuscovic, y tantos otros, se las arreglaron de
algún modo para aportar lo suyo. Se podía estar en desacuerdo o no con sus
teorías -todos eran mecanicistas y deterministas a rabiar- y es cierto que
muchas de esas teorías no han resistido el paso del tiempo; pero nadie puede
negar que sus autores hicieron un esfuerzo teórico de cierta magnitud. La
mayoría de ellos eran desarrollistas y "economicistas", en gran medida
antipolíticos, pero eran serios. Cuando uno lee en cambio lo que hoy se
escribe, por ejemplo los textos que se refieren al socialismo del siglo XXl, o
al socialismo indigenista, o al socialismo militar, es imposible evitar un
cierto sentimiento de vergüenza ajena. Muchos de esos textos constituyen
verdaderas ofensas a la inteligencia humana. Son esos los documentos que
prueban la crisis del pensamiento social latinoamericano.
Gran parte de los ideólogos estatistas
actuales (no voy a nombrar a ninguno en especial) se declaran como miembros de
“la izquierda”. Pero no se trata de una izquierda política, como era la que
existía en el pasado reciente, sino de una que es más bien mítica. Pues la
izquierda ideológica y estatista de nuestro tiempo no forma parte de ningún
juego político real y concreto. Es una izquierda, en el fondo, metafísica. Se trata, la que prima, de una elite
ideológica que no entra en controversias con nadie. Y, sin embargo, pese a que
no ha logrado crear durante mucho tiempo una sola idea nueva tienen, sin ser
políticos, una alta significación política. De una manera u otra, la izquierda
académica de nuestro continente tiene una enorme habilidad para ocupar
instituciones, utilizar cargos públicos, organizarse en estructuras
para-estatales y, no por último, proveer a gobiernos populistas de rimbombantes
ideologías meta-históricas: justo las que esos gobiernos necesitan para
intentar perpetuarse en el tiempo.
Tres
falsos supuestos
He dicho que la izquierda académica
latinoamericana de nuestro tiempo es una izquierda ideológica y no política.
Para ahorrar malos entendidos conviene precisar que aquí las ideologías son
entendidas como sistemas de ideas petrificadas con escasa comunicación con el
mundo externo. Tales sistemas (ideológicos) se encuentran siempre fundados
sobre la base de supuestos inamovibles. Los supuestos sobre los cuales están
montados las ideologías dominantes del pensamiento social latinoamericano son,
por cierto, diversos. No obstante, quisiera destacar en estas líneas tres de
ellos sin cuya desactivación será muy difícil que el pensamiento social
latinoamericano pueda alguna vez alcanzar el grado mínimo de libertad que
requiere para continuar existiendo.
1. El primer falso
supuesto es aquel que recurre al dilema relativo a que hay sólo dos
alternativas de desarrollo económico social: la neoliberal y la estatista.
2. El segundo falso
supuesto es el que afirma que las naciones latinoamericanas no podrán jamás
desarrollarse mientras no sea derribado “el imperio”.
3. El tercer falso
supuesto es el que supone que en América Latina se dan las condiciones para que
allí sea realizado el socialismo que fracasó estruendosamente en Asia y en
Europa.
Neoliberalismo
versus estatismo
No hay palabra que haya sido más usada
en las actuales ciencias sociales latinoamericanas de un modo tan
indiscriminado, y sobre todo, tan aburrido, como la palabra neoliberalismo.
Tanto que a veces se tiene la inevitable impresión de que sólo es utilizada
como medio retórico para descalificar opiniones divergentes. Basta que alguien
se atreva a criticar a algún representante de las ideologías de desarrollo
estatal, para ser calificado de inmediato como neo-liberal. En gran medida, los
llamados anti-neo-liberales, recurren a la palabra neoliberalismo de un modo
muy parecido a los estalinistas cuando recurrían al concepto de burguesía. Todo
aquello que discrepaba respecto al último informe de la URSS, era calificado
por los comunistas de ayer como una representación de la ideología burguesa.
Lo dicho contrasta con el hecho
objetivo de que de los ideólogos que se denominan anti-neo- liberales, ninguno
ha hecho jamás una crítica seria al llamado neo liberalismo.
¿Pero qué es el neo liberalismo? En
primer lugar, hay que decir que el neo liberalismo no es un cuerpo doctrinario
homogéneo, sino un conjunto de diversas teorías económicas, muchas veces
divergentes entre ellas. Unas, como las de Friedrich Hayek, Ludwig von Mieses,
Carl Menger, se refieren fundamentalmente al significado del Estado en la
economía. Las escuelas de Fribourg y Münich (Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow),
ponen el acento en la generación de los precios y de las ganancias, hasta
llegar al monetarismo norteamericano de Milton Friedmann, quien sugiere
controlar el área de la producción mediante el manejo de los mecanismos de la
circulación de capital.
Así como las teorías económicas de
Ricardo, Smith y Marx son hijas de la máquina a vapor, las llamadas teorías
neoliberales de nuestro tiempo son hijas de la
robotización, de la computación, y de la digitalización. En gran medida
se trata de teorías macroeconómicas reactivas, es decir, de teorías que han
surgido como respuesta teórica frente a transformaciones que han tenido lugar
en los procesos de producción contemporáneos. Procesos que han incorporado una
tecnología extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo, hasta el punto que
ha tenido lugar -voy a utilizar por un momento la propia terminología marxista-
una alteración de las relaciones entre capital variable y constante donde el
factor trabajo propiamente tal se ha convertido en un agregado secundario y no
esencial, como ocurría durante el periodo basado en la producción industrial
clásica. O para seguir expresándome en jerga marxista: En virtud del
desarrollo (cualitativo más que
cuantitativo) de las fuerzas productivas han tenido lugar modificaciones
radicales al interior de la composición orgánica del capital.
Ahora bien, el uso y abuso indebido
del concepto de neoliberalismo, que tanto caracteriza a las elites
“izquierdistas” del pensamiento social latinoamericano -pensamiento que trabaja
todavía con las categorías propias a la era de la máquina a vapor- no concuerda
en modo alguno con la presencia real de los llamados neoliberales en la gestión
económica de los diversos gobiernos. Quien no me crea, pido que se tome la
molestia de analizar el currículum de los ministros de finanzas y economía del
continente. No hay casi ninguno, quizás ninguno, que pueda ser calificado como
neo-liberal. Véanse también los nombres de los principales profesores de
economía en las universidades latinoamericanas. Los así llamados neoliberales,
en el sentido verdadero y no ideológico del término, constituyen una minoría
absoluta. Analícense las publicaciones de instituciones académicas, económicas
y sociológicas. Casi lo único que es posible encontrar en ellas son enconados
ataques al neoliberalismo pero, cosa muy curiosa y sintomática, sin nombrar
jamás a un solo neoliberal, como si el neo neoliberalismo no fuesen los neo
liberales sino un espíritu maligno que recorre el mundo y que de pronto se
apodera de los seres humanos.
En sentido estricto, la contrapartida
del liberalismo o del neo liberalismo es el keynesianismo. Los ideólogos del
anti-neoliberalismo no se declaran, sin embargo keynesianos. Ellos se declaran
socialistas, y socialistas para ellos significa lo que siempre ha significado
para todas las doctrinas antidemocráticas de todos los tiempos: el estatismo.
El socialismo ha sido y es una
ideología del estatismo político. Si bien no todo estatismo es socialismo, todo
socialismo, en cambio, es estatista. Por
eso no ha de sorprender que donde más uso y abuso obtiene la palabra
neoliberalismo es en aquellas naciones en donde desde los respectivos gobiernos
se incuban proyectos autocráticos e incluso dictatoriales.
La verdad es que la contradicción
entre neo liberalismo y socialismo no existe. Es una simple invención del
estatismo antidemocrático de nuestro tiempo cuyo objetivo no es otro que la
apropiación del Estado a través de la alianza entre determinadas elites
para-estatales y el populismo de masas. El neoliberalismo, independientemente a
su existencia real, cumple la función de operar como el polo ideológico
negativo que requiere el estatismo para afirmarse a sí mismo. La verdadera
contradicción, si elevamos el tema al plano político, es la contradicción de
siempre, la misma que ha recorrido a las naciones latinoamericanas desde los
momentos de su propia fundación hasta ahora.
Esa es la contradicción entre
democracia y dictadura.
La
fábula del imperio
La doctrina hegemónica en el
pensamiento social latinoamericano no es el neoliberalismo, es el estatismo. No
obstante, como ni al interior de los diversos gobiernos ni en las principales
instituciones que cobijan al pensamiento macroeconómico es posible encontrar
auténticos neoliberales, los sociólogos y economistas autodenominados
anti-neoliberales han inventado la fábula relativa a que el neoliberalismo
viene de afuera. ¿Desde dónde? Pues, del imperio.
Pero ¿qué es un imperio? Cualquier
diccionario define como imperio una nación que practica una política expansiva
mediante anexiones territoriales realizadas por ejércitos de ocupación. De ahí
que todos los imperios modernos, desde el británico, pasando por el otomano,
hasta llegar al último imperio clásico que fue el ruso- soviético, han sido
imperios coloniales. En ese sentido, los EE UU si han practicado una política
territorial expansiva, ha sido mucho menor que la que han llevado a cabo
naciones muy pequeñas, como por ejemplo Holanda. De tal modo que en la lista de
los imperios clásicos, los EE UU están lejos de ocupar el primer lugar.
Para el marxismo post-Marx en cambio,
no fue la categoría “imperio”, sino la categoría “imperialismo” la que ocupó un
lugar central en sus teorías. Desde Rudolph Hilferding, pasando por Lenin y
Rosa Luxemburg, hasta llegar a André Günder Frank y la teoría de la dependencia
que tanto éxito tuvo en la América Latina de los setenta, el imperialismo
designaba una determinada fase en el desarrollo del capitalismo mundial (la
última o la penúltima, no importa aquí). El imperialismo no era una nación en
particular sino un sistema económico mundial. En ese punto estaban de acuerdo
todos los teóricos de la teoría del imperialismo.
El gran genio teórico que identificó
el concepto imperialismo con una sola nación fue, como es sabido, Stalin. En
cierto modo la tesis estalinista del "imperialismo en un sólo país"
(EE UU) fue un derivado de la tesis también estalinista aunque radicalmente
anti-marxista del "socialismo en un sólo país".
Stalin fue el primer estadista que
habló del “imperialismo norteamericano”. Sin embargo, como toda producción
teórica estalinista, sería inútil buscar una teoría coherente detrás de esa
designación.
La designación de EE UU como
“imperialismo norteamericano” fue una respuesta a la Doctrina Truman (1946),
doctrina que cerró el paso del avance militar de la URSS en Europa occidental,
en el sudeste asiático después, y en América Latina, con todas las nefastas
consecuencias que todos conocemos. El término fue asumido por los partidos
comunistas, y después por Castro, Che Guevara, Marulanda, Abigaín Guzmán, el
Mono Jojoy, y otros benefactores de la humanidad, todos ellos empeñados en
aquella locura destinada a convertir América Latina en un nuevo Vietnam.
Mao Tse Tung por su parte, aplicó el
término imperialismo a la propia URSS de los años sesenta. El nuevo concepto
“made in China” se llamaba “social imperialismo”.
Según la doctrina de Mao Tse Tung, el
“social imperialismo soviético” era el enemigo fundamental de nuestro tiempo
-en las palabras de Mao: la contradicción principal- razón por la cual dio señales a USA para
detenerlo en conjunto. Kissinger advirtió rápidamente que esa era la
oportunidad para salir del pozo en que había caído USA en Vietnam, e
intensificó sus contactos con el líder chino. China detuvo así el avance
soviético del Vietkong en Vietnam, brutal y genocida operación que no duró más
de un mes. A partir de ese momento, el imperio soviético (que eso era)
reconoció que había llegado al límite de su expansión territorial y se encerró
en sí mismo, hasta que las revoluciones democráticas del Este europeo de fines
de los ochenta pusieron fin a tan siniestro capítulo de la historia universal.
Mas, a fines del siglo pasado,
nuevamente el término “imperio” fue puesto de moda. Una de las razones que
explica la reactualización del “imperio” devino de la publicación de un extraño
libro llamado precisamente Empire, libro cuyos autores son Michael Hard y
Antonio Negri. En ese libro los autores nombrados intentaron reactualizar la
teoría marxista leninista del imperialismo. Empire, en ese intento, menos que
un imperio era un concepto para designar a la fase de la globalización del
capital, fase que seguía a la imperialista, considerada por Lenin como “la fase
final”.
El libro Empire fue muy bien recibido
por restos ortodoxos de la intelectualidad marxista quienes después de la caída
del muro de Berlín no podían entender por qué el llamado capitalismo, habiendo,
según ellos, alcanzado la fase imperialista, en lugar de abrir las compuertas a
la llegada del comunismo, había ampliado su radio de acción incorporando a las
pujantes economías vietnamitas, camboyanas, y sobre todo, el nuevo motor del
capitalismo mundial: China. A la vez, Rusia y sus satélites, particularmente,
Bielorusia, se han transformado en las zonas del capitalismo más salvaje que es
posible imaginar. Porque al lado del capitalismo mafioso de Putin y Lukazensko,
el practicado por la señora Thatcher y por el presidente Reagan era un simple
juego de niños.
Ahora ¿qué es el imperio para los
economistas y econometras estatistas? Nada, o cualquier cosa, o todo junto a la
vez, o aunque a veces sean también los EE UU. Porque vano será buscar detrás
del concepto “imperio”, no digamos una teoría, sino por lo menos un par de
ideas coherentes. Lo único cierto es que “imperio” es todo lo que no están de
acuerdo con sus arcaicas doctrinas. De algún modo, cumple la misma función que
el término “neoliberalismo”, pero hay algo más. La palabra imperio está
destinada a vender el efecto David –Goliat.
Naturalmente, el “imperio” es Goliat y
David es la representación de todos los pueblos pobres del mundo. El “imperio”
es así una fuerza cósmica frente a la cual los ideólogos estatistas libran una
(imaginaria) lucha sin cuartel. En fin de cuentas, el “imperio” es una
construcción ideológica destinada a orientar políticamente a débiles mentales.
Sirve para justificarlo todo. Luchando contra el “imperio” hasta las dictaduras
más terribles del mundo se convierten en virtuosas. En la noche oscura del
“imperio” todas las vacas son negras. La satrapía persa, los militares
genocidas del Sudán, la despotía de Lukazensko, la dictadura cubana, la
dictadura de Corea del Norte, la dictadura de Siria etc. Incluso las FARC han
pasado a engrosar los nobles ejércitos del antimperialismo de nuestro tiempo.
¿No son acaso antinorteamericanas?
Al estar sustentada por una
superpotencia, la economía norteamericana ha sido y es expansionista. Ese
destino acompañará probablemente a USA durante el resto de su historia. Si la
economía norteamericana es expansionista, desde el punto de vista militar es
intervencionista. Lo contrario sería un milagro. Pues toda gran potencia tiene
intereses que defender en el mundo, intereses que no son sólo económicos, sino
político-hegemónicos. Por lo mismo USA tiene más enemigos que otras naciones, y
al mismo tiempo, tiene más aliados que proteger. Tanto o más intervencionista
que los EE UU son, por lo demás, Rusia y China.
La actitud intervencionista de los EE
UU la sufrió América Latina durante todo el periodo de la Guerra Fría, sobre
todo cuando el subcontinente se encontraba amenazado por la expansión
soviética, particularmente a partir de la intermediación cubana. Durante la
Guerra Fría, diferentes países de América Latina se convirtieron en escenarios
de la guerra caliente entre la URSS y USA.
Después del fin del comunismo, los EE
UU han establecido con América Latina simples relaciones comerciales, algunas
inequivalentes, otras no tanto. Los latinoamericanos pueden darse hoy los
gobiernos que consideren convenientes, incluso pro-comunistas, sin que las
posiciones norteamericanas se vean o sientan amenazadas. En las actuales
condiciones lo único que preocupa a la administración norteamericana, y desde
su perspectiva, con razón, es que uno u otro país de la región intensifique sus
relaciones económicas y militares con alguno de los enemigos naturales de EE
UU, los que se encuentran predominantemente en la región islámica, particularmente
en Irán y Siria.
Existen, por cierto, muchos problemas
pendientes entre EE UU y América Latina. Los hay de naturaleza económica, en la
hegemonía que ejerce EE UU sobre los organismos financieros mundiales, por
ejemplo. Los hay de naturaleza ecológica, sobre todo en el descontrol de las
emisiones tóxicas que practica EE UU y que afectan directamente a diversas
regiones latinoamericanas. Los hay también de naturaleza demográfica, sobre
todo en el trato discriminatorio que reciben los emigrantes latinos en algunas
zonas norteamericanas. Está, además, el problema de la droga, que no será
solucionable mientras en los EE UU no se decidan a controlar, no sólo la oferta
que viene de América Latina, sino la demanda que viene de los EE UU. Y suma y
sigue.
Todos esos problemas reales y
pendientes, requieren obviamente de la apertura de un espacio de discusión
política entre los países latinoamericanos y los EE UU. Esas discusiones pueden
llegar a ser frontales y muy tensas; que duda cabe. Pero para llevarlas a cabo
se requiere de una actitud política por ambas partes. Ahora bien, precisamente
ese enfrentamiento político lo está bloqueando actualmente los ideólogos
autodenominados antimperialistas.
Si los EE UU son un imperio, y nada
más que un imperio, con un imperio no se discute políticamente, simplemente se
le combate. No obstante, nadie piensa en serio que hay que iniciar una “guerra
de liberación nacional” en Latinoamérica. De ahí que no queda más que llegar a
la conclusión que la recurrencia ideológica al imperio no es más que una simple
coartada cuya función es otorgar un crédito ideológico positivo al nacionalismo
populista y estatista (en algunos casos, militarista) de nuestro tiempo. El
antimperialismo de nuestros días no es sino una ideología de legitimación en un
proyecto destinado a despolitizar la sociedad política, concentrar así el poder
en manos de nuevas oligarquías, sean militares o desarrollistas, o ambas a la
vez, y erigir ideológicamente a tales oligarquías estatistas como las nuevas
depositarias del futuro continental.
El antimperialismo ideológico de las
elites estatistas ya está en vías de ser lo que fue el “antifascismo” para las
“nomenklaturas” del Este europeo. Calificando como fascistas a cada adversario,
cualquiera violación a los derechos humanos podía ser justificada. Así como el
antifascismo, antes de que fuera convertido en una ideología de poder era una
actitud política y moral que llama al respeto y a la admiración, el
antimperialismo del siglo veinte que en el marco determinado por la “guerra
fría” tuvo cierta fundamentación política, ha sido reconvertido en una simple
ideología de poder. Otra más, de las ya tantas que han existido.
¿Socialismo
resucitado?
No deja de ser una paradoja de la
historia que justamente en el periodo en que los pocos países socialistas que
sobrevivieron a la ola democrática de fines de los años ochenta,
particularmente los asiáticos, estén buscando las vías para salir del
“socialismo interno”. Escribo “socialismo interno”, porque los países
socialistas siempre formaron parte del capitalismo mundial. En ese sentido no
estaban tan equivocadas las teorías de Charles Bettelheim y de Immanuel
Wallernstein quienes analizaron al capitalismo como un complejo de relaciones
mundiales. “Economías-Mundos” las llamaba Wallernstein antes de que nadie
hablara de la globalización.
Efectivamente: cualquiera que se haya
confrontado alguna vez con las teorías relativas a la construcción del
socialismo, sabe muy bien que las tesis de los “socialismos nacionales”, tan en
boga entre los ideólogos estatistas latinoamericanos, tiene como fundadores a
Hitler y a Stalin. Como también es sabido, ambas tesis no resisten ningún
análisis teórico. Se trataba, al fin y al cabo, de simples consignas cuyo
objetivo no era sino legitimar a los totalitarismos del siglo XX.
En la historia relativa a la teoría de
la construcción del socialismo, tanto Lenin como Mao Tse Tung, elaboraron
teorías provisorias destinadas a justificar la teoría del “capitalismo de
Estado” como fase preliminar del socialismo. El capitalismo de Estado, de
acuerdo a ambos revolucionarios, debería mantenerse en los respectivos países
hasta que las condiciones estuviesen dadas a escala internacional para dar el
“gran salto adelante” en dirección del socialismo. El chiste de la historia es
que de nuevo, tanto en Rusia como en China, ha resurgido la teoría del
“capitalismo de Estado”, pero esta vez, no como un medio para entrar al
socialismo sino como un medio para salir del socialismo. Cuentan que los
cubanos están pensando en la misma posibilidad.
Un conocido marxista ortodoxo de los
que aún quedan, me decía, y hablando en serio, que la única alternativa para
que Cuba salga alguna vez de la profunda estagnación -en donde cayó gracias al
comunismo primitivo de los Castro- es el “capitalismo leninista”, pensado como
periodo de transición que lleve a la reconstrucción estatal del capitalismo,
empresa en la que los chinos están embarcados de modo altamente disciplinado.
Probablemente diversos gobiernos, sobre todo aquellos en donde no ha podido
surgir un empresariado que esté en condiciones de conducir económicamente a sus
naciones, deberán recurrir en determinados países a ciertas formas de
capitalismo estatal como medio proteccionista de integración en el mercado
mundial. Sobre eso hay mucho que pensar y escribir.
Que determinados gobernantes insistan
en llamar al control estatal sobre la producción como “socialismo” es algo que
hay que agregar a la cuenta de la demagogia política de nuestro tiempo. En todo
caso, con la teoría, incluso con la teoría marxista, ese tipo de dominación
política no tiene absolutamente nada que ver. Y no es que quiera defender aquí
a la teoría marxista del socialismo sino simplemente constatar que los
ideólogos del “socialismo del siglo XXl” ni siquiera son consecuentes con lo que
dicen que son, o ni siquiera piensan aquello en que dicen que piensan.
Siempre el estatismo, en sus
diferentes versiones, ha querido venderse como socialismo. Perón, Haya de la
Torre, Velasco Alvarado, Chávez, García Linera y otros lo han intentado vender
en América Latina, del mismo modo como Ataturk en Turquía, Mussolini en Italia,
o Nasser en Egipto. Incluso hay quienes ya hablan de socialismo militar y
socialismo indígena, términos absolutamente incongruentes, pero efectistas, si
se trata de movilizar de modo mítico a las llamadas masas. Con todas esas
situaciones hay que contar porque la política de la calle no es teórica ni
mucho menos. Lo que sí llama la atención es que hay pensadores sociales, y no
son pocos, que han intentado conferir a dichas consignas populacheras, un
cierto aval científico.
El socialismo, como alternativa
histórica, si es que alguna vez lo fue, iba surgir, de acuerdo a sus teóricos,
de dos posibilidades. La primera, que es la marxista propiamente tal, postulaba
que el socialismo sólo podía emerger del desarrollo de las fuerzas productivas
al interior del capitalismo. De acuerdo a dicha teoría el capitalismo era un
todo orgánico sujeto a las “leyes del desarrollo histórico”. La tarea de los
socialistas debería ser detectar científicamente la fase exacta de desarrollo
en donde, mediante la acción revolucionaria, debería producirse el salto
cualitativo en dirección a la fase socialista. La segunda posibilidad era la
voluntarista, y tiene entre sus exponentes más conocidos a Sorel, Fanon y Che
Guevara. El socialismo, para estos actores históricos, debería ser el producto
de la voluntad humana.
En los dos casos, el científico y el
voluntarista, la idea del socialismo suponía dividir a la sociedad en dos
grupos. A un lado quienes poseían el conocimiento "objetivo" de la
historia -o quienes disponían de la voluntad cósmica para quebrar las leyes de
la historia- y al otro lado, quienes debían ser conducidos o guiados hacia la
tierra prometida de la felicidad total. La masa, la arcilla humana, el material
modelable, en fin, nosotros, gente como tú y yo, los que viven la realidad
tratando de enfrentar los problemas en la medida en que se presentan y que
saben que si hay un paraíso o un destino final ese no está en este mundo. En
fin, los que queremos un mundo mejor sin creernos los dueños del mundo. Los que
sabemos que la realidad cambia y que porque cambia, debemos discutirla. Los que
piensan que la verdad no está dada sino que hay que buscarla todos los días.
Los que aceptamos la posibilidad de que nunca nos vamos a poner finalmente de
acuerdo y por eso necesitamos de leyes e instituciones que reglen nuestros
desacuerdos. Los que suponemos que para encontrar soluciones, requerimos del
pensamiento, y que el pensamiento no puede florecer en las oficinas de ningún
Estado sino sólo allí donde impere el reino de la libertad y no el de la
tiranía, por más sublimes que sean las ideologías que cada tiranía usa para
legitimarse ante sí misma y frente a los demás.
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