Por José Domingo Blanco, 9 Septiembre, 2016
Mientras escribo estas líneas, en mi isla favorita, mi añorada
Margarita, cientos de feligreses acuden al Valle del Espíritu Santo a orarle a
la Patrona de Oriente: la venerada Virgen del Valle. Y es que, en momentos como
los que vivimos, orar y aferrarnos a nuestra fe, son algo así como la única
ventana abierta hacia la esperanza. La oración termina siendo la pomada contra
los golpes o el consuelo ante tanta tristeza. No está fácil vivir en Venezuela.
Mejor dicho, permanecer en el país que tanto amamos, va más allá de un acto de
fervor como el que profesan los devotos de la Virgen… Pues a ella, dirijo mis
peticiones, con el anhelo de que nuestro país aprenda la lección, se sacuda la
inmundicia que lo aplasta y salga de la miseria que lo asfixia.También pongo en
manos de la Virgen las vidas –y las conmovedoras historias- de cientos de
venezolanos que ya no saben cómo luchar contra el hambre, la pobreza y las
enfermedades que los diezman. Hay demasiada gente padeciendo. El hambre no es
cuento. Los buscadores de comida en la basura, no son producto de la ciencia
ficción. Los vi hace pocos días revisando los contenedores de desperdicios de
un restaurante de la capital. Escenas como esa se replican a cualquier hora: en
cualquier lugar donde pudiesen estar depositados los desechos de algo que sirva
para comer.
Contrasta la extrema delgadez de niños, mujeres y hombres de mi país,
con la obesidad resplandeciente e inocultable de los saqueadores que nos mal
gobiernan. Con sus guayaberas rojas talla XXX prensadas a los cuerpos y los
niveles de colesterol elevados de tanto lujo mal habido. Un despilfarro y una
riqueza súbita que sus gorduras no les dejen esconder. Contrastan las barrigas
monumentales de alcaldes, gobernadores y ministros oficialistas con las
pancitas hinchadas por parásitos de los niños de nuestros barrios. Contrastan
las suntuosidades y excesos de los personeros de la Revolución, con los teteros
de agua sucia que sorben desesperados los bebés nacidos bajo este mandato
aniquilador.
Reina la desnutrición en la gente de escasos recursos y repercute con
mayores consecuencias sobre su descendencia, amenazada desde ya por las
enfermedades que aparecen cuando la alimentación, desde recién nacidos, ha
tenido demasiadas deficiencias. ¿Cuál es el futuro de esta generación de nuevos
venezolanos que están naciendo en hogares cada vez más pobres? ¿Cómo va a la
escuela un niño de 7 años para aprender a leer o escribir cuando la decisión de
sus padres se debate entre darles de comer o comprar el uniforme? ¿Cómo se
alimenta una familia cuyo ingreso es apenas un sueldo mínimo–o dos si la madre
también trabaja- si para poder adquirir la canasta alimentaria necesitaría
multiplicar ese monto por cien?
¿Qué pasó con los olvidados de siempre, a quienes Chávez quiso
dignificar? ¿Por qué en estos siniestros años de totalitarismo
Chavista-Madurista se han incrementado los índices de pobreza extrema, los
embarazos adolescentes, las muertes por desnutrición, las deserciones
escolares, la delincuencia y la inflación? Este régimen ha disparado los
indicadores más vergonzosos que pueda ostentar una nación, sin demostraciones
de arrepentimiento o rectificación; porque, al menos si el desgobierno diera
muestras de querer enmendar los entuertos en los que nos han hundido, aceptar
que ya no son mayoría y respetar los mandatos de la Constitución, “todavía
tendría chance de salir por la puerta delantera”, como dice Pedro, mi amigo el
mensajero, quien analiza mejor que nadie la realidad de Venezuela, porque la
vive y padece a diario, montado en su moto.
El hambre, ese nuevo legionario de la muerte que recorre nuestro país,
pende sobre las cabecitas de los recién nacidos marcados por el sello de la
pobreza y los amenaza con arrebatarles las vidas de un momento a otro. Se llena
el país de mamás luciendo su involuntaria extrema delgadez, de cuyas tetas
secas se aferran y cuelgan niñitos ávidos por sorber algo que les calme el
apetito… Se multiplican los casos en los barrios de cualquier rincón de
Venezuela, porque el control de la natalidad no existe y las niñas se inician
cada vez más niñas en el arduo oficio de la maternidad. No es difícil vaticinar
cuál es el futuro que les depara a esos neovenezolanos. No es difícil suponer
cuán enfermos y cuán pobres pueden llegar a ser esos bebés que nacen marcados
por el hambre.
“Mi nieto está enfermo y muy flaquito. Lo llevé al Hospital de Niños y
me lo dejaron hospitalizado. El doctor me dijo que tiene cinco kilos menos de
lo que debería estar pesando. Tengo que engordarlo; pero, ¿cómo si no puedo
comprar más comida? Y como no trabajé esos días, no pude cobrar”. Así escuchó
una amiga que le decía una señora a otra, mientras limpiaba el baño de un
centro comercial. A la mujer le colgaba el uniforme. La otra la escuchaba,
desde la resignación de una faena compartida que rinde pocos dividendos o,
mejor dicho, que no alcanza para alimentar a la familia. “Maduro nos está
matando de hambre, chica. Yo salí esta mañana sin desayunar. Si compraba pan,
no tenía para el pasaje. A mis hijos y a mi nietecito, les dejé para comer una
olla con sopa de sobre y un huevo”. “Y ellos ¿qué desayunaron?” le pregunta la
otra. “Nada… hoy la sopa de sobre será la única comida del día”.
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