Anthony Boadle 11 de diciembre de 2017
Víctor
Rivera, un panadero desempleado de 36 años, dejó en agosto su ciudad natal en
el norte de Venezuela e hizo un viaje de dos días por carretera a la remota
ciudad amazónica de Boa Vista, en Brasil.
Aunque
el trabajo es escaso en la ciudad de 300.000 habitantes, las modestas
perspectivas en Boa Vista atraen más a Rivera que la vida en su país, donde sus
seis hijos a menudo pasan hambre y los estantes de las tiendas de provisiones
están cada vez más vacíos.
“No
veo futuro en Venezuela”, dijo Rivera, quien busca trabajos ocasionales en los
semáforos en la pequeña capital estatal, situada a poco más de 200 kilómetros
de la frontera de Brasil con el país andino.
Naciones
de América Latina y otros continentes han recibido un número creciente de
venezolanos que huyen de las dificultades económicas, el crimen y de lo que los
críticos consideran un gobierno cada vez más autoritario.
El
país que alguna vez fue próspero, sede de las reservas probadas de petróleo más
grandes del mundo, lucha con una profunda recesión, un desempleo generalizado,
escasez crónica e inflación, que el Congreso liderado por la oposición dijo que
pronto podría superar el 2.000 por ciento.
Al
menos 125 personas murieron este año en medio de enfrentamientos entre
oponentes del Gobierno, simpatizantes y policías.
A
medida que las condiciones empeoran, ciudades como Boa Vista afrontan una de
las mayores migraciones en la historia reciente de América Latina. Con una
infraestructura, servicios sociales y puestos de trabajo insuficientes para ese
volumen de inmigrantes, las autoridades temen una crisis humanitaria.
En
Roraima, el estado rural del cual Boa Vista es la capital, el gobernador
decretó la semana pasada una “emergencia social”, poniendo a los servicios
locales en alerta ante las crecientes demandas de salud y seguridad.
“Los
refugios están llenos hasta el límite”, dijo George Okoth-Obbo, Alto
Comisionado Auxiliar para las Operaciones del ACNUR (Alto Comisionado de la ONU
para los Refugiados) tras una visita al lugar. “Es una situación muy difícil”,
agregó al mencionar los cientos de miles de inmigrantes que están llegando a
Trinidad.
Ni
siquiera el Gobierno de Venezuela sabe con certeza cuántos de sus 30 millones
de habitantes han emigrado en los últimos años. Algunos sociólogos estiman que
la cifra llega a los 2 millones, aunque el gobierno izquierdista del presidente
Nicolás Maduro cuestiona esa cifra.
BRASIL “NO ESTÁ LISTO”
A
diferencia de quienes dejaron Venezuela en una migración previa, cuando gran
cantidad de profesionales se fueron a mercados en los que había una fuerte
demanda para sus servicios, muchos de los que se van ahora tienen pocas
habilidades o recursos.
Al
migrar, entonces, exportan algunos de los problemas sociales que Venezuela ha
tenido dificultades para enfrentar.
“Se
van por problemas económicos, de salud y de seguridad pública, pero ejercen
mucha presión sobre los países que tienen sus propias dificultades”, dijo
Mauricio Santoro, politólogo de la Universidad Estatal de Río de Janeiro.
Unos
40.000 venezolanos llegaron a Brasil, dijo Okoth-Obbo. Algo más de la mitad de
ellos ha solicitado asilo, un proceso burocrático que puede llevar dos años. La
solicitud les otorga el derecho a permanecer en el país mientras se revisa su
pedido, y les da acceso a salud, educación y otros servicios sociales.
Algunos
inmigrantes en Boa Vista están encontrando formas de salir adelante, quedándose
en los pocos refugios que las autoridades han proporcionado, como un gimnasio
local. Otros vagan sin hogar, algunos recurren a la delincuencia, a la
prostitución, y suman nuevos problemas a los desafíos sociales.
“Tenemos
un problema muy grave que solo empeorará”, dijo la alcaldesa de Boa Vista,
Teresa Surita, quien agregó que las calles de la ciudad, que solían ser
tranquilas, ahora están cada vez más llenas de venezolanos pobres.
La
mayoría de los inmigrantes en Boa Vista llegan por tierra. Si lo hacen en
transporte público, en la ciudad venezolana fronteriza de Santa Elena, ingresan
al país a pie y luego toman buses o viajan a dedo más hacia el sur, a Boa
Vista.
El
puesto fronterizo, que solamente cuenta con personal durante el día, permite
que hasta 400 inmigrantes ingresen diariamente, según las autoridades. Para un
estado que tiene la población más baja y la economía más pequeña de Brasil, la
afluencia no es poca.
“El
gobierno de Brasil no está listo para lo que viene”, dijo Jesús López de
Bobadilla, un sacerdote católico que dirige un centro de refugiados en la
frontera en el que se sirve desayuno de frutas, café y pan a cientos de
venezolanos.
A
pesar de una larga historia de inmigración, Brasil ha tenido dificultades esta
década para dar cabida a los solicitantes de asilo de naciones como Haití y
Siria. Si bien el país más grande de América Latina ha otorgado asilo a más de
2.700 sirios, los refugiados han recibido escaso apoyo del gobierno incluso en
Sao Paulo, el estado más rico.
Un
funcionario de alto rango del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil,
que pidió permanecer en el anonimato, dijo que el país no cerrará sus
fronteras. Okoth-Obbo señaló que su agencia de la ONU y el gobierno federal están
discutiendo formas de trasladar a los refugiados a ciudades más grandes.
“AHORA PUEDO DORMIR”
Las
escuelas de Boa Vista han admitido a aproximadamente 1.000 niños venezolanos.
El hospital local no tiene camas debido a la mayor demanda de atención.
En
julio, un niño venezolano de 10 años murió de difteria, una enfermedad ausente
de Roraima durante años. Giuliana Castro, la secretaria de Estado para la
seguridad pública, dijo que tratar a los inmigrantes enfermos es difícil porque
carecen de estabilidad, como una dirección fija.
“Aquí hay un riesgo de crisis
humanitaria”, señaló.
La
mayoría de los llegados a Boa Vista dijeron que no tienen la intención de
regresar a Venezuela, a menos que las condiciones mejoren.
Carolina
Coronada, que trabajaba como contadora en la ciudad de Maracay, a una hora y
media de la capital, llegó a Brasil hace un año con su hija de 7 años. Ha
solicitado la residencia y trabaja en un restaurante de comida rápida.
Aunque
gana menos que antes y dice que sus ingresos son menores a los de los
brasileños en el restaurante, es más feliz.
“No
había leche ni vacunas”, dijo. “Ahora puedo dormir por la noche, sin
preocuparme por ser asaltada”.
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