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sábado, 4 de mayo de 2019

Los miserables de Hugo por @PerezDaza


Por Johanna Pérez Daza


Víctor Hugo y Hugo Chávez. Parece un contrasentido y un despropósito colocar en una misma oración a dos personajes tan distantes, no solo en términos epocales sino sustanciales, entendiendo por estos los constitutivos del modo de ver y entender el mundo, sus pensamientos y acciones… su legado.

En la obra literaria de Víctor Hugo “Los miserables” (1862) el obispo de Digne “compra” el alma de Jean Valjean y lo hace libre. Le da la oportunidad de empezar de nuevo y, a partir del perdón, siembra en él la nobleza y la compasión que le habían arrebatado. Es un acto liberador y transformador. El ex convicto se convierte en Monsieur Madeleine y emprende un camino próspero que, aún en medio de las dificultades, busca la rectitud como norma y la justicia certera, alejada de las deformaciones y contradicciones que había vivido en carne propia al ser condenado por robar un trozo de pan con el que infructuosamente intentó aliviar su hambre y el de su familia. Su trascendencia, universalidad y capacidad de permanecer en el tiempo tocando los grandes temas de la humanidad hacen de ésta una obra maestra, un clásico de la literatura al que volvemos cada cierto tiempo para revolver preguntas y luces.

Muchos años después, la insigne novela de Víctor Hugo fascinaría a Hugo Chávez, quien en época de vacas gordas y bonanza petrolera mandó a imprimir y distribuir gratuitamente esta obra como si de un panfleto se tratara. Sin embargo, el tiempo ha mostrado que era, más bien, una advertencia, una profecía incomprendida que hoy se hace visible en los rostros de los miserables, hijos y prisioneros del socialismo del siglo XXI.

Escarban en la basura buscando qué comer. Mueren por desnutrición o falta de medicamentos. Huyen por las fronteras —incluso a pie, con frío y en terribles condiciones— cargando bolsas y pesares, arrastrando una maleta destartalada y en la espalda un desgastado morral tricolor de extinta función escolar —¿quién puede estudiar cuando las tripas suenan más fuerte que la cansada voz de una maestra que también busca solapar el hambre entre letras y lecciones?—.


Pernoctan en los alrededores de los bancos para cobrar una mísera parte de su ya de por si mísera pensión. Viven entre apagones, sin agua y con precarios servicios básicos. Por momentos recuerdan a la pequeña Cosette, maltratada y explotada, o a su extorsionada, prostituida y agonizante madre Fantine, pagando con su vida el alto precio de la inocencia arrebatada por el espejismo de la promesa incumplida y el abandono.

Los vimos retratados recientemente en un estremecedor reportaje del portal ABC de España (Texto: Jorge Benezra. Fotos: Álvaro Ybarra Zavala). Nos dolió el alma al reconocerlos cercanos, nuestros, numerosos, removiendo en nuestra memoria la fotografía de Kevin Carter y el niño famélico acechado por el buitre. Agitamos la cabeza al identificar y constatar: no es África, es Venezuela. No es un ave de rapiña que espera su presa, es un gobierno que mira indolente.

Acá también abundan los Thénardier que fingen ayudar mientras se lucran de la desgracia y se aprovechan de los más vulnerables. Dos Hugos y dos contextos “revolucionarios”. En ambos subyace la miseria y el hambre. En la Venezuela del socialismo del siglo XXI, funcionan como mecanismos de control, herramientas para el miedo y la sumisión. La conocida máxima de quien te quiebra las piernas para que luego le agradezcas las muletas… o una caja de comida.

Paradójicamente, ante este abrumador panorama y el subsiguiente desaliento, “Los miserables” de Víctor Hugo ofrecen aires de esperanza y rebelión, de levantamientos populares en los que se tejen historias de lucha y amor, haciéndonos posar la mirada en la esencia humana que indómita persigue su libertad y en el bien que se abre camino y nos invita a creer e insistir.

03-05-19

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