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jueves, 10 de junio de 2010
Estocolmo en Venezuela
Por Ana Julia Jatar
Nos estamos acostumbrando a lo peor y no puede ser. Tal como les sucede a las víctimas de los secuestros; el miedo y la humillación se nos están convirtiendo en peligrosa cotidianidad. En los últimos meses, hemos caído en uno de los huecos más oscuros de nuestra historia y nos estamos acolchonando en él. Después de una devastadora huelga, de la tortura y ajusticiamiento de civiles y militares disidentes, de la detención arbitraria de líderes de la oposición, de actos de terrorismo en nuestras narices, de explosiones en las plantas petroleras, de haber quedado sin libertad económica, sin poder electoral y aislándonos del concierto internacional, el gobierno repite sordamente que aquí todo está normal y lo que es peor, caemos en la tentación de creerle. Otro síntoma de lo peor es que el más nefasto presidente de nuestra historia está batiendo récord de audiencia en su programa dominical. Quizás por aquello de que hay que “planificar la semana” pero lo cierto es que así vamos, concibiendo nuestras vidas de domingo en domingo, de gesto en gesto, de amenaza en amenaza. Al vilo del humor presidencial, de su ira o de su sonrisa, al ritmo de su violencia o de sus halagos: al igual que los rehenes frente al secuestrador. Por una mezcla de temor, aislamiento e instinto de supervivencia, empezamos a justificar lo injustificable y como muchas víctimas de secuestro y muchos pueblos secuestrados por sus dictadores, estamos peligrosamente dejándonos llevar por el Síndrome de Estocolmo. ¿Y qué es eso? Me explico.
Por allá por el año 1973 se produjo en la ciudad de Estocolmo un asalto bancario que perturbó al mundo. No tanto porque los ladrones retuvieron a los secuestrados en la bóveda del banco durante seis días, sino por un hecho totalmente inesperado.
Al final del cautiverio, un fotógrafo captó el instante en que una de las rehenes besaba con emoción a uno de sus captores. Allí surgió el Síndrome de Estocolmo, el cual ha servido para entender interesantes fenómenos de conducta individual y social.
Por ejemplo, los pueblos que lloran a sus dictadores sufren de este síndrome; al igual que los secuestrados que se identifican con sus raptores. Las circunstancias para que el síndrome emerja son las siguientes. La persona amenazada debe sentir que su supervivencia depende de su captor y que por lo tanto él puede, en efecto, hacerle daño. ¿Les parece familiar?
En segundo lugar, es indispensable que se produzca una situación de aislamiento, para que la conexión entre el rehén y el mundo sólo se realice a través del secuestrador. ¿Les suena conocido? En tercer lugar, el secuestrador debe ser capaz de demostrar cierta “bondad” que sirva de señal y fuente esperanza para el secuestrado.
Quizás esto explique el alto rating de Aló Presidente. La satisfacción que produce la esperanza, dice la teoría, hace que la víctima tienda a olvidar el terror y la rabia que le produce su raptor y se vincule sólo con aquella que le genera esperanza.
Es un mecanismo de supervivencia.
“Ellos no eran malos, me dejaron comer, dormir, me perdonaron la vida” tal como lo dijo una víctima de un avión secuestrado. “La cosa va mejorando,” me decía un empresario venezolano en estos días, “como nos portamos bien durante el paro, nos han dicho que nos van a dar dólares”.
“Me trataron muy bien” fue lo primero que dijo Carlos Fernández después que lo sacaron de la Disip para asignarle casa por cárcel. “Casi le doy las gracias al comandante por habernos intervenido” me contaba una persona sorprendida de su propia reacción, luego de una larga sesión en la Guardia Nacional.
Como las víctimas del Síndrome de Estocolmo somos hoy un país secuestrado por un gobierno que amenaza, que nos aísla del mundo, que nos restriega a diario nuestra dolorosa vulnerabilidad y que mientras nos tiene la soga al cuello, pretende que agradezcamos sus esporádicos gestos benevolentes.
Estemos conscientes del drama y no caigamos en el juego.
Publicado por:
El Blog de Ana Julia Jatar
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