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lunes, 3 de septiembre de 2018

El Metro pregunta por @goyosalazar



Por Gregorio Salazar


Sé qué algunos han comenzado a verme como un Túnel del Horror, lleno de percances e ingratas sorpresas, y ahora se me acercan con temor. Pero no, amigos, aún soy el Metro.

El famoso y otrora tan ponderado Metro de Caracas. Así, sin sobrenombres. Tengo colegas a los que llaman “el tubo” o “el subte”, pero yo soy familiar y cariñosamente el Metro. Por mis múltiples bocas les hablo desde las entrañas del valle de esta ciudad antañona en cuyo vientre sembraron mis rieles para servirles de extremo a extremo todos los días.

Ya era hora de agradecerles sus elogios de tantos años. Siempre creí merecérmelos y con razón. No había quien no me considerara modelo esperanzador de una Venezuela distinta: moderna, competente, donde la limpieza, la seguridad y el mantenimiento eran parte de una cultura que nos inflaba a ustedes el pecho y a mí los vagones de purito orgullo. Así fui desde chiquito, desde mis tempranas estaciones, un prolongado espacio donde, sorprendentemente, en medio de un país bochinchero, descuidado y libertino todos respetaban las reglas.

Se hablaba entonces de dos ciudades: la de la superficie y la que surgía apenas entrar a las estaciones y bajar a los andenes por mis silenciosas y eficientes escaleras eléctricas. Todas, absolutamente todas en funcionamiento. Todas de un aluminio reluciente. Allí observaban regocijados otra ciudad: refrescante y grata, amable y respetuosa, admirablemente pulcra, segura, decorada con arte y buen gusto y sobre todo eficiente. Todo funcionaba independientemente de cómo marcharan las cosas allá afuera.

Hoy debo confesarles que ese orgullo era recíproco. Así debía ser, puesto que cada centímetro de mis estructuras se debió al sudor, la capacidad, el ingenio, los conocimientos, el trabajo esforzado de los obreros, los técnicos, los ingenieros, los arquitectos, los gerentes de este gran país.

Todos esos esfuerzos combinados con los de gente que vino de otras latitudes a poner a nuestro servicio su valiosa experiencia. Gracias también a ellos. Algo más, siempre me supuse símbolo de la bonanza y prosperidad que ustedes buscaban consolidar allá arriba. Y todavía más: nunca la corrupción ensombreció las antiguas etapas de mi construcción, cosa que no ocurría en otras áreas de lo que llaman cosa pública.


Hoy con 35 años a cuesta, que no es mucho en la vida de los hombres y mucho menos en organismos como el mío que se supone debe perdurar como la propia ciudad, les hablo con hondísima preocupación. Honda no porque yo pertenezca obviamente al subsuelo, sino por la conmoción que sacude lo más íntimo y profundo de mi alma subterránea. Pero vamos por partes.

En cuanto a mí: es inexplicable que pese a mi juventud vaya decayendo con el correr de los días: trastabilleo y me paralizo como un nonagenario que se ha quedado sin bastón o sin andadera. O, peor aún, al que se le fueran repentinamente los tiempos, le faltara el oxígeno, toda la energía. Y entonces sobreviene el caos, que alcanza su punto máximo cuando ustedes deben escapar despavoridos de mis vagones, a veces rompiendo puertas y ventanas para desparramarse por mis túneles y tener que deambular por una ciudad que, me dicen, se va quedando sin transporte superficial.

Me apena mi propio aspecto y desenvolvimiento. El piso de mis andenes semeja un crucigrama de cuadros de concreto al desnudo y otros de goma degastada. Se desploma sin que la repongan la cerámica tan armoniosamente escogida, una combinación para cada estación. Los ancianos dejan los meniscos en las escaleras de granito porque las mecánicas están inservibles.

Por esa causa, se alejan de mí los discapacitados y los usuarios de más años, que es decir los más débiles y necesitados. Todos viajan apretujados, casi fundidos unos con otros, sofocados, sin lugar para las embarazadas. En cada parada me alarman las batallas campales entre quienes salen y quienes me quieren abordar.Verdaderamente, he dejado de ser un transporte humanizado, mínimamente amable. Lo lamento por mí y por ustedes.

Si hay algo que deploro es no poder contribuir con mi propia existencia y funcionamiento. No sé por qué no me permiten generar ni un céntimo, he quedado reducido a un parásito al que tienen que pagarle todo para que subsista. Un mantenido. Quiero ser un servidor público, no un desaguadero de recursos.

Grandes y muy terribles cosas han debido ocurrir para que este sea nuestro presente: un trayecto incierto que vislumbra una última parada en el colapso.Tristemente, ese descalabro también lo advierto en ustedes cuando repletan mis vagones, en sus ropas raídas y los rostros macilentos, en la mirada desencajada y la expresión desesperanzada de un pueblo inocultablemente menesteroso. No es difícil concluir que el mal que me consume a mí, me arruina y me condena al desastre es el mismo que los arrastra a ustedes.

Soy y seré un obediente servidor. De ustedes vengo y con ustedes sigo, aunque después de tanto orgullo ahora me padezcan como una gran calamidad. Tal vez arriba en la superficie tengan la respuesta al absurdo que me intriga sin tregua en mi penoso andar. No es un reclamo ni un regaño, es una súplica porque no quiero llegar al final de esta tragedia sin saberlo. Explíquenme, buenos amigos, díganme por caridad qué les pasó.

02-09-18




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