Tulio Ramírez 07 de agosto de 2018
Durante
11 días del mes de julio de este pavosísimo 2018 (para mis lectores
extranjeros, en Venezuela desde 1998 todos los años han sido pavosos, vale
decir, han estado signados por la mala suerte, huelgan las explicaciones), tuve
la oportunidad de visitar a Ecuador debido a compromisos de carácter académico.
Di conferencias y dicté talleres en ciudades como Guayaquil, Salinas, Libertad,
Esmeraldas y La Concordia. Son ciudades ubicadas a lo largo de la costa
pacífica de ese bello y hospitalario país. Además de hacer lo que todo
venezolano hace cuando tiene la oportunidad de salir por unos días, es decir,
comprar medicinas y comida para “traer”, retomé la vieja práctica de salir a caminar
de noche.
La
verdad fue toda una experiencia. Que te agarren las 9 de la noche en la calle y
no te pase nada, no tiene precio
En ese
periplo constaté lo solidarios que han sido los ecuatorianos con nuestros
compatriotas. Les han tendido la mano no solo dando oportunidades de trabajo,
sino tratándolos con respeto y consideración. En la memoria colectiva de ese
país debe estar anclado el recuerdo de una Venezuela que también le tendió la
mano a los suyos sin mezquindad alguna. Deduje una suerte de retribución por
una deuda histórica hacia un gentilicio que, si bien ayer los acogió con
hospitalidad, hoy requiere de un espacio para trabajar y vivir sin sobresaltos.
Durante
los intercambios, luego de cada conferencia o taller, me encontré con el hecho
de que buena parte de los asistentes tiene por lo menos un familiar o un
conocido viviendo desde hace muchos años en Venezuela. Esto hizo que
comprendiera tanta afinidad y expresiones de cariño.
Logré
conocer a varios paisanos en diferentes lugares. Desde destacados colegas que
trabajan como profesores en algunas de las universidades que visité,
profesionales y técnicos que laboran exitosamente en áreas ligadas a la
producción o servicios, hasta jóvenes trabajando como meseros, vendedores
ambulantes o “señoras de limpieza” en restaurantes, comercios u oficinas
privadas. Los primeros formaron parte de las oleadas iniciales que llegaron a
Ecuador a partir de 2014-2015, bien a través del programa Prometeo que
reclutaba investigadores universitarios con propuestas salariales de hasta 5000
dólares o como profesionales y técnicos que fueron a probar suerte porque
preveían la desgracia que se cernía sobre el país.
Buena
parte de esta primera oleada pudo irse con sus familias y han logrado cierta
estabilidad
Los
segundos forman parte de una oleada más reciente constituida por jóvenes casi
adolescentes, sin profesión ni oficio alguno, que se aventuraron cinco días por
carretera dejando atrás a los padres, a los hijos al cuidado de las abuelas o
las tías, que se lanzaron a lo desconocido con la idea de “hacer cualquier
cosa” para poder enviar 20 dólares mensuales que garanticen algo de comer a los
que dejaron atrás.
Esos
hijos de esta Tierra de Gracia, hoy en desgracia gracias al socialismo
chavista, están luchando para evitar que el tifón rompa sus velas
Cada
uno de ellos es una historia. Cada uno es un capítulo completo de ese
monumental libro que constituiría la zaga del libro “La Diáspora venezolana” de
nuestro amigo Tomás Páez, pero que aún no está escrito. El título de ese libro
debería ser “Huir para salvarse. El caso venezolano”.
Tulio
Ramírez
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