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domingo, 8 de abril de 2018

Sanidad pública para una sociedad decente por @gvillasmil99



Por Gustavo J. Villasmil-Prieto


“Solo desde dentro de nosotros mismos […] podrá emerger el antídoto que, curando nuestras lacras e insuficiencias, nos dignifique y nos haga volver a ser lo que alguna vez fuimos”.

Rafael Muci-Mendoza, médico y académico

Aquel breve paso por la muy prestigiosa Universidad Hebrea de Jerusalem me dejó entre otros recuerdos el de la fugaz visita a la clase del profesor Avishai Margalit, pensador clave en la comprensión del drama de estos tiempos ruinosos.

Uno de los grandes de la filosofía moral contemporánea, Margalit postula como su tesis fundamental la idea de la “sociedad decente”: una sociedad que no admite que el poder inflija humillación alguna a sus miembros.

La constatación cotidiana de la precariedad de la atención médica que recibe el venezolano enfermo pone de manifiesto más allá de toda duda la profunda enfermedad moral de una sociedad que necesita recuperar la decencia como elemento fundamental para la reconstrucción de un pacto social estable; un pacto que recoja y exprese lo que Venezuela debe aspirar ser: una comunidad de destino en la que quepan las visiones, aspiraciones y proyectos de vida de las grandes mayorías.

Veintiséis textos constitucionales ha conocido Venezuela a lo largo de su vida republicana, los tres últimos consagrando a la asistencia médica como derecho fundamental.

Derecho este sin materialidad alguna en la Venezuela de hoy, flatus vocis en boca de elementos de la nomenklatura del régimen chavista para quienes la tragedia sanitaria venezolana se ve a la distancia, sabiéndose ellos mismos a salvo de sus deficiencias y penurias: ¿o es que acaso alguien ha visto a ministro, magistrado o general en con la mamá en “El Pescozón” o el “Vargas”, la esposa de parto en la “Concepción Palacios” o el bebé con fiebre en el “Jota Eme”?.

El derecho a la asistencia médica es ciertamente un derecho fundamental, pero al mismo tiempo un derecho prestacional.


Su materialización supone la intermediación de administraciones competentes que organicen la dispensación de los servicios contemplados en una cesta a ofrecer al ciudadano velando por su calidad, su accesibilidad y su consistencia.

La organización público-sanitaria venezolana centralizada en el Ministerio Popular para la Salud dista mucho de ser tal cosa. Aunada a la reconocida incapacidad técnica del gobierno sanitario venezolano y a la propagación en su seno de todas las prácticas corruptas imaginables surge la pérdida de atributos mínimamente exigibles en la atención a la salud.

Es el gobierno sanitario de la ineptitud, de los estándares de atención médica inaceptables en cualquier país del mundo, de la violencia institucional contra el enfermo -débil entre los débiles- expresada en el consabido “no hay” que se anuncia en improvisados carteles expuestos a las puertas de nuestros hospitales públicos; es el gobierno que mira impasible el drama de la enfermedad y del sufrimiento que acarrea a quien la sufre.

Nada más indecente que la imagen de un venezolano tendido sobre el colchón podrido de una cama de hospital público alrededor de la cual se congrega una sufrida familia en la que hermanos, hijos y compañeros de vida exprimen hasta el dolor sus escasos medios en el heroico esfuerzo colectivo de proveer al ser querido enfermo de medicamentos e insumos médicos ante la mirada indiferente del poder en la llamada “revolución bonita”.

La construcción de una sanidad pública para una sociedad decente puede y debe constituirse en una política de convergencia que convoque voluntades en el seno de la dividida sociedad venezolana.

Política traducida en expresiones concretas – programáticas, organizacionales- que garanticen al venezolano el acceso a servicios de atención médica a la altura de sus necesidades, sea quien sea, vote por quien vote. Habrá quien nos señale como promotores de una institucionalidad con pretensiones moralizantes, por lo que asumimos desde ya tal crítica.

Pero aquí no estamos para convocatorias de mesas de tecnócratas sino para abordar una impostergable reflexión que indague en el alma de una sociedad moralmente enferma; sociedad que vio morir en el fuego, en plena Semana Santa, a 68 venezolanos bajo custodia del estado, que aún contempla por las redes sociales el éxodo sin precedentes de miles de compatriotas atormentados por la miseria cruzando el puente de San Antonio a Cúcuta o la frontera en Boa Vista en busca de pan y de cobijo, que asistió y asiste impávida al drama de familias enteras buscando qué comer entre basuras o que apenas recién se enteró de que de cada tres admitidos a un hospital público, uno egresa por la puerta de la morgue.

Es la sociedad venezolana pues, sus élites intelectuales, empresariales y políticas, sus organizaciones intermedias, sus medios de comunicación, etc. los que están emplazados: ¿qué sanidad pública queremos?, ¿qué estamos dispuestos a sacrificar para tenerla? ¿O es que seguimos creyendo en “almuerzos gratis” a estas alturas? ¿A quiénes hemos de sacar de su “zona de confort” para hacerla posible? ¿O seguimos creyendo también en que se puede “tocar el santo pero no la limosna” cuando de lo que se trata es de reconstruir un país devastado?

No queremos más consultorías expertas ni sesudos “white papers” escritos desde confortables “think tanks”basados quién sabe dónde.

En casi 20 años de chavismo, creo que los hemos leído todos. Porque nuestro problema más esencial no es técnico; ni siquiera es político: es ético. Y su solución pasa por que esta sociedad decida si está dispuesta a seguir admitiendo, por ejemplo, que un venezolano tenga la atención médica que pueda pagar y no la que necesite.

La remoralización de la vida en Venezuela pasa entonces por la dolorosa exéresis –cito aquí a mi maestro- de nuestras lacras nacionales, prerrequisito este para la reconstrucción de un país éticamente anémico que necesita volver a enarbolar la limpia y sencilla bandera de la decencia social.

07-04-18




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