Por Yusnaby Pérez, 01/12/2014
La Navidad, tema polémico en estas fechas. Sin dudas, muchas
marcas comerciales utilizan este motivo de celebración como estrategia de
marketing; y debido al rechazo de este fenómeno de consumismo en el mundo, hoy
la Navidad cuenta con muchos detractores.
Sin embargo, por esta vía quisiera contarles mi historia navideña.
Vivo en un país donde tener otro credo paralelo al dogma comunista es
mal visto y hasta censurado. El gobierno cubano desde sus inicios asoció todas
las tradiciones religiosas de esta índole con “prácticas capitalistas”.
Recuerdo ahora mismo cuantos religiosos o hijos de religiosos fueron expulsados
de las universidades o de sus puestos de trabajo en los primeros 30 años del
castrismo. Ir a la iglesia, tener una estampilla de Jesucristo o de la virgen
en casa, asistir a un bautizo o simplemente poner un árbol de navidad eran (y
aún son) algunos de los tabúes que han aniquilado nuestra fe por represalias
hacia nuestra conciencia.
Hoy que tengo 25 años pienso en la cara de mi madre aquel día que le
dije -“Mami, quiero un arbolito de navidad”- y se me estruja el corazón. De
sólo imaginar los artilugios que ella tenía que hacer para que yo viviera la
fantasía navideña sin que los vecinos se enteraran, me hace quererla muchísimo
más.
Como condición, tenía que sacar buenas calificaciones en la escuela: ¡y
las sacaba! Luego ella conseguía varios bombillos pequeños de neveras y les pintaba
el cristal con acuarela de colores. Con la ayuda de mi padre hacía la conexión
eléctrica en serie de las “guirnaldas caseras” y adornaban con ellas una planta
ornamental que mi abuela tenía en una maceta. A mí me tocaba dibujar en cartón,
recortar y colocar la estrella blanca de la punta del “árbol”.
Mi árbol navideño parecía cualquier cosa menos un árbol navideño; nada
que ver con esos pinos preciosos con miles de bombillitos intermitentes que
salen en las postales; pero era mi árbol, aunque solamente se encendía de 9 a
10 de la noche, horario en que todas las ventanas y puertas de mi casa
permanecían cerradas para que ningún vecino lo viera.
Y los regalos, ¡esa era la mejor parte! Mi madre me decía que el 24 por
la madrugada un duende (versión censurada para que yo no mencionara a Papá Noel
en la escuela) entraba en la casa y me dejaba obsequios ocultos en diferentes
lugares. El 25 me despertaba agitado y los buscaba por todas partes. El duende
solía esconderlos detrás del televisor Caribe, dentro de mis zapatos y entre
mis libros; aunque a veces me sorprendía con lugares inesperados. ¡Qué contento
me ponía cuando los encontraba todos! Mis padres me decían “frío o caliente”.
Una navidad, el duende mágico me regaló un globo azul, una manzana y un libro
con dibujos de microscopios. ¡Wow! ¡Era tan feliz!
Cuando ya había crecido un poco recuerdo que le pregunté a mi madre:
“Mami, ¿por qué los arbolitos de navidad que hay en los hoteles y tiendas para
extranjeros llevan bolas de colores, bombillos plásticos y tienen forma de
pino?” Ella no me respondió; y hoy, le pido perdón por haberle hecho tal
pregunta y le agradezco por haber guardado silencio en vez de mentirme.
No entendía mucho de navidades, no conocía su historia ni su tradición;
pero al final, las viví con una inocente alegría, con la unión y el cariño de
mi familia y con la satisfacción de que cada 25 de diciembre casi murmurando y
a puertas cerradas me dijeran: ¡Feliz navidad!
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