CATALINA OQUENDO 12 de junio de 2023
@cataoquendo
Al menos 258 personas han muerto o
desaparecido en esa ruta migratoria que une Colombia y Panamá desde 2018. Sólo
en lo que va de este año, 127.000 migrantes han llegado al lado panameño. Sin
tiempo para el duelo, algunos tienen que plantearse qué hacer tras perder a
familiares en la selva
Con la
cabeza gacha y la mirada hundida en el piso de tierra panameña después de
atravesar la selva del Darién, Víctor Rodríguez y Yiliberth Marín
deciden si deberían hacer una llamada. ¿Cómo marcar el teléfono que levantarán
en Bogotá y pronunciar las palabras: ‘Madre: perdimos a Ruth en medio de la
selva?’ ¿Cómo explicar que sigue desaparecida y que con ella se fue también
Mailon, el perro con el que migraban? Llevan un día preguntándose si será mejor
avanzar en silencio mientras la encuentran. Tienen demasiado dolor para
aventurar una respuesta.
Es una mañana de finales de mayo en la comunidad de Bajo Chiquito, el primer poblado al que llegan miles de migrantes después de salir de la selva densa que separa a Colombia de Panamá. Están agotados, magullados, caminan lento, pero necesitan hablar, desahogarse. Muchos cuentan de la chica con un mechón de pelo azul y su perrito, a los que arrastró el río. Dicen que ella se lanzó a rescatarlo y la creciente los arrastró a ambos. Comparten el dolor y también el alivio de saber que no fueron ellos. Pero tienen la certeza absoluta de que pudieron serlo. De esa selva, lo sorprendente es salir con vida.
En un
rincón del pueblo, bajo un parasol raído de color azul, Víctor, el esposo de
Ruth y Yiliberth, su hermano, recuerdan el momento en que el río se creció y
truncó su sueño de encontrar una vida mejor, ese instante sobre las 4 de la
tarde en que la corriente se llevó a Ruth Marín, que no soltaba a su perro
Shitzu. Los tres salieron desde Colombia el 19 de mayo con la ilusión de una
mejor vida. Ella, de 35 años y nacida en Caldas, vendió una ferretería que
tenía en Bogotá, y se lanzaron a la ruta que han hecho 377.000 personas en los
últimos 12 meses. En las últimas fotos que publicó en redes, se la veía con
trenzas, en una lancha y con su infaltable perrito.
Acercarse
a Víctor y a Yilberth es palpar la desolación. “En un momento, el río nos
arrastró a los dos. Yo, como hombre, tuve más fuerza y la ayudé a ella a
pegarse de un tronco”, cuenta Víctor, un venezolano que hasta hace poco vivía
en Colombia. Allí conoció a Ruth, se enamoraron, se casaron y pusieron rumbo al
norte, en busca del sueño americano. “Pero en un momento el río se creció, a
ella le agarraron los nervios y se soltó”, sigue. Otro migrante, más adelante
intentó detenerla, pero no pudo hacerlo.
Ha
pasado un día, pero guardan la esperanza de encontrar el cuerpo.
La
comunidad donde esperan es apenas una calle con los rastros de una vieja cancha
de baloncesto. No hay señal de celular, existe solo un centro médico y algunas
organizaciones humanitarias como la Cruz Roja asisten a los migrantes
temporalmente o les brindan agua potable. Los caminantes llegan desorientados,
procesando los muertos que han visto, los momentos de terror. Pero no hay
tiempo para el duelo. Deben registrarse. Ser migrante es hacer filas. Y no hay
tiempo que perder: unos secan los documentos al sol, otros se forman para el
registro de sus maletas. El Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) les
quita cualquier cosa que pueda usarse como arma, y luego esperan ante
Migración.
“Vimos
un señor herido dentro de una carpa. La esposa se llama Guadalupe, creo que es
Rojas. Él le pidió que se adelantara”, dice una venezolana que vivía en
Colombia y ahora hace su segunda migración. Pide, por favor, que rescaten al
hombre. “¿Alguien sabe cómo se llama el señor que estaba enfermo en la carpa?”,
grita mientras se registra. Le responden que Mario. Pero nadie tiene certezas.
Otro grupo de migrantes dice que le dieron agua, y que el señor pidió que lo dejaran.
Sus
relatos se pierden entre cientos, como si los tragara la selva. Pero los
rastros de la desaparición están por todo el pueblo. Cerca de la fila donde los
migrantes reciben un plato de comida que les vende la comunidad local, hay un
cartel con la imagen de un migrante indio desaparecido. ‘Missing. Indian
Contact. Hablar español’. Según el proyecto Migrantes
Desaparecidos, de la Organización Internacional para las Migraciones
(OIM), en la ruta del Darién, entre enero de 2018 y el 2 de junio de 2023, han
muerto o desaparecido al menos 258 personas, de las cuales 41 eran menores.
Pero todos saben que es un subregistro. La International Federation of Red
Cross and Red Crescent Societies y el Comité Internacional de la Cruz Roja
toman nota de los casos y los reportan al Gobierno, que se encarga como puede
de la búsqueda. En algunos casos, explica un funcionario de Migración, se arman
brigadas para rescatar cuerpos.
Ahí
radica la esperanza de Víctor y Yiliberth.
Bajo
Chiquito es un pueblo de 400 habitantes sobrepasado por la migración. Recibe
cada día hasta a 2.000 personas que no tienen lugar dónde hospedarse. Entre
enero y abril de 2023, cruzaron por la selva 127.687 personas, un incremento en
un 600% comparado con el mismo periodo del año anterior. Tanto las autoridades
como las organizaciones humanitarias se sienten abrumadas por la crisis. En el
último año, a 30 de abril, habían cruzado por ahí 377.000 personas y se esperan
miles más.
Para
salir de Bajo Chiquito hay que navegar cuatro horas por río hasta el pueblo de
La Peñita que lleva a la ruta Panamericana, por donde los migrantes siguen
rumbo al norte. En verano, cuando el nivel del agua está más bajo, los
migrantes caminan un día hasta llegar a las estaciones de migrantes de Lajas
Blancas o San Vicente, donde hay más infraestructura y ayuda. Pero en invierno,
con el río crecido, se hace imposible. Ahora no tienen otra opción que pagar 25
dólares para subirse a una piragua. Esta mañana han bajado por el río 32
lanchas llenas de migrantes con rostro de resignación. En una de las barcas,
cargada principalmente de haitianos, un hombre blanco de nariz espigada reza al
cielo con los brazos abiertos. Los ocupantes sobrevivieron a la selva, sí, pero
están rotos. Y aún les espera un larguísimo trecho hasta Estados Unidos, su
lugar soñado.
Víctor
y Yiliberth han avanzado también. Mientras deciden qué hacer, pasan la noche en
la Estación de Recepción de Migrantes de San Vicente, manejada por militares y
donde trabajan agencias humanitarias. Hacen fila, una más. Los registran, los
distribuyen en containers con camarotes donde todos duermen en medio de vaho
caliente. Huele a sudor, a respiraciones contenidas y flota la frustración.
Ahí, la Cruz Roja les da 30 minutos de wifi gratis y les carga los celulares.
También les prestan auxilios médicos. Los migrantes se quejan porque se sienten
atrapados en la estación, pero al mismo tiempo agradecen un techo.
La
estación está diseñada para 500 personas, pero tampoco da abasto. Los
contenedores se quedaron cortos y tuvieron que improvisar un espacio para
malvivir en carpas. Ser migrante es pagar hasta por la sombra. La ruta es la
expresión más brutal del capitalismo. “Cuando hay mucho sol, los haitianos que
tienen más dinero compran por estar en la sombra”, cuenta un periodista
venezolano que fue asaltado en el camino y quedó sin equipos de trabajo ni
plata. Los suyos, los venezolanos, se queman al sol para ahorrar unos dólares
que les permitan conseguir los 40 que cuestan los buses oficiales para irse
hasta la siguiente estación, en frontera con Costa Rica.
La
muerte vista en la ruta va dejando huellas en los migrantes. Este día de lluvia
y sol recuerda al clima volátil del Darién. En la estación migratoria sólo se
habla de un espíritu. La historia, que lleva algunas semanas esparciéndose en
el boca a boca con variaciones, es la de un viejo de unos 80 años con un bastón
acompañado de un niño que habla a los migrantes en muchos idiomas para
alertarles de los peligros y luego desaparece. Los más creyentes dicen que es
el espíritu de los que se ha tragado El Darién.
Seguir
con el duelo a cuestas
Las
historias dolorosas brotan en cada rincón de las estaciones. Unos recuerdan a
una mujer con una cesárea reciente a la que se le abrió la herida en plena
selva y que, de la angustia y el dolor, se lanzó con su bebé por un peñasco,
otros a un niño haitiano que resbaló sin que su madre pudiera hacer nada. Otros
pocos cuentan cómo sobrevivieron como Santiago Carpio, un niño venezolano de 11
años que vio cómo su padre y su hermano cayeron por el abismo. Él estaba tan
débil que apenas pudo levantar una mano y soltar un hilo de voz delgado para
evitar que su madre se lanzara tras ellos. La familia llevaba seis días de
caminata extenuante y el niño estaba recostado en un árbol, cubierto de lodo y
vacío de hambre cuando Miguel y Matías Carpio cayeron barranco abajo.
Habían
salido desde Lima, Perú, donde vivieron cinco años después de migrar de
Venezuela. Santiago y Matías iban al colegio, pero el dinero comenzó a escasear
cuando uno de los padres perdió el trabajo. Sentían que se ahogaban y se
lanzaron a la selva después de pagarle a un coyote que, dice hoy con rabia
Miguel, les mintió sobre el peligro. Desde lo alto del barranco, después del
accidente, nadie veía si Miguel y Matías estaban vivos. Nadie se atrevía
tampoco a bajar y arriesgarse a correr la misma suerte o a que creciera el río
y se los llevara a todos. Miguel no sabe cómo, pero los socorrieron y en lugar
de llegar a una estación de migrantes, él y su hijo fueron llevados a un
hospital en Ciudad de Panamá. Ahora Matías espera una tomografía, la foto de la
cabeza que le prometió su papá para ver si el golpe le dejó secuelas.
Han
pasado 10 días desde que Víctor y Yiliberth salieron del Darién cuando reciben
una noticia triste y alentadora a la vez. El Senafront informa, de manera
escueta, que en los últimos días recuperaron los cuerpos de 10 migrantes
ahogados y advierte que incrementará la fuerza militar en la selva. También
dice que comenzó a deportar a colombianos y dio de baja a tres presuntos
ladrones de migrantes. Aún mantienen la esperanza de encontrar a Ruth.
La
“tormenta perfecta” del Darién
“En El
Darién ocurre una tormenta perfecta. A las condiciones de la selva, las
picaduras, las serpientes, las caídas y ahogamientos, se suman los grupos
criminales”, explica Edwin Viales, monitor regional para las Américas del
proyecto Migrantes Desaparecidos de la OIM. La región es, además, el cuello de
botella de flujos migratorios muy diversos y cambiantes. En la ruta del Darién
no solo se habla español, por los latinoamericanos, y creole, por los
haitianos, sino también inglés, mandarín e hindi. En los últimos meses ha
aumentado el flujo de migrantes de China e India, así como de Afganistán.
Viales
advierte que el subregistro de muertes de migrantes es abrumador. Ha recibido
informes de muertos que quedan en la selva e incluso algunos enterramientos
hechos por otros migrantes. TikTok se ha convertido también en el escenario de
la muerte a cielo abierto. Las imágenes de fallecidos abundan en esa red social
y también en grupos de Facebook y Whatsapp en los que familiares buscan
información desesperada de sus migrantes. En ese mismo lugar, hay estafadores
que lucran de la incertidumbre y exigen dinero a familiares a cambio de algún
dato a menudo falso.
La
mayoría de migrantes no sabe a quién recurrir en caso de perder a un familiar
en la selva. La Defensoría del Pueblo de Panamá recibe información a través de
cartas y la Cruz Roja reporta los casos que conoce, pero, en medio del duelo,
muchos migrantes quedan en el limbo de la falta de información. Víctor decide
enviar un mensaje a esta reportera y recibe orientación de la IFRC y del
consulado de Colombia.
“Este
lunes vamos a reconocer cadáveres”, escribe Víctor por Whatsapp. Un día
después, reporta que se ha chocado con la burocracia de la muerte de un
migrante. Para ingresar a ver si su esposa está entre los rescatados, debe
llevar el registro de nacimiento de ella o el de Yiliberth. Desde Soacha, el
lugar de origen de Ruth, en Colombia, digitalizan uno y lo envían. No se lo
aceptan. Está borroso, les dicen. Necesitan uno físico. Deciden seguir
esperando.
Pero
no todos lo hacen. Algunos continúan la marcha con el dolor de la pérdida y el
sueño americano en la mente. El Comité Internacional de la Cruz Roja creó 100
nichos en un cementerio para migrantes en la comunidad de El Real. Allí se van
depositando los cuerpos que han tenido la suerte de ser rescatados. Unos pocos
migrantes, después de muchos meses y trámites, consiguen que repatríen los de
sus familiares.
Víctor
y Yiliberth desean esa suerte para Ruth y su familia. Después de encontrarla,
dicen, seguirán el camino al norte en honor a ella. “No nos queda más que eso”.
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