MIBELIS ACEVEDO DONÍS 17 de enero de 2018
“Este
país ya no aguanta más”… ¿cuántas veces ha repicado esa frase a lo largo de
estos años como el tañido fragoroso y terminal de un ultimátum? ¿Cuántas veces
fue blandida, plena de épica y fogoso nervio, para ilustrar la agonía movediza
de una sociedad cuyos infiernos parecen ensancharse cada día? Lo cierto es que
aunque usada como avío retórico que invariablemente calza a la medida de la
pulsación del momento, hecha crónica excusa para prescindir de remedios
“lentos”, para resolver el ahogo cuyo trámite “no espera” por los tiempos de la
gestión política, la frase de marras ha sido desafiada una y otra vez por los
hechos. Vista con cruda objetividad y a la luz de los errores invocados por la
desesperación -esos que hacen que el avance acabe trasmutado en nuevo abismo-
la realidad muestra que, con todo y sus aciagas roturas, el talante para la
permanencia no luce tan perecedero; que siempre hay otro inédito sótano por
inaugurar y al cual descender; que en vez de ahorrar sufrimiento, el apuro sólo
ha dejado cansancio, atasco, frustración.
Llevados
por la ola de desesperanza y cinismo no faltan quienes -despachando las
conquistas que antes concretó una oposición unida, enfocada en la vía
democrática y renuente a los atajos antipolíticos- aducen que “locura es hacer
siempre lo mismo y esperar resultados distintos”. Pero la manoseada cita
-atribuida erróneamente a Einstein, por cierto, cuando al parecer fue acuñada
por la escritora Rita Mae Brown- podría ofrecer, dada la evidencia, otra
lectura: ¿no es acaso un síntoma de irracionalidad dejarse guiar una y otra vez
por la desesperación, eludir la ruta segura porque su exigencia es percibida
como dilación, desandar lo andado mientras nos dejamos pinchar por el fullero
aguijón de las salidas instantáneas y fantasiosas; y apostar al final por un
providencial rescate Deus ex Machina? ¿Hasta qué punto se ocultan tramoyeras
distorsiones cognitivas en esa vocación por el marketing de la impaciencia al
que recurre cierto liderazgo; falacias lógicas en las que nos refugiamos para
estabilizarnos emocionalmente, aún cuando desfiguren la realidad? A las pruebas
nos remitimos: más allá del guiño a una encrespada audiencia que presiona
especialmente desde las redes sociales, ¿acaso han dado frutos tangibles las
promesas de salida express, los “ya” remozados hasta el tedio y administrados
como audaces píldoras cúralo-todo, los despistados diagnósticos sobre la
caducidad del aguante o el colapso del régimen? ¿No se habrá confundido en ese
caso el deseo con la realidad?
Así,
bombardeada por el extravío, las nocivas generalizaciones o los fogonazos de
los “iluminados”, la narrativa de la oposición transita a merced del espasmo,
nunca del todo resuelta; una inhalación consistentemente interrumpida por la
propensión a tomar las emociones como prueba terminante de verdad. En ese
sentido, pocas cosas han hecho tanto daño a la política como los mordiscos del
pensamiento dicotómico, propio de visiones radicales que destierran el término
medio y se instalan en los absolutos, donde la realidad y sus grises no
figuran. En ello va un serio problema de abordaje de nuestra tragedia que en la
medida en que crea expectativas imposibles de satisfacer, que al remolcarnos
hacia el hocico ávido de los callejones sin salida, corona en recelo y
desmovilización.
Con
ese cenagoso tramo nos topamos. El hacer de la dirigencia, en lugar de alentar
una política de la confianza capaz de entrever soluciones realistas, de
entusiasmar con un proyecto de país, de acompañar el malestar y organizar la
rabia para la puja común, se ha estancado en una política de la queja, la
culpabilización y la denuncia de lo obvio que sólo refuerza en la sociedad la
autopercepción de víctima indefensa: “no soportamos, no aguantamos, no
toleramos más”. Táctica traicionera, pues cultivar la sensación de que la
catástrofe nos sobrepasa, de que nada de lo que hagamos servirá para reparar
las cosas, lejos de aglutinar fuerzas nos lleva a capitular, persuadidos de que
la llave incumbe a otros, al azar y sus tómbolas. Es la certeza fatalista que
traspasó al atolondrado Romeo, la de ser un “juguete del destino”; el locus de
control externo que tulle y condena al infantil plantón, la invasión milagrosa
que nos libraría de nuestros verdugos.
Si
bien es cierto que la coyuntura es peligrosa y acuciante, de poco sirven los
cálculos basados en espejismos o escenarios improbables. Al contrario, contra
la limitación urge una disección descarnada y precisa, alternativas viables, no
propuestas hechas para contrarrestar el íntimo horror vacui. Sí, la ansiedad
puede ser una torpe mentora cuando hace que la creencia, el prejuicio o la
apetencia desalojen al pensamiento racional. Son los gestos de ese trapacero
optimismo de los desesperados, la “esperanza hueca” que tanta ojeriza inspiró
en una mística Simone Weil, cuyos vapores a veces nos hacen olvidar que sólo la
acción guiada por la sensatez será capaz de producir el cambio que necesitamos.
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