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jueves, 14 de mayo de 2020

Crónica de un regreso a Caracas: Limbo, por @PlazaSalvati




Pedro Plaza Salvati 13 de mayo de 2020
@PlazaSalvati

“La noche es un hueco sin borde” (Cabrera Infante)

En las mañanas escribo desde una habitación en la que se ve la ciudad y, al fondo, el Ávila. Me levanto antes de que salga el sol. Solo las tímidas luces de algún edificio se dejan ver más bien como resplandores aislados. La oscuridad se lo traga todo. Deduzco que se trata de la secuela del gran y extendido apagón nacional vivido en marzo de 2019. Siento una hendidura en el pecho al ver hacia afuera y observar los edificios muertos. No se distingue nada. Como si mirara a la noche desde la ventanilla de un avión en un vuelo trasatlántico hacia el espesor grueso de la nada. Pareciera también que no ocurriera nada. El silencio es completo. Uno que otro carro se escabulle a lo lejos. Me deja un desconsuelo enorme estar sumido en este hueco negro sin borde cuando antes, recuerdo, hace varios años, brillaban las luces de los edificios y Caracas, desde algunos ángulos, parecía una engañosa ciudad del Primer Mundo.

Billetes en la cartera venezolana

En preparación para el viaje saco los billetes de mi último regreso a Caracas. Antes, cuando vivía en Costa Rica, viajaba dos veces al año a mi ciudad natal y escribía una crónica sobre cada regreso. El tiempo se ha vuelto elástico. No vivo ahora a 1.880 kilómetros de distancia sino a 7.494. Me doy cuenta de que mi vida se ha partido en tres pedazos que simbolizan una cartera venezolana, otra costarricense y, ahora, la española, como la cabeza de radio -también la llaman cúpula radial- del brazo izquierdo que se me fracturó en tres pedazos en el accidente de mayo de 2016, en uno de los regresos a Caracas.

En cada cartera tengo organizado documentos de identidad, tarjetas, billetes de cada lugar. Son carteras sencillas y están deterioradas. Cuando viajo a un destino siempre guardo en el morral la del lugar de donde vengo y la reemplazo por la del destino al que me dirijo. Es demasiado confuso ir sacando documentos de una para pasarlos a la otra. Mejor mantener la separación de los mundos. Veo que dentro de la venezolana tengo varios billetes en bolívares fuertes.

Mi último regreso fue en mayo de 2018 y en agosto de ese año entró en vigencia la reconversión monetaria de bolívares fuertes a soberanos. Los billetes que tengo son inútiles. Estoy a punto de aterrizar en la tierra de la inflación más alta del mundo. Al momento en que preparo el viaje un dólar vale 75.000 bolívares soberanos o siete billones de bolívares de los de siempre. Desilusionado de mis míseros billetes, me percato también de que mi tarjeta de débito vence precisamente en los días que voy a estar en Caracas. Contacté al banco y me dijeron: “No se preocupe, las tarjetas vencidas se aceptan en todos lados. No se están renovando tarjetas vencidas. Puede usarla sin problemas”.

Amenazas a las que no les hicimos caso

Primera amenaza: A medida que avanzan los días, en la fase de preparación del viaje, recibo señales de distinta naturaleza. El 5 de marzo, Día Mundial de la Eficiencia Energética, se producen varios apagones en Caracas. Se bromea y se dice que se trata del aniversario del gran apagón del 2019. El alcalde de Chacao, Gustavo Duque, informa: “Reportan falla eléctrica en LPG por explosión de transformador en la 3ra avenida con 1ra transversal”. Algo me decía que tenía que prepararme a pasar trabajo.

Segunda amenaza: Juan Guaidó anuncia una marcha el mismo día de nuestro vuelo. No podía creer que la fecha coincidiera. Desde Caracas nos daban dos visiones: no va a pasar nada, como siempre o, la cosa se va a poner fea ese día. Me llega un afiche de Guaidó levantando un puño, un gentío atrás en una marcha, la foto del policía, actor, buzo, paracaidista, piloto e Inspector del CICPC, Oscar Pérez, muerto en una emboscada en su sitio de ocultamiento. Preparados. Alineados en una misma dirección. La Nueva Venezuela. Operación David Fase 3… y todo comienza el 10 de marzo. El día que llegamos, qué puntería.

El centro de Caracas, alrededor de la Asamblea Nacional fue militarizado y hasta se veía circular por las calles tanques de guerra, sí, tanques de guerra: ¿temor de un golpe? ¿No es para masacrar a soldados y vehículos de combate para lo que sirve un tanque de guerra? ¿Teatro e intimidación? ¿Efecto psicológico? ¿Manipular con el miedo? La Guardia Nacional se sumó con las tanquetas y cientos de hombres con escudos bloquearon las calles. Un amigo me dice que me prepare a lanzar piedras apenas me baje del avión.

De los violentos disturbios vividos en Barcelona durante varias semanas a finales del año pasado a la hipotética situación de caos que podría depararnos nuestra llegada. La ciudad de la que vengo y a la que voy se conectan con la protesta. El 29 de febrero había ocurrido un atentado contra Guaidó, le dispararon a su camioneta y se vio la foto de un hombre, parte de los colectivos armados, apuntándole con una pistola. Era como para pensar que esta vez sí podía pasar algo.

Tercera amenaza: Aunque el gel antibacterial y las mascarillas se habían agotado, España seguía como si el coronavirus no fuese con ella (dicen que los chinos que viven en la ciudad fueron los que las agotaron para enviarlas a sus familiares en China). Dos días antes, el 8 de marzo, se autorizaron marchas multitudinarias en toda España en celebración del Día de la Mujer. Nos daba algo de temor viajar, pero al mismo tiempo, estábamos convencidos de que tomando las precauciones sería seguro. En Barcelona la vida seguía su curso normal al tiempo que se empezaban a cancelar algunos eventos masivos. Había mucha gente engripada, pero parecía la situación normal de la transición del invierno a la primavera. El mismo día que viajamos Maduro afirmó que a Venezuela no había llegado el coronavirus y alertó de la posibilidad de que se tratase de un arma de guerra bacteriológica que se esté utilizando contra China.

Toallas húmedas y Gerdex

El vuelo de Barcelona salió a tiempo. Los funcionarios del aeropuerto no portaban ni máscaras ni guantes, lo que me parecía extraño porque ya se habían reportado en España 999 contagios y 16 fallecidos. Llegamos a Barajas, ubicamos la puerta, y el segundo avión, el vuelo 6673, salió también a la hora esperada. En Madrid ningún funcionario ni nadie de la línea aérea llevaba protección alguna. Solo se veía con mascarilla a algunos pocos pasajeros por los pasillos.

Dentro del avión tomamos todas las precauciones. Al llegar a nuestros asientos limpiamos todo con unas toallitas húmedas, a las que les colocamos, por si fuera poco, Gerdex (desinfectante líquido de alto nivel de áreas materiales y equipos médicos, hospitalarios, de laboratorios, de alimentos e industriales). Mejor prevenir que lamentar. Desinfectamos los asientos, las mesas, el bolsillo de enfrente para colocar revistas o libros, la mesita para comer, el tablerito para colocar los audífonos y controlar el volumen y cambiar canales.

Atrás quedaba Madrid y la bella, conflictiva y hermosa Cataluña, la exuberante Barcelona a la que llegamos un 8 de octubre de 2018. La vida partida en pedazos, con las tres carteras, como la cabeza de radio fracturada. Siempre me da sentimiento dejar la ciudad en la que vivo y esta vez no fue la excepción, con todo y el carrusel de ilusiones e intensidades que nos deparaba este viaje.

Durante el vuelo, cada vez que iba al baño, me rociaba de gel antibacterial, me lavaba las manos y cerraba la puerta con un papel que lanzaba para adentro del baño a toda velocidad antes de que se cerrara la puerta. Me dormí varias veces, leí varios artículos. No pude ver casi ninguna película. Solo repetí Mientras dure la Guerra, que ya había visto en el cine y que me había gustado mucho, sobre el ascenso del franquismo y la pugna con Miguel de Unamuno que refleja, o deja el mensaje, que las divisiones entre españoles de ayer son muy parecidas a las de hoy. Mirar a las montañas que preceden a la pista de Maiquetía fue muy emocionante, aunque desde el cielo se veía todo un poco ruinoso y seco. Tacoa parecía un cementerio surrealista.

De la relajación a la paranoia

Al momento de empezar el descenso, una aeromoza informa que, según las regulaciones de Venezuela, había que fumigar el avión y procedieron a echar un spray (a nosotros) por los pasillos. Me sentía en un consultorio veterinario aéreo, libre de pulgas. Al aterrizar en Maiquetía me acordé de lo corta que es la pista del aeropuerto que muerde el Mar Caribe porque, luego de un buen aterrizaje, el piloto tuvo que frenar de golpe para girar, como un carrito chocón. Hubo aplausos y bendiciones, algo que pensé que ya no era costumbre. Al momento del giro pude ver que la pista estaba desolada, no había ningún avión ni en movimiento ni conectado a puerta alguna de desembarco.

Apenas salimos de la rampa, había un grupo de mujeres vestidas de enfermeras esperando a los pasajeros (“Bienvenido al Hospital Venezuela”, pensé en la vieja canción de The Eagles). Tenían medidores sónicos de fiebre que parecían armas de una película del espacio o para implantar ondas de pensamiento ideológico. Todas llevaban uniforme, mascarillas y guantes. Pasamos la prueba de la fiebre y seguimos de largo y llegamos al pasillo. Oigo que una pasajera pregunta a una de las enfermeras: “¿Y yo cómo estoy?”, a lo que responde: “Chévere, mi niña”, y me agrada la manera cariñosa de estas latitudes. Camino por el pasillo, “Oh, ¡de nuevo aquí!”, me digo, como si me despertara de un sueño, ¿o una pesadilla? Al salir del pasadizo había varios hombres vestidos de traje esperando a pasajeros y todos llevaban tapabocas. Qué diferencia había con los controles y precauciones en España, ¿por qué si aquí no hay un solo caso reportado? ¿Exageraban o hacía lo correcto?

En migración éramos los únicos pasajeros así que pasamos rápido. El oficial tenía mascarilla y guantes. Todo esto nos seguía produciendo un cortocircuito porque en la madre patria no había ninguna precaución de seguridad. Acá todo el personal del aeropuerto llevaba mascarillas y guantes en la Venezuela de la escasez hasta ese momento exenta del virus. ¿Qué carajos significaba esto? ¿Nos estaba el gobierno bolivariano ocultando una realidad terrible? Vivimos llenos de mentiras y engaños desde hace años, cierto. Era muy paradójico el contraste entre un país y otro, no lo de las mentiras y engaños, sino lo del protocolo contra el virus.

Las maletas, para no perder la tradición ancestral, se tardaron. Finalmente salimos y, Alfredo, el conductor que nos iba a recoger, nos estaba esperando. Habíamos ya pautado la tarifa: $30, impensable en otros regresos tener que pagar en dólares. Como de costumbre, tomamos un café a la salida. Conversamos amenamente. La tarjeta de débito no pasó por clave errada. Pude pagar los tres cafés con una tarjeta de crédito y, ya con esa compra copaba la mitad del crédito disponible.

Alfredo tiene una sonrisa amable, está de buen humor. Nos dirigimos hacia el carro y nos persigue un hombre mayor miliciano, con un uniforme color kaki, como los que se usan para ir de cacería en el llano, para confundir tela con monte. ¿Saben cómo les dicen a los milicianos?, nos pregunta: “Los mil ancianos”, contesta. Nos reímos y al echar el carro hacia atrás era evidente que el milanciano estaba esperando una propina. Le hago un gesto con la mano y me responde con el saludo militar sobre la frente. Dos mujeres pasaditas de los sesenta años, un poco desdentadas, también milicianas, estaban a la salida. También se cuadran. Y comenzamos el ascenso a Caracas, una vez más.

No voy a comentar lo que representa ese ascenso siempre tan traumático. Lo que sí me llamó mucho la atención esta vez fue que el color del país había cambiado: Venezuela se había vuelto sepia. Todo parecía quemado, seco, desteñido, ruinoso. ¿Era ese el color de la desesperanza?  Cuando llegamos al Guaire, a la altura de El Paraíso, Alfredo nos cuenta que mucha gente se viene a bañar al contaminado río y luego toma el metro como medio de transporte, y que es un riesgo para la salud.  Me dice que cuando se va la luz hay que caminar a oscuras por los túneles El metro ya no se cobra, al igual que la gasolina. Transporte libre, gasolina gratis.

Nos vamos enterando que la marcha de Guaidó fue un conato más, como de costumbre, un intento de marcha. Apenas pasaron de Chacaíto, frontera entre el municipio Chacao y Libertador, una nutrida concurrencia se vio ahogada de gases lacrimógenos lanzados impunemente. La televisora alemana DW reportó: “El muro volvió a ser infranqueable”. Que lo digan los alemanes que saben tanto de muros.

Guaidó terminó hablando en la Plaza Alfredo Sadel de Las Mercedes. Hay una canción de Sadel que se llama Desesperanza. ¿Por qué se convocan estas marchas si se sabe que no van a lograr pasar? Se crea una expectativa grande, con días de anticipación. Y eso que esta vez revestía una renacida autoridad luego del descomunal éxito internacional de la gira de Guaidó por el mundo. Se supone que ahora ostenta más poder, pero la marcha no puede pasar de Chacaíto. El cerrojo de la libertad fue lanzado a un pozo hueco, al parecer inalcanzable.

Cuando llegamos a la altura de la desteñida Plaza Venezuela, veo a un hombre que vende libros en la entrada de la UCV, el que debe haber sustituido a Víctor, el famoso librero de cabello blanco que falleció en marzo de 2018. Un convoy interminable de motos con guardias nacionales en pareja, un conductor y un acompañante con escudo en cada moto, se nos atraviesan. Parecen un enjambre de avispas. Nos detenemos y podemos ver mejor cómo se ha desdibujado el paisaje. La contramarcha chavista, por otro lado, se apoderó de las calles del centro. Marcha y contramarcha. La historia de siempre, solo que ahora son como pataletas del paciente llamado democracia.

Operación débito

En nuestros regresos anteriores siempre nos hospedábamos en un hotel en Chacao. Al principio fue extraño quedarse en un hotel, algo que de alguna manera nos volvía forasteros dentro de nuestra propia ciudad. Nos quedábamos allí porque teníamos alquilado nuestro apartamento, para poder tener ingresos que recibíamos fuera del país y sobrevivir la diáspora. Como era de suponer, debido al deterioro económico, los extranjeros fueron abandonando el país y el inquilino de nuestra casa aguantó bastante, como un “último mohicano”, resistió casi hasta el final, cuando ya casi todos se habían ido.

Ahora regresábamos a nuestro apartamento que habíamos dejado en el 2010, cuando técnicamente nos fuimos del país. El reencuentro con la habitación donde siempre dormíamos, pero que había sido la cama de nuestro inquilino, era extraño. Regresar a tu hogar que dejó de ser tu hogar. La escritora Maeve Brennan ya había dicho que “el hogar es un lugar en la mente”. Hogares portátiles. Teníamos una sensación de familiaridad y extrañamiento al mismo tiempo.  Recuperamos las mañanas de esplendor con el Ávila, los pájaros, con el mejor clima del planeta tierra y un ángulo de vista que, contrario a todo el trayecto de subida, no era sepia sino verde, la vegetación de unos cuantos árboles siempre frondosos delante de nuestra visual inmediata.

La prioridad era hacer mercado y tener disponibilidad de los fondos en bolívares que fui acumulando y que me servirían para cubrir los gastos del viaje, si no se los tragaba antes la acelerada hiperinflación. Los billetes, por su ínfimo valor, solo circulan para pagar estacionamiento o dar propinas a los bomberos de las estaciones de gasolina. Pruebo la tarjeta en un local y me dicen de nuevo que la clave está errada. Entonces voy con un amigo a la agencia en el Centro San Ignacio. Hay solo dos cubículos de atención al público y en uno de ellos está la servicial y sonreída gerente. Me hace unas preguntas y luego me dice que ya tengo la tarjeta activada, que debo ir a un cajero automático a colocar mi nueva clave. Me advierte que, lamentablemente, por problemas de mantenimiento, los tres cajeros de esa sucursal están dañados.

Nos dirigimos a un cajero en otro lugar. Logro activarla y recobro la libertad de adquirir, todo pende de un pedazo de plástico y de que las líneas de los puntos de venta, usualmente aletargadas, funcionen. Y no se trata solo de la lentitud de las comunicaciones, sino que los aparatos de los puntos de venta están deteriorados, algunos funcionan con unos papeles que se colocan debajo del mismo para que hagan algo de presión.

Un poco más tarde me detengo en un mercado, muy cerca de donde estaba, para comprar algunas cosas y probar si de verdad la tarjeta estaba activa. Antes de colocar las cosas me dicen, como si supieran por todo lo que acabo de pasar: “No tenemos punto de venta. Solo en dólares, transferencia o Telpago”. Dejo las cosas que iba a comprar, desciendo las escalinatas del centro comercial Mata de Coco y desemboco en la Danubio. Compro un café con la tarjeta de débito que funciona a la perfección. Son las pequeñas victorias que te hacen sentir vivo y que arreglan tu día. Y me lanzo a andar por la Avenida Guaicaipuro hacia abajo.

Caminata de arribo

Meto la vista hacia el taller de tapicería de siempre y no tiene casi muebles que tapizar, hay muchos espacios vacíos en el interior, donde antes no cabía un banquito. Del otro lado de la calle la marquetería, noto la ausencia del caballero simpático que en las tardes se sienta a tomar algún trago enfrente del negocio con la música que se escurre suavemente hacia la calle, ahora casi desolada. Atravieso dos quioscos y los periódicos se han desvanecido.

Los gruesos matutinos fueron enflaqueciendo a medida que los ciudadanos perdían kilos, como una competencia de aniquilamiento. Algunos cerraron por la prohibición de importar papel, otros no soportaron la presión política, los embates del gobierno y la economía. A medida que se agudizaba la crisis, los pocos sobrevivientes se tornaban cada vez más raquíticos, como personas que adelgazan hasta desvanecerse para caer muertos en alguna esquina. No es raro oír la noticia de que una persona venía por calle y se murió, así, de repente. Ya no hay periódicos de papel en los quioscos. Fueron borrados de la vida del venezolano. Sobreviven a duras penas aquellos aliados del gobierno, como Últimas Noticas, también raquítico, o el 2001, especializado en deportes.

Me doy cuenta de que sigue congelada la construcción de la Plaza del Inmigrante de la Avenida Guaicaipuro, la valla perimetral con fotos de europeos y gente del cono sur. El mismo anuncio de la Alcaldía de Chacao informaba antes el costo original de la obra, que tal vez ahora alcanzaría para la compra de un mercado. Así actúa la hiperinflación extendida durante los últimos años: con lo que se hubiera podido erguir una obra pública en bolívares ahora se puede hacer un mercado para una familia.

Hay un hueco enorme dentro del perímetro que está idéntico. La valla ahora se transforma en un muro sin fotos que se monta sobre la calle. ¿Cuándo se empezará, de verdad, la construcción de la Plaza del Inmigrante? Los que llegaron a la Venezuela del porvenir, ahora resignados por el mundo ingrato que les tocó vivir después de haber construido un arraigo, de haber hecho de Venezuela su hogar. Otros, los que han podido o querido, han regresado a su país de origen. Quedan muchos, sumergidos en mundos que se hundieron, del que escaparon y al cual llegaron. En un video de YouTube el exalcalde, Ramón Muchacho, había dicho en el 2015:

“Probablemente no haya otro municipio en Venezuela que esté construyendo una plaza de estas características y envergaduras. En la Plaza del Inmigrante vamos a tener cinco semisótanos para estacionamiento. Luego tendremos el nivel plaza y un edificio de cinco pisos que incluye un gimnasio para nuestra comunidad, sala de conferencias y reuniones, biblioteca, ludoteca, espacio para la juventud prolongada, salones de usos múltiples, todo eso, además, en pleno casco histórico de la urbanización Chacao”.

(El acalde tuvo que irse al exilio luego de una orden de detención que le impusiera el gobierno).

Camino por la Avenida Francisco de Miranda. Familiaridad y transformación. El cambio se percibe en la manera de andar de los resignados, los que deambulan por las calles que he visto permutar, desde la libertad plena, antes de que el proceso se instalara ad infinitum, hasta el ánima extraña que se ha convertido la ciudad. Esas mismas calles que han presenciado la revuelta en masas para sacar a Chávez en el 2001, un movimiento popular legítimo torpemente transformado en golpe por los políticos, el paro petrolero, las sangrientas protestas del 2014 y el 2017, la alegría, ahora tísica, por la llegada del Presidente Encargado.  Me doy cuenta de que más de la mitad de los locales comerciales, que antes refulgían de vida o mantenidos con respiración artificial, están cerrados, las santamarías abajo, el monte, que quién sabe de dónde sale, los carcome por sus costados, la pintura desconchada. Un sembradío de negocios muertos que conviven con los sobrevivientes. No pudieron resistir más la debacle, la esquizofrenia económica.

Y es que solo se puede entender como locura pasar años con el control de cambio, la escasez al estilo cubano como medio de control de la vida y de la voluntad de las personas, la inflación aparecida como un arma de destrucción masiva y, de allí, ahora, el gobierno, derrotado o atado de manos, permite que circulen los dólares en efectivo en la economía. Todo se empieza a tasar en la moneda del Imperio, pero no se pueden tener cuentas en dólares, solo que los billetes circulan como medio de pago. Los economistas dicen que más de la mitad de las transacciones en el país son en esa moneda.

Uno entra a un establecimiento y directamente dan los precios en dólares, desde una ferretería hasta algunos mercados inclusive. Ni hablar de los servicios de cualquier tipo, desde un trabajo de plomería y mantenimiento hasta la afiliación a un gimnasio. En muchos locales también se puede pagar utilizando el sistema Zelle, lo que significa que aquel que tenga una cuenta en un banco en Estados Unidos, puede comprar un bien acá y pagarlo con un dinero que circulará solo en suelo estadounidense. Una transacción fantasma.

Se liberan los controles para importar cualquier cosa y aparece la cultura del bodegón, que se divisan por doquier, oportunismo transitorio. Se trata de una especie de tienda diplomática como supondrían ser las cubanas, donde los extranjeros consiguen de todo, solo que ahora esos bodegones no son para los diplomáticos, sino para una minoría de ciudadanos, los nuevos ricos de estos tiempos y para aquellos que pueden contar de alguna manera u otra con medios de adquisición. ¿Quién puede pagar lo que se consigue en un bodegón? Pues quizás solo entre un diez o un quince por ciento de la población.

Todos los productos son importados es este tipo de local. Entonces se trata del testimonio de un país al que se ha decimado su industria y, no solo eso, sino que resalta la contradicción de un gobierno que nació, supuestamente, para ayudar a los más pobres pero que, sin embargo, ha ocasionado que la brecha entre los pocos que tienen y los muchos que no, se vuelva abismal. Un pote pequeño de Nutella en un bodegón equivale a un salario mínimo. Eso sí, antes la escasez afectaba a casi todos por igual, ahora no, ahora se da la seguridad del suministro de productos solo a los que cuentan con ingresos para hacer compras como si se viviera en Miami o Houston.

Es cierto que al liberar los controles y aparecer algunos nuevos negocios algo permea a los empleados, a las clases menos favorecidas, que son las que más han sufrido el impacto de la economía esquizofrénica. En eso ha artificialmente mejorado un poco la situación y quizás, por esa razón, la gente que vi en el hueso en el último viaje las encuentro un poco más repuestas.

Paso por la librería Nueva Chacao, que antes tenía algo de surtido de buena literatura, pero ahora hay dos señoras viendo televisión en medio de una penumbra. Ya solo se consiguen unas revistas y unos libros extraños, muchos religiosos, otros que no sé bien distinguir el género o más bien, del impacto, ahora no me acuerdo. No había nada que se pudiera comprar. De un negocio vecino, que antes era una floreciente venta de muebles de oficina, sale un hombre con cara de desquiciado, tiene la mirada perdida, la camisa a medio abotonar, de sus ojos se cuela la demencia. Veo hacia adentro y solo quedan unos pocos muebles de oficina como abandonados en un remate parecido al de una venta a puerta de garaje.

Muy cerca de allí me enfrento a una de las imágenes que más me conmueve en este regreso y que se podría llamar “dignidad”.  En la esquina de la Calle Bolívar y la Francisco de Miranda está la Farmacia Alto Alegre. Veo hacia adentro a una farmaceuta vestida de blanco detrás de mostradores enteramente vacíos. Solo se pueden ver algunas poquitas cosas, casi que inexistentes. No tiene nada en la vitrina principal. Pero ella está allí, con lentes, su cabello corto y marrón, incólume ante la adversidad, como esperando firme y con paciencia sabia a que cambien los tiempos. A la vuelta de la esquina, con solo avanzar unos pocos pasos, está el restaurante “La bella princesa china”, que antes se la pasaba con mucho movimiento. Ahora su fachada está deteriorada, llena de monte, las letras caídas, abandonado.

Religión y vallas peatonales

A lo largo de las caminatas de estos brevísimos días de llegada me llama la atención los afiches y anuncios relacionados a lo religioso. Un quiosco cerrado tiene la leyenda: “Cristo está con la marcha”. Veo muchas señales que explicaría la invocación de lo espiritual en tiempos de penuria. Un anuncio con la imagen de Cristo dentro de una valla peatonal, anclado en una base de cemento como de dos metros de alto: “Devoción a la Divina Misericordia, a las 3 de la tarde, reza un padre nuestro y repite 3 veces: Jesús confío en ti”. ¿Por qué a las tres de la tarde? Según las sagradas escrituras fue la hora en que Jesús gritó: “¡Dios mío, Dios mío: ¿por qué me has abandonado?”, como pueden ahora clamar tantos venezolanos.

Me detengo para observar bien lo que me encuentro. Se trata de otro anuncio en la vía peatonal, tan grande como el que mandaba a orar a las tres de la tarde. Está hueco pero sostenido dentro de un marco con rebordes cuadriculados vacíos. Como suspendido en el aire está un cartón grande que, con líneas horizontales trazadas, determinan la altura de las personas. Dentro, hay una silueta de una cabeza dibujada a mano y escrito en rojo dice: “Tómate tu altura?”. El cartón mide la estatura de las personas desde 1,25 metros hasta 1,95 metros. Debajo de este cartón hay un papel pegado que dice: “República Bolivariana de Venezuela. Habitantes No Libres”. Abajo una firma y un correo escrito con bolígrafo negro: @Susan Applewhite.

Ya me había llamado la atención en este regreso que casi todas las grandes vallas a lo largo de las autopistas están huecas, y si no, con letreros ruinosos. Al rato busco el nombre en Google y me aparece una cuenta con fotos de una artista. Está la valla que acabo de ver para tomar las medidas de altura, entre otras muchas, como improvisaciones montadas sobre marcos huecos en carteles de anuncios abandonados por toda Caracas. Así, veo, por ejemplo, en Instagram: uno con un estetoscopio, otro con una silueta de José Gregorio Hernández, otro con una cafetera italiana, otro con una nota musical, un gato, un reloj derretido de Dalí, todos en sitios distintos de la ciudad. Pienso que puede ser un intento de combatir la desidia, como un mensaje de reconstrucción distópica, lanzar una intención al Universo.

Tubo de escape

Salgo a cargarle gas al aire acondicionado. Es la primera vez que conduzco en casi dos años. Me dirijo al taller de costumbre. Antes de llegar al que tengo en mente me hacen señas desde otro taller que está justo a pocos metros. Entro por equivocación y les digo, al percatarme, que iba era al otro negocio, que me disculpen. Me preguntan qué necesito y me dicen que “al lado” cobran $60 por la carga de gas y que ellos cobran $35, y hasta me la pueden dejar en $30”. Hay algo que me inspira confianza, a pesar de que el lugar está vacío, los empleados ociosos, a la espera. Estaciono el carro. Levantan el capó y proceden a echarle la carga de gas.

Al momento en que casi terminan la maniobra, otro de los mecánicos me dice que el tubo de escape escupió unos trozos como de metal blancuzco. Yo de mecánica no sé nada, para mí es ciencia del espacio. Me pregunta si no percibo que el carro no tiene potencia, le digo que sí, desde hace tiempo. Me explica que el tubo de escape tiene tapado el catalizador, que se encarga de transformar los gases contaminantes. Me podría haber dicho que tenía un anillo vascular termodinámico convexo dañado y para mí hubiera sido lo mismo. Me comenta que cuando se tapa empieza a echar esas partículas, y que eso ocurre por la combinación de tipos de gasolina o por la mala calidad del combustible. Entonces me sugiere suplantar esa parte por un tubo que cumple la misma función y que le va a devolver la potencia. Le pregunto cuánto cuesta y me dice que la pieza original vale $80 pero que me puede colocar el tubo por $30. Le digo que sí, que proceda, mientras arreglo el pago con el técnico del aire.

El del aire se monta en el asiento de copiloto y saca su teléfono. Yo saco la flamante y vieja tarjeta de débito reactivada superpoderosa y me dice: jefe, aquí no tenemos punto ¿Y cómo te pago?, le pregunto. Con Telpago, me responde. Yo no tengo Telpago, le contesto. Entonces en dólares, jefe, me responde. Por suerte, cargo cinco billetes de 20 dólares que había guardado en la cartera venezolana. Tengo todavía los billetes viejos inservibles, los bolívares fuertes, mezclado con los dólares. El hombre los ve y se ríe. Le digo que no tengo cambio, que solo le puedo dar dos de 20 que son 40 dólares. Va a buscar cambio y no consigue.

Mientras tanto suben el carro a una plataforma. El mecánico empieza a tratar de amputar el catalizador, como si le sacara la vejiga a una persona. Utiliza llamas y se coloca una careta improvisada, no una profesional de soldador, es como un cartón duro cuadrado reforzado en el que en el medio le insertaron un vidrio pequeño oscuro para proteger la vista. Estamos cubanizados, me digo a mí mismo. El del aire regresa y dice que no consiguió cambio pero que él puede darle $10 a su compañero, el soldador. Cuando la pieza obstruida cae al piso estallan decenas de piedras calcinadas que lo tapaban. Buscan un tubo nuevo. Lo empiezan a soldar. Lo sueldan y luego lo pintan.

Termina el trabajo del tubo de escape. Mientras eso ocurría un tercer mecánico se ofrecía a revisar las bujías. Me veo obligado a darle de propina el único billete de $5 que tenía en la cartera. Cuando se lo entregué los ojos le brillaban. Me despedí de todos como si hubiera visitado a unos amigos. No había llegado ningún otro carro. En menos de una hora resolví el problema del aire, el inesperado e importante problema del tubo de escape y revisé la conexión de las bujías. El carro, en efecto, recuperó la potencia perdida.

Cocada para el hombre zamuro

Hay una persona a la que le tengo aprecio y que he visto su derrumbe radical en los últimos años. Resguardemos su nombre. Se trata de alguien que cuida los carros en una iglesia. En una época vestía decentemente, limpio, siempre con un hablar pausado, como si fuese un filósofo. Tiene la piel negra y los rasgos muy finos que hacen juego con su pelo gris. Tiene los ojos negros y la mirada como perdida en los misterios de la vida. Recuerdo que una vez me dijo que había publicado una nota en El Universal, en la sección en la que opinan los lectores. Siempre hablaba de política y tenía un don de caballero como de otras épocas, con una amabilidad elegante en la que se escondía una súplica por dinero bien administrada.

Ese hombre, a lo largo de los distintos regresos fue cayendo, poco a poco, en la ruina. Las primeras veces lo veía más desarreglado y con la mirada inquieta. Un día me dirigía a Playa Grande y veo que se atraviesa en una calle de Catia La Mar, ya completamente vestido de trapos y haciendo gestos y muecas de loco. ¿Qué hacía allí? Me quedé perplejo Y no fue sino hasta el siguiente regreso que lo vi rondando de nuevo por Chacao.

Tiene una memoria de elefante. Se acuerda de mí cada vez que me ve, como si sus ojos fuesen binoculares. Siempre siento la obligación moral de darle algún dinero. Cuando nos quedábamos en el hotel en Chacao a veces lo veía de noche caminar por las calles, sentarse solo en la parada de taxis, hablar solo, y luego perderse en la oscuridad, haciendo exclamaciones, como conjuras patrióticas o desentrañando fórmulas físicas. Empezó a parecerse a un zamuro porque su ropa era pura negrura de calle. Sin embargo, cada vez que me veía, me saludaba con los mismos finos modales, estaba consciente de que no debía romper la barrera del contacto físico y empezó a decir solo incoherencias, pero como si todo, para él, tuviera lógica al mismo tiempo.

Ahora llego, luego de casi dos años de ausencia, cruzando del San Ignacio hacia la Calle Elice, que sube desde la Francisco de Miranda. Aclaro que el apodo de hombre zamuro no es nada despectivo, es solo por su aspecto físico, además, los zamuros no son aves agresivas, son aves que esperan, que cultivan el don de la paciencia. Lo veo y él me detecta de inmediato. Se me acerca y me pregunta que dónde estaba metido, y agrega que yo nunca paso por esa calle. Está consciente del dilema del dinero. No hay efectivo y los bolívares no valen nada.

Entonces me señala a un vendedor de chicha que está a su lado y me dice que acepta Telpago. Pero yo no tengo Telpago todavía. Me acerco y le pregunto al chichero si tiene punto de venta y me dice que no tiene. ¿Qué hacer? El hombre zamuro me dice que allá arriba (en el San Ignacio) hay cajeros. Le aseguro que ninguno de los tres funciona y que además solo dispensan Bs.3.000 por transacción ($0.05) y la chicha que me pide cuesta diez veces eso. En la esquina hay una venta de cocadas que Toni, un amigo, me había dicho que eran buenas. Le digo que espere. Me dice que de allí no se mueve.

Un muchacho saca su saxo y empieza a tocar unas notas entristecidas, abre el estuche de su instrumento para que le den algo. ¿En qué moneda?, me pregunto. ¿En especies? Muy buena su interpretación de Chuck Mangione, aquí tiene un chocolate Savoy. A los pocos metros de la esquina hay un negocio especializado en venta de pastichos que está repleto. Hago una fila de unos cuantos minutos y compro una cocada pequeña. Pago con la superpoderosa tarjeta en el punto de venta. Me acerco al hombre y se la entrego. Siempre tiene una pierna hinchada, desde hace años, desde que empezó su declive. A pesar de todo anda, resiste, fuerte, es un guerrero espiritual. Le digo: viste que cumplí mi palabra.  El chichero se ríe. Me hace señas de agradecimiento con los dos pulgares alzados y se le estampa una sonrisa de oreja a oreja en la cara cuando empieza a chupar la cocada por el pitillo.

Intimidad desnuda

Hay fechas, números que representan algo especial: día y mes de nacimiento de uno, de la madre o de un hijo, un aniversario de bodas. Fechas especiales que algunas personas utilizan para las claves de ingreso a las cuentas de Internet de los bancos y en las tarjetas de débito. Son fechas sagradas, perderlas es como renunciar al poder, el poder del secreto, la fortaleza de que más nadie lo sepa. Solo uno mismo conoce la llave que abre las puertas.

La primera vez que me pidieron la clave pensé que era una broma. ¿Cómo dice? ¿Me está pidiendo mi clave personal? Afortunadamente en esa transacción me voltearon el datáfono para que yo marcara mi propia clave, con la seguridad correspondiente de que con la otra mano tapaba la visual al momento de marcarla, iluso yo. No sabía cuánto habían cambiado las cosas, pues ahora era un hecho común que la gente divulgaba las claves personales: la fecha de una graduación, el año de aquel viaje memorable, sin prejuicio y por costumbre, las personas de la esquizoeconomía dan sin reparo las claves en las transacciones de pago.

¿A qué se debía esto? Me explicaron que, a raíz del prolongado apagón de 2019, muchos puntos de los que se utilizan para marcar claves, que son como aparaticos separados con un cable largo que se coloca en el mostrador para marcar la clave, se dañaron y no hay stock para reemplazarlos. Eso agregado al deterioro del uso excesivo de los puntos de venta. Al no valer nada los bolívares y tener que hacer todo por esas máquinas, se deterioran.

Y el detalle está en que los bancos y operadores de tarjetas no tienen puntos de reemplazo y, si los tienen, hay que entablar con la entidad un largo proceso de negociación. Los aparatos de lo puntos son un bien escaso y del cual, además, se armó un negocio secundario: los bancos ahora tienen contratistas a los cuales, siendo un servicio gratuito, el que necesita un punto debe pagar cantidades que van hasta los $500. Eso sí, los instalan rápido, me dicen. Todos esto también viene derivado de las precarias condiciones en que operan los bancos, a punto de quiebra, con la actividad crediticia paralizada.

En los comercios, para que no se dañen los puntos, no los pueden mover de lugar para que el tarjetahabiente marque el año en que viajó por primera vez fuera del país. No, ya eso no se puede, hay que confiar al cajero tu vida personal: sí, señorita, sí señor: mi padre nació tal año. Hablando con otro amigo me dice que como el dinero en Venezuela no tiene valor por la inflación, todo el mundo lo gasta. Entonces: ¿qué importa dar tu clave si lo que tienes lo debes gastar casi que de inmediato? Me vi entonces obligado a divulgar fechas sentimentales, develaba mi secreto, me debilitaba, como tantas fuerzas que acechan a la constitución física, moral, material y espiritual del venezolano.

El dilema de la propina

Finalmente instalé Telpago. Intento ir a Sabas Nieves pero llego y está desolado, no hay ningún carro estacionado ni cuidadores de carros, una mala señal. Una mujer y un hombre aparecen, vienen bajando, me dicen, desde la solitaria entrada, que ellos subieron temprano pero que el parque está cerrado. Que no saben si es por el coronavirus o por los incendios.

Me dirijo al Centro Plaza. Empiezo a girar varias veces en subida para buscar puesto. Todo está oscuro, sucio y muy deteriorado. Llego al final y uno de los cuidadores me pregunta que cuánto tiempo me voy a tardar. Me abre una cuerda de nylon que lanza al piso y logro estacionarme. Me preocupo entonces cómo le voy a dar una propina. A medida que recorro el lugar veo tiendas cerradas o gente con caras vencidas detrás de los negocios.

Bajo a tomar un café a Maison Plaza. Ya no hay mesoneros. Me acerco al mostrador. Un hombre mayor, parece buena gente, me pregunta qué quiero, le digo lo que quiero y replica al cafetero. Espero y me sugiere que me siente, que él me lo lleva. Cuando me trae el café y la caracola me dice que cuesta 120.000 pero que él me la va a dejar en 80.000. Le doy las gracias y trato de interpretar qué significa esto. ¿Le tengo que dar propina? ¿Cómo se la doy? ¿De dónde la saco? ¿Por qué el descuento? Los billetes no valen nada y tengo apenas 3.000 que logré sacar de un cajero. Tampoco tengo billetes de un dólar, que sería excesivo, porque es el precio equivalente al que me dejó la caracola. Nada, no puedo hacer nada, no le puedo dar propina. Pago, me despido y él me dice: “Que Dios lo acompañe”.

A pesar de la crisis y el deterioro, el carácter más amable del venezolano florece en casi todas partes. La gente mantiene los modales, da las gracias, responde a un saludo, regalan alegrías. En otra situación similar, en la que no tenía cómo dar propina, me dijeron: “Con la sonrisa basta”. ¿Qué ha pasado espiritualmente en el país? Empiezo a pensar que se gesta una civilización avanzada, resistente a todos los embates posibles.

Me acerco a la librería Noctua. Está iluminada por dentro pero con la santamaría abajo. Tiene en la vitrina los mismos libros que tenía la última vez que la vi, de eso me recuerdo. Parece entonces más bien un museo de libros a la espera de una próxima reinauguración. ¿Quién apretó el Stop? Estoy preocupado con el parquero de arriba que me dejó pasar, no sé qué le daré. Subo, me monto en el carro y lo acerco a la cuerdita. Pasan unos minutos. No aparece. Me bajo del carro, la quito, muevo el carro, me bajo de nuevo, la vuelvo a colocar, subo al carro, me echo gel, espero y nada del hombre, salgo. Entrego el ticket que me costó casi media hora de cola en la única taquilla existente en todo el centro comercial.

La farmacia interna

A la noche siguiente de haber llegado estaba en el gimnasio. Un gimnasio es como una isla, una fantasía que es real, porque se trata del cuerpo, ese auto con el que recorremos el camino de la vida: mientras en mejor forma esté mejor será el recorrido. Y a nadie le gusta que lo dejen botado a mitad de trayecto a merced del hampa, ¿cierto? Entonces un poco de ejercicio, sin exagerar porque acabo de llegar, es apropiado. Me encuentro con gente que conozco, saludos afectuosos, algunos cargados de sudores. Conversaciones amenas, casi todo el mundo sonríe. Es la actitud del sobreviviente alegre, así es el venezolano. Ha pasado por todo tipo de situaciones penosas en las últimas dos décadas, pero persiste y, por lo general, con buen humor, con una actitud positiva que se magnifica en este lugar.

Al terminar cruzo la calle, pago el estacionamiento, salgo, giro y hay una patrulla de la Policía Nacional Bolivariana. Me detienen. Bajo el vidrio. Doy las buenas noches con la sonrisa que arrastro del ejercicio y que me imagino que el policía en su cabeza habrá catalogado de idiota. Me ordena que encienda las luces interiores del carro. Las enciendo. Choque de mundos: el policía (¿será real?) mira hacia dentro. Con la misma cara de molesto me dice: ¡Siga! Sigo. Son casi las ocho de la noche. No encuentro carros desde aquí hasta la casa. De la alegría al susto. Mi cuerpo se debate entre el cortisol y las endorfinas.

Un mensaje de texto

En este regreso el jet lag no me ha pegado nada. Es como si no hubiera habido un cambio de huso horario. Estoy durmiendo como un plomo. Me acuesto como a las diez de la noche y me levanto a la cinco de la mañana, siempre en la oscuridad, pero no por ella, sino a la espera de que salga el sol, robarle esa energía al día para seguir adelante, no hay nada mejor que escribir a esa hora, aunque el trajín de los viajes rompe el ritmo.

Qué alegría pensar que este regreso también me llevará a Costa Rica, donde presentaré Broadway-Lafayette: el último andén, en la librería Duluoz de San José el 26 de marzo y lo hará Gustavo Chaves, que ya presentó Lo que me dijo Joan Didion en la feria del libro de Costa Rica en el 2018. En Caracas se presentará en la librería Kalathos el sábado 25 de abril, a cargo de Oscar Marcano y Krina Ber.

Estoy lleno de planes cuando recibo un mensaje que me dejó helado, el 14 de marzo, a las 4:07 p.m., desde un número identificado como 3532:

Usted viajó desde
España región afectada por el
Covid-19. Debe mantenerse en
Cuarentena por 15 días. Si tiene
Síntomas llamar
al 0800-COVID 19

¿Cómo? Pero si me siento como un toro. He ido los últimos tres días al gimnasio. ¿Por qué no me informaron antes? ¿Por qué a los cuatro días de haber llegado?  Averiguo a ver si ese número es real o si puede ser una broma de mal gusto y veo informaciones como las siguientes:

Si te llegó un mensaje de texto del número 3532, alégrate pues eres uno de los 4 millones de beneficiarias del Bono Navideño de 500 mil bolívares que fue anunciado por el presidente de la República, Nicolás Maduro, el pasado 1° de noviembre.

Este viernes, el Gobierno Nacional comenzó la asignación directa de un Bono Especial Complementario por un monto de 250.000 bolívares, a través del Carnet de la Patria.

Inicia la entrega del Bono Marzo de Lealtad enviado por nuestro Presidente @NicolasMaduro a través del @CarnetDLaPatria. La entrega tendrá lugar entre los días 9 al 18 de marzo de 2020.

(¿Lealtad? ¿Un bono por ser leal? ¿A qué?)

De lo que podía deducir en ese instante, el 3532 se trataba del número oficial del gobierno para otorgar bonos a través del Carnet de la Patria. Pero yo no tengo Carnet de la Patria, ni pienso pedirlo. El bono, el aguinaldo que recibo es el de la cuarentena. ¿Y el viaje a Costa Rica? ¿Y los asuntos que vine a resolver luego de cruzar el Atlántico? ¿Y las presentaciones de los libros? ¿Por qué con cada regreso a Caracas siempre ocurre algo que profundiza el absurdo? Hay ahora una doble excepcionalidad en este regreso: los tiempos de penuria que se viven en el país y el coronavirus. Doble pandemia. Y yo que siento que me podría comer al mundo, me mandan a la cuarentena solo por haber viajado en ese vuelo. Todo se detiene. Un regreso para no poder regresar desde donde he regresado.


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