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martes, 17 de mayo de 2016

La imposibilidad del cálculo político en Venezuela por @penfold_michael


Por Michael Penfold


Venezuela entró en una nueva fase de un conflicto político que va a ser largo, complejo y probablemente terminará con resultados que nadie pueda anticipar.

Vivimos una verdadera tragedia nacional.

Podemos escarbar infinitamente en las razones que nos llevaron a este punto, pero las causas ya son irrelevantes. El conflicto se anidó entre nosotros y estamos experimentando una nueva escalada autoritaria que promete profundizar aún más el encono político y las heridas sociales. Una escalada que bien puede enterrar definitivamente la viabilidad económica e incluso petrolera del país.


Culpas las hay. Y muchas. Pero ya no importan: las consecuencias seguirán siendo las mismas.

Lo curioso es que la actual situación aún no tiene (ni va a tener) un desenlace definitivo.

Todos piensan que pueden ganar. Todos creen que pueden estimar un cálculo político individual que es exacto y que inevitablemente los va a beneficiar.

Todos piensan que el conflicto será intenso pero breve: “Es cuestión de meses”.

La historia y la gloria los aguarda. Todos están llamados a ser grandes centauros: buenos revolucionarios o demócratas ejemplares.

El gobierno piensa que puede decretar el Estado de Excepción, dilatar o impedir el Referéndum Revocatorio, contener la presión social, desmovilizar las protestas, profundizar los controles económicos, anular la Asamblea Nacional, cerrar cualquier otra salida democrática y constitucional y a pesar de ello sobrevivir políticamente.

El chavismo más moderado piensa que puede y debe posponer cualquier pronunciamiento hasta inicios del 2017, retrasar las elecciones de gobernadores, esperar un mayor desgaste del Presidente y, luego, presentarse como una alternativa viable para restaurar la gobernabilidad, sin necesariamente tener que convocar nuevas elecciones presidenciales. Según esta visión, ellos son un mal menor que el mundo opositor y la comunidad internacional tendrá que apoyar, al menos transitoriamente, y también que son el grupo llamado a restaurar la normalidad económica e institucional en Venezuela.

Los diversos partidos opositores también tienen su calculo político propio.
Unos partidos piensan que si el gobierno se resiste tercamente a activar el Referéndum Revocatorio, la movilización social y política es la única vía para forzar su convocatoria. Esa presión a gran escala debe materializarse antes de finales de año. Una vez activado el revocatorio, se ganará la consulta y se convocará las presidenciales y se obtendrá un triunfo electoral sin mayores inconvenientes.

Adicionalmente, gracias a la mayoría obtenida en las elecciones legislativas del 6-D, el cambio político será relativamente sencillo de conducir con un nuevo presidente opositor electo con un amplio apoyo popular. Incluso, si se materializara este escenario, un plan de estabilización económico, con la anuencia de organismos multilaterales, podría ser implementado sin mucha resistencia.

Otros partidos piensan que si bien es necesario movilizar a la sociedad, no hay que cerrarse a la posibilidad que el Referéndum Revocatorio se active por iniciativa opositora en el 2017; incluso si eso implica dejar que asuma un vice-presidente chavista, y precipitar una negociación política más amplia. En este escenario, la transición constitucional implicaría un acuerdo insospechado con un sector del gobierno.

Finalmente, hay grupos que están convencidos de que la única salida es acelerar la deslegitimación del chavismo en el plano internacional y precipitar un ciclo insurreccional. En sus propias palabras: transición sin transacción.

Todos estos cálculos políticos pueden efectivamente ser correctos. Hay evidencias factuales que los respaldan. Y también pueden existir argumentos ideológicos e incluso morales que lo justifican.

Sin embargo, lo cierto es que el tamaño de la crisis económica y social comienza a ser tan grande y el deterioro institucional tan acentuado que lo que resulta grotesco es que pensemos que cualquiera de estos caminos están garantizados.

La razón es que puede que ya no haya tejido social, sino una nación hundida permanentemente en la más absoluta anarquía y pobreza, para el momento que cualquiera de los actores haya triunfado (gobierno u oposición). Sin embargo, en la medida en que la crisis económica y social se siga extendiendo, la misma mostrará facetas insospechadamente trágicas y la incertidumbre se irá incrementando. Quizás aquellos actores que piensan que pueden ganar no necesariamente van a estar ahí en el futuro para contarlo. Quizás nadie triunfe y el conflicto se extienda. Opciones impensables pueden emerger que nadie siquiera había considerado.

De modo que todos estos cálculos políticos individuales (tanto de los chavistas como de los opositores) pueden estar errados y pueden incluso ser irracionales. Sabemos que el hubris(sobreestimar nuestra propia suerte) es un error cognitivo muy común que también suele acompañar a los políticos. Si supiéramos cuál es el desenlace, algo que no sabremos sino más adelante, quizás todos los actores hubiesen realizado una apuesta diametralmente distinta.

Sin embargo, mi impresión es que las características del conflicto venezolano es estructural (complejizado por el tema petrolero) y es uno que es imposible de resolver sin un acuerdo institucional, que supone reformas constitucionales y pactos programáticos en materia económica y de política social muy amplios, que le otorgue garantías mutuas a todos los actores relevantes tanto chavistas como opositores   (incluyendo los militares, los empresarios, los trabajadores y la sociedad en su conjunto). Sin estos acuerdos es imposible avanzar en ninguna dirección.

Y la razón es sencilla: la crisis social y económica es tan profunda que sus consecuencias no pueden ser ni controladas ni minimizadas políticamente por ninguno de los grupos de forma individual.

El gobierno viene realizando el peor de todos los recortes externos ante la caída de los ingresos petroleros: una disminución por cantidad de las importaciones sin precedentes en la historia del país y todo ello sin reestablecer un sistema de precios, sin corregir las distorciones cambiarias y sin promover una expansión de la actividad privada.

El resultado de este ajuste por cantidad es desvastador. Y no sólo por lo recesivo: si las expectativas a comienzos de año eran que la contracción económica podía rondar el 8% del PIB, ya a estas alturas las proyecciones se deben haber deteriorado todavía más con la profundización de la crisis eléctrica y con la caída de la producción petrolera de PDVSA. Todo esto en el contexto de una aceleración inflacionaria que viene deteriorando los salarios reales de una forma vertiginosa.

Mientras tanto, en ciudades enteras del país la electricidad es racionada ya no por cuatro horas, como hasta hace unos meses atrás, sino incluso hasta por ocho. Y este dato es demasiado dramático como para ocultarlo.

Lo más preocupante de semejante escenario es que la inacción del gobierno ha terminado de erosionar lo que quedaba del débil tejido industrial y comercial, además de colocar la crisis social y política en el centro de la coyuntura histórica por la que atraviesa la Nación.  Especialmente en el plano social, las características intrínsecas de este tipo de escenario han hecho más complejos los problemas de escasez, los niveles de conflictividad social y la inversión en tiempo, muchas veces infructuosa, que los venezolanos destinan a buscar alimentos y medicinas.

El hecho de que el país entre ahora en una profundización de su conflicto político —que es en sí mismo una lucha existencial de cada uno de los grupos por preservar o acceder al poder y también a las rentas—, hace ver que esta dinámica social va a seguir deteriorándose.

Lo cierto es que Venezuela no tiene forma de promover cambios sin un acuerdo nacional creíble después de haber postergado ajustes estructurales, tanto de su modelo económico como político. Así es imposible promover un cambio que permita enfrentar el dramatismo del colapso social que está en pleno desarrollo.

Varios indicadores muestran la profundización de estos problemas sociales: el 37% de la población está reportando que destina entre 5 y 8 horas diarias en colas para acceder a alimentos; y un 48% dice dedicar entre 1 y 5 horas diarias a esta actividad. Según el CENDAS, la inflación de la canasta alimenticia anualizada para marzo ya sobrepasaba 514%. La escasez de alimentos y medicinas alcanza 75% y 80% respectivamente.

En el fondo, estas cifras revelan la existencia de una población desesperada, expuesta a la brutal erosión que supone una aceleración inflacionaria sin precedentes. Una población que es cada vez más dependiente del acceso a productos regulados, que a su vez son cada vez más escasos. Y, por si fuera poco, esos productos más escasos son controlados por grupos de revendedores, planteando un conflicto de supervivencia entre la población de bajos ingresos y los bachaqueros que es arbitrado diariamente por las fuerzas de seguridad.

El resultado de esto es un aumento considerable, aunque todavía aislado, de saqueos y protestas.

De ahí que la realidad social haya comenzado a sobrepasar las dimensiones constitucionales, políticas y electorales de la coyuntura actual. Al parecer los tiempos sociales se están acelerando irreversiblemente, aunque la dinámica política y también económica se hayan vuelto cada vez más irracionales. Restaurar el orden y el funcionamiento de la infraestructura básica, así como estabilizar la economía y garantizar la inversión privada, se ha vuelto elemental. Pero para eso es indispensable un cambio político.

Un cambio que es particularmente difícil en una economía petrolera donde un grupo político monopoliza las instituciones y el acceso a la renta.

Y, lamentablemente, ninguno de los grupos va a poder proveer ese cambio individualmente. Ni siquiera si piensan que están llamados a salvar la revolución o a restaurar el estado de derecho y la democracia.

Aquí hay una sola salida, pero nadie la quiere aceptar porque confían demasiado en su buena suerte.

Tucídides, el primer historiador del mundo occidental, narra la cruenta pero sobre todo larga guerra entre Esparta y Atenas. Ambos ejércitos deseaban controlar la hermosa ciudad de Atenas. Todos querían el bello trofeo y ninguno la quería compartir. Ambos pensaban que la guerra sería breve, pero el conflicto se prolongó innecesariamente y el resultado fue el debilitamiento de la civilización griega y la destrucción definitiva de Atenas. Ninguno la pudo disfrutar, ni siquiera después de que Esparta ganara el conflicto armado. En uno de sus discursos, Tucídides reflexiona sobre semejante resultado y escribe uno de sus más memorables pasajes:

“Recuerda que en la guerra muchos factores son impredecibles: piénsalo bien antes de optar por ella. Mientras mas larga la guerra, más dependiente eres de algún accidente. Ninguno de nosotros podemos vislumbrar el futuro: somos esclavos de la oscuridad. Cuando se entra en la guerra también uno se entrega a la equivocación. En la guerra lo primero es la acción, pero solo cuando uno ha sufrido es que uno comienza a pensar”

Dejemos de actuar por un instante: pensemos en Venezuela.

Lo que estamos presenciando es la rebatiña que viene al final de la explotación de una mina. Y quienes están dentro del conflicto no pueden detenerse para ver en perspectiva los dilemas que enfrentan. La única forma de forzar una negociacion es con apoyo internacional, quizás con los buenos oficios del Vaticano y la veeduría de dos amigos de cada uno de los bandos en pugna, como Ecuador, Cuba, España o Argentina.

La otra alternativa es esperar el desenlace y ver si el cálculo político de alguna de las partes realmente se cumple. Quién sabe. Quizás alguien tenga suerte.

16-05-16




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