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jueves, 12 de febrero de 2015

Mi Hijo, por @LeoSilvaBe


Leonardo Enrique a sus 10 años
Por Leonardo Silva Beauregard, 07/02/2015

Leonardo Enrique, mi hijo mayor, trajo a mi vida una felicidad que jamás imaginé posible. Nació el 23 de septiembre de 1983 en la ciudad de Boston, donde yo estudiaba Economía y Música. Poco antes de cumplir mis 25 años de edad, conocí por primera vez lo que es el amor incondicional.

Lo llené de caricias, cuidados y mimos –como he hecho con todos mis 5 hijos- en los que no he escatimado aun hoy a sus 31 años de edad. Contrariamente a la creencia popular de que esto daña a los muchachos y los afecta hasta en su virilidad, puedo decir que contribuí a forjar un hombre recio, sensible, inteligente, disciplinado, estudioso, noble y de gran bonhomía. Todo el que lo conoce afirma que es de los seres más dulces que ha tratado.

Desde muy corta edad lo inicié en el Karate Do Shito Ryu con el maestro de maestros Shoko Sato. Paralelamente con sus estudios y el Karate lo introduje el entrenamiento con pesas desde los 11 años. Las sesiones diarias que comenzaban en el pequeño gimnasio particular al llegar de la oficina, también eran excusa para hora y media de conversación entre nosotros. Eventualmente se convirtió en un gran atleta mientras cursaba bachillerato y luego su carrera de diseñador gráfico digital. Hoy es cinturón negro del estilo Kyokushin, en el que comenzó con el shihan Enrique Corredor, el sistema de Karate más potente y difícil del planeta. No es poca cosa ostentar ese grado en la escuela fundada por el Sosai Matsutatsu Oyama, implica muchos años de estudio y sacrificios que ponen a prueba el temple aun al más apto de los hombres.

En el año 2000, Leonardo Enrique me manifestó que había decidido asumir la nacionalidad norteamericana sin renunciar a la venezolana. Nunca me atrajo la idea de que hiciera tal cosa, pero para ese momento yo ya tenía absolutamente claro lo que sucedería en Venezuela con el ascenso de Hugo Chávez al poder, así que lo apoyé en su decisión.

Después de muchos años de infructuosos intentos de desarrollar su actividad profesional en un mercado de publicidad contraído por las políticas socialistas y la apropiación por parte del Estado de medios de comunicación, en 2012 me informó su decisión de emigrar a EEUU a probar fortuna y hacer carrera profesional. Con un gran pesar le expresé mi apoyo.

Por fin, el 15 de enero de 2014 emprendió el viaje que lo llevaría a comenzar una nueva vida en la ciudad de Washington, en donde reside actualmente.

A los tres meses de su llegada comenzó a tener éxito en actividades freelance y dos meses después fue contratado por una importante compañía en donde ha ascendido con celeridad, manteniendo en paralelo su cartera de clientes particulares alrededor del mundo y en lugares tan apartados como Dubai. En menos de un año logró lo que no pudo lograr en este país en 9 años de trabajo.

El 19 de diciembre pasado regresó a Venezuela para unas cortas vacaciones que culminarían el 16 de enero de 2015. En esas vacaciones fue el mismo dulce y alegre Leonardo Enrique, esto es, hasta que llegó el día de su despedida antes de viajar.

El 15 de enero se presentó en mi casa para despedirse y pasar un rato juntos. Cuando llegó el momento de decir adiós me abrazó y súbitamente comenzó a llorar desconsoladamente como no lo había visto hacerlo en sus 31 años de vida. En un conmovedor abrazo, el hombre de gran reciedumbre capaz de enfrentar las más exigentes situaciones, esa masa de músculo de 1,85 m. de estatura y 105 kg. de peso magro de curtido karateka de contacto pleno, volvió a ser mi indefenso bebé. Con un dolor lacerante que lograba transmitir con su amargo llanto sobre mis hombros y su asfixiante abrazo, me dijo “no quiero irme, Leo” (nunca me llamó papá a menos que fuera para manipularme o pedirme algo). “No quiero irme, así no”. Transido de dolor y tratando inútilmente de contener el llanto, intenté consolarlo y hacerle ver que estaba haciendo lo mejor para él y la familia. Unos minutos después caminó hacia la puerta y ya no lo vi más. Entonces pude dar rienda suelta a mi llanto.

Había sufrido el verdadero dolor con la muerte de mi madre y mi padre. Ya había sentido el dolor de la separación cuando él partió en busca de una nueva vida. Pero nada me preparó para el dolor de ver el dolor de mi amado hijo. Nada. Nada se compara con ese dolor, salvo la muerte.

Cuando hizo escala en Bogotá en su viaje de regreso, nos comunicamos vía Skype. Entonces me dijo que lo que más le dolía era tener que dejar a su familia, amigos y su amada Venezuela, no por decisión propia, sino forzado por las circunstancias, vale decir, por la destrucción y ruina traídos por la mal llamada revolución bolivariana; revolución que no es más que un pretexto para que un grupo de “revolucionarios”, militares y testaferros se enriquecieran súbita y groseramente.

La historia de Leonardo Enrique es la historia de más de un millón y medio de venezolanos. Familias enteras han sido fragmentadas, divididas o separadas, matrimonios disueltos, amistades terminadas, gracias a esta pesadilla fracasada que solamente ha traído muerte, destrucción, retraso y ruina al otrora pujante país.

Unos minutos antes de escribir estas letras conversé con él. Le pregunté sobre su tristeza y me expresó que todavía la tiene pero sobre todo, se siente culpable por haberse ido estando consciente de las vicisitudes y carencias que vivimos aquí. Por no estar presente para luchar contra los facinerosos que oprimen al pueblo. Le di aliento haciéndole ver que hacía lo mejor para toda la familia y para él, y de lo orgullosos que nos sentíamos de su esfuerzo. Que estaba haciendo lo correcto. Que lo que estaba emprendiendo por su vida era importante para todo el grupo familiar. Sospecho que no quedó muy aliviado, pero agradeció mis palabras. ¡Qué impotencia, Dios!

Demasiados venezolanos han sufrido esta tragedia, muchos más la sufrirán. No debemos permitirlo. No podemos. No solamente por el vaciado de cerebros letal para la nación, sino por el trauma social que comporta el dolor de tanta pérdida. Trauma que hará más difícil la reconstrucción del país. Este narco-régimen forajido, sanguinario, dictatorial, profundamente corrupto, negación de los postulados marxistas y el bolivarianismo; solamente ha traído dolor, ruina y división al pueblo venezolano. 

Pero esa división no perduró, hoy estamos todos unidos en el repudio a esta revolución. Ya nadie cree en las mentiras de los dictadores. El bravo pueblo está enardecido contra la dictadura. El mismo pueblo que bajo engaño la mantuvo en el poder, se lanzará con feroz cólera contra los criminales que lo engañaron, degradaron y arruinaron. Contra esos pocos que se enriquecieron asquerosa, grosera y súbitamente en el poder mientras destruían el país y la sociedad, la población se hundía en la miseria y quedaba esclavizada por generaciones con la deuda externa contraída por los delincuentes que manejaron criminalmente la nación durante los pasados 16 años. Contra esos pocos que únicamente por ambiciones personales crematísticas la sumió en el dolor.


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