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jueves, 9 de junio de 2016

Una crisis sin parangón por @LBPetrosini


Por Luis B.  Petrosini


Tengo la opinión, con todo el derecho a equivocarme, de que la historia de la economía mundial no reseña un caso similar al que ha vivido este país en los últimos años. Cierto es que ya hacia finales del pasado siglo XX nuestro proceso político, económico y social mostró clarísimas señales de fragilidad y surgió la imperiosa necesidad de un refrescamiento que impulsara reformas estructurales de fondo con un replanteamiento de sus objetivos fundamentales y la instrumentación de políticas públicas que de forma definitiva lograsen mejorar las condiciones de vida de una parte importante de la población. Igualmente, la colectividad clamaba por un cambio sustancial en el ejercicio de la política, diría que cansada ya de los tortuosos malabarismos que constituían lo cotidiano en esa actividad.


Pues bien, las elecciones de finales de siglo produjeron un cambio radical en el esquema político nacional y una esperanza surgió en los albores de un nuevo siglo, el cual se mostraba auspicioso con la administración que daba sus primeros pasos. Poco tiempo después cambiaron las condiciones del mercado petrolero internacional y los precios de nuestro principal producto de exportación se elevaron vertiginosamente, con lo que el gobierno comenzó a disponer de los más grandes recursos económicos de nuestra historia.

Pero ocurrió lo insólito. Un gobierno que había ganado limpiamente unas elecciones tomando como bandera la lucha contra la corrupción, el uso racional de los recursos públicos y el absoluto respeto por los derechos humanos y la libertad de expresión comienza a desviarse hacia el camino contrario y a la vuelta de los años se convierte en una vulgar dictadura, ciertamente con métodos distintos a los recordados de los años ochenta en nuestro continente, pero dictadura al fin y al cabo.

Esos defensores de los derechos de los oprimidos -que los habrían de rescatar del oprobio en que vivían- no han hecho otra cosa que incrementar ostensiblemente su número y convertir a este país en un territorio física y psicológicamente destrozado, cuando nunca antes gobierno alguno había dispuesto del volumen de recursos que estos incapaces han tenido en sus manos, solo que para dilapidarlos e incrementar las arcas personales de algunos privilegiados. De allí la opinión de que no se conoce en la historia de la humanidad una sociedad que, sin sufrir una guerra o una tragedia de proporciones inconmensurables y disponiendo de recursos económicos equivalentes al de la suma de varios países juntos de proporciones similares, pase por la espantosa tragedia que Venezuela experimenta en la actualidad.
Lo increíble de todo esto es que los jerarcas del régimen todavía creen que pueden seguir engañando a una población agobiada por auténticas plagas que cada día le hacen más difícil sus condiciones de vida. Resultaría estéril describirlas pues las conocemos de sobra. Solo Maduro y sus íntimos parecen ignorarlas y no sufrirlas.

Frente a este auténtico drama el pueblo venezolano está urgido de un cambio en las políticas públicas que se han adelantado y, para lograr ese objetivo, no existe otra opción que un cambio de gobierno lo antes posible. Para suerte nuestra, la Constitución Bolivariana de Venezuela, esa que en innumerables oportunidades fue definida, tanto por el extinto Hugo Chávez como por Nicolás Maduro como la mejor del mundo, nos ofrece una opción clara y muy bien definida, la cual no es otra que la del Referendo Revocatorio. Tenemos constitucionalmente ese derecho y que el régimen se niegue a permitirlo en este mismo año es un desconocimiento más de nuestra Constitución que está abriendo caminos insospechados por sus terribles consecuencias.

La tragedia venezolana es de unas proporciones tan gigantescas que el mundo entero ya está enterado hasta en sus mínimos detalles de los problemas y sus magnitudes, de modo que las consecuencias comienzan a advertirse. Si, además, no posee el régimen los recursos necesarios para continuar comprando conciencias alrededor del mundo, se explica entonces la auténtica desesperación que Nicolás Maduro comienza, cada vez con mayor frecuencia, a mostrar en sus fastidiosas peroratas públicas. Tuve la paciencia y disciplina requeridas para escucharlo recientemente, rodeado de lo que él asume como su única fuente de sostén, el mundo militar. Toda suerte de loas fueron desparramadas hacia la Fuerza Armada y aunque los presentes aplaudían discretamente sus caras demostraban un enorme hastío. Me pregunto qué pensarán las familias de la mayoría de estos señores que -salvo los auténticos privilegiados- están sufriendo las mismas plagas que el resto de la población. ¿O es que alguien puede suponer que la Fuerza Armada es un islote apartado completamente del resto de la sociedad venezolana?

Como si le faltara una aceituna al coctel, los hechos documentados en el informe Almagro son de una precisión y detalle que estremecen a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. La lectura de sus conclusiones no hace sino confirmar lo que todos sabemos, el desastre que vivimos. A la expectativa  de si será posible o no la aplicación de la Carta Democrática le opongo la importancia de su activación en función de la divulgación de lo que ocurre y de la búsqueda de soluciones negociadas que logren detener esta tragedia. Lo que sí veremos con claridad será la catadura moral y ética de los dirigentes latinoamericanos y del Caribe.

05-06-16




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