Sócrates Ramírez 11 de septiembre de 2017
En
torno a la categoría «banalidad del mal»
En
1963 Hannah Arendt publica su célebre y polémico Eichmann en Jerusalén,
un estudio sobre la banalidad del mal, tras asistir al juicio que el Estado
israelí hiciera al hombre responsable de los transportes de prisioneros a los
campos de exterminio en la Europa del Este, invadida por los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial. La apelación a la obediencia debida, la organización a
gran escala de emprendimientos criminales y la colaboración sostenida de un
sector de la población que dice ampararse en la orden o en la ley, han traído
en varias ocasiones del régimen chavista el recuerdo de los postulados de este
libro.
A
través de una serie de tres entregas abundaré sobre el tema. En la primera
explicaré el concepto «banalidad del mal» propuesto por Arendt; en la segunda
me referiré al perfil psicológico de los sujetos banales; y a la luz de estas
explicaciones, en la tercera presentaré algunos comentarios sobre la relación
entre obediencia, motivos y crímenes de Estado cometidos en Venezuela en el
desarrollo de las protestas contra el régimen de Nicolás Maduro durante los
meses que corren de 2017.
Literalmente,
la expresión «banalidad del mal» es una de las menos recurrentes en el reporte
levantado por Arendt sobre el proceso de Adolf Eichmann; sin embargo, más allá
de la descripción del juicio, el libro está dedicado a explicar los entresijos
de esta categoría que permite a la autora comprender cómo fue posible la
producción del «mal radical» al que ya se había aproximado en Los
orígenes del totalitarismo.
Mal
banal es el daño producido por sujetos corrientes, por seres sin intención
personal de proporcionarlo, pero que se encuentran inmersos en una atmósfera
donde precisamente el crimen se ha convertido en una rutina y ocupa el plano
del bien debido a la inversión moral generada por su legalización. Así,
aparentemente de forma inadvertida, estos individuos «cualquiera», sólo actúan
bajo la idea de cumplir la función de la pequeña pieza en un engranaje, de cuyo
producto final resultan visual y afectivamente alienados.
Dentro
de la banalidad del mal la mala acción sólo aparece a la vista cuando se le
aprecia a gran escala, mientras que en su particularidad, los sujetos que la
hicieron posible carecen de rasgos maliciosos, patologías, o convicciones
ideológicas que los hayan compelido a la acción criminal. El mal banal es
realizado por seres que carecen de intenciones y motivos para obrar
criminalmente.
La
falta de intenciones delictivas en el sujeto banal no significa ausencia de
cualquier otro tipo de motivos privados que sí lo inducen a cumplir alguna
función dentro de la maquinaria criminal aun desconociendo el resultado de las
acciones conjuntas. La actuación de este individuo nada tiene que ver con la
forma cómo percibe a los demás sujetos, a los otros, sino a la mirada que hace
sobre sí mismo en relación a sus necesidades, deseos y complejos, sumado a los
compromisos y lazos que lo unen a sus grupos de filiación. De acuerdo a la
atmósfera, a la presión de sus propias pulsiones y las del contexto actúa,
porque independientemente de los resultados, los cuales no importan porque se
desconocen, al sujeto le interesa el beneficio que para él produce, y que se
manifiesta en forma de salario, gratificación por el deber cumplido o gloria.
Los sujetos banales actúan por una variedad de razones sin que ellas tengan
relación aparente con la naturaleza criminal del gran acto.
La ejecución
del mal banal adquiere la forma de las rutinas propias del mundo, asemejándose
a la dimensión colaborativa del trabajo. La Shoá fue vivida por sus accionantes
como una faena, donde todas las labores rutinarias conexas que terminan
encontrándose en el asesinato masivo como producto final están sometidas al
sistema de recompensas, promociones y gratificaciones que se corresponden con
las cosas buscadas por el hombre, es decir, con sus intenciones en la esfera
del trabajo.
En tal
sentido, la idea de la banalidad del mal de algún modo guarda relación con la
concepción griega que Arendt tiene sobre la acción, al menos en lo concerniente
a una porción de ésta que pudiésemos llamar «voluntad de emprender»,
perfectamente característica de la acción humana desplegada en la labor y el
trabajo. El problema es que la voluntad ejecutada por seres banales está
desprovista de juicio. Cuando el logos es suspendido, pero el hombre conserva
su capacidad de actuar, de desarrollar lo inesperado, de protagonizar un acontecimiento
donde es simplemente dirigido por el imperativo externo, por el manual, por la
obediencia que le merece el superior, sus pequeñas acciones, independientemente
de las intenciones, pueden desencadenar un desastre.
La
estrecha relación entre el mal banal y los modos del trabajo moderno hacen que
el objetivo criminal que persigue sólo sea posible gracias al diseño y
funcionamiento de complejas organizaciones burocráticas e impersonales, donde
los sujetos participan del daño humano sin saberlo, y donde es innecesario
activar el juicio íntimo sobre las acciones pues en términos de lo que
estrictamente corresponde a una persona éstas lucen inofensivas y sujetas
siempre a la razón que habita en la orden emitida o en la ley.
Otro
argumento arendtiano sobre el carácter velado de la banalidad del mal es su
avance a través de pequeños cursos de acción, que lo hacen inadvertido a los
ojos de los ejecutores y de las víctimas, pero que en conjunto posibilitan el
funcionamiento de una maquinaria criminal. La maldad provocada por los seres
banales opera gracias a su imposibilidad de distinguir fronteras en razón de
las consecuencias de acciones y conductas. Ni ellos ni sus víctimas son capaces
de percibir que se ha cruzado un umbral que no debió ser traspasado. Precisamente,
la pequeñez y lo difuso desde el que aparentemente es ejecutado el mal hace
indistinguible su sentido. La dosificación con la que el mal es implementado se
convierte en garantía para el logro de su gran objetivo, pues, contrariamente,
la revelación ante víctimas y victimarios de un gran peligro como verdadero
propósito conduciría a la resistencia. El acto de resistir se anula cuando el
mal es aplicado en pequeñas cuotas administradas desde el engaño, que en lugar
de temor generan seguridad y promueven la esperanza.
El mal
banal es aquel que puede ser ejecutado por seres normales, que inmersos en la
repetición permanente de su tarea son proclives a la irreflexión, a la
cancelación de la conciencia, o incapaces de la empatía, pues permaneciendo alejados
de la realidad, absortos en la invariable rutina de la burocracia, su única
verdad es el proceso que ejecutan. El carácter de sumo peligro que representa
este nuevo tipo de criminal es que comete delitos en condiciones donde no puede
saber o intuir la real naturaleza de lo que hace.
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