Por Miro Popic
Paul Bocuse, el gran
cocinero francés que acaba de fallecer, cambió la cocina francesa de su tiempo
con un concepto nuevo y revolucionario: la cocina de mercado. Aligeró las
pesadas preparaciones cargadas de grasas y harinas y decidió optar por algo más
sencillo, cocinando con lo que conseguía disponible en el mercado, es decir,
productos frescos de estación, pesca del día, ofertas locales, cocciones más
cortas sin alterar el producto, etc. El ejemplo fue seguido en otras regiones
con resultados beneficiosos para todos, lo que contribuyó a hacer avanzar la
cocina pública a nuevos niveles de excelencia. No hizo más que poner en práctica
lo que decía mi abuela cuando le preguntaban con qué iba a hacer el sancocho.
¿Respuesta? Pues, con lo que haiga, hijo, con lo que haiga.
¿Con qué cocinamos hoy? Con
lo que conseguimos en el mercado o con lo que encontramos en el bachaquero de
la esquina, y con lo que podemos pagar, lo cual reduce enormemente nuestras
posibilidades por más creativos que queramos ser. Hablo de la cocina hogareña,
la que se hace a diario en casa, no de la cocina profesional de restaurantes.
¿Cómo proponernos, por ejemplo, dar de comer a los nuestros un corocoro frito
si no conseguimos pescado ni hay aceite para freírlo? ¿Para qué imaginarnos una
simple torta de jojoto si el azúcar está por las nubes y sale más barata con
aspartane aunque no sepa igual?
El catalán Josep Pla tiene
una frase maravillosa que dice que la cocina no es más que el paisaje puesto en
la cacerola. Bella imagen para definir que la cocina surge de la geografía, de
lo que la tierra que habitamos nos da, de lo que encontramos en nuestra
cercanía. ¿Cuál es el paisaje de lo que se come hoy en los hogares que
consiguen disponer de alimentos?
Supongamos, por ejemplo, que
dependemos de la caja CLAP para cocinar. La más reciente entrega de hace 15
días contiene: un litro de aceite de soya, tres kilos de arroz, tres kilos de
pasta (dos de pasta larga y uno de pasta corta), un kilo de azúcar, dos kilos
de harina de maíz amarillo, un kilo de leche en polvo, un envase de 200 gramos
de mayonesa, un envase de 200 gramos de kétchup y dos latitas de atún de 100
gramos de materia escurrida. El aceite, el arroz, la harina de maíz
(transgénico), el azúcar, la mayonesa y el kétchup vienen de Brasil, la pasta
de Turquía, la leche de Colombia, el atún de México. Cero hecho en Venezuela.
Podemos decir entonces que hoy nuestra cocina es internacional, ese vago
concepto que por querer abarcar todo no define nada. ¿Dónde queda, entonces,
nuestra cacareada soberanía alimentaria? ¿Qué pasa con la autarquía originaria?
El componente de esta caja
no soporta el más mínimo examen nutricional. Exceso de carbohidratos, algo de
grasa, mínima proteína. Obviamente hay un complemento vegetal que se obtiene en
los camiones que vienen del Táchira, pero cuando un kilo de cebollas o de
pimentón es un cuarto del sueldo mínimo ¿quién puede pensar en un sofrito
criollo? Cuando el precio de la carne supera un sueldo básico ¿cómo
desmecharla? ¿Cómo hacer tajadas con un kilo de plátanos endógenos a 50 mil o
50 millones de los viejos de la cuarta?
Esta cocina de carencias que
están obligados a ejecutar nuestros cocineros y cocineras pasará a la historia
como un hecho de resistencia ante la barbarie del control social alimentario
que impone el régimen a sus ciudadanos. Llegará el tiempo en que volveremos a
reconstruir nuestra cocina criolla de siempre, donde hacer un pabellón o un
simple sancocho de gallina será cosa de todos los días y para todos. No me
cansaré de repetirlo nunca. La mesa venezolana es redonda, como nuestra arepa,
y todos cabemos en ella. Esa es la unidad que necesitamos.
11-02-18
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