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martes, 9 de agosto de 2011
La libertad y la política
"Si usamos la libertad como una noción relativa podemos deducir que la libertad sólo la podemos entender en el marco de una determinada relación..."
Por Fernando Mires 30 de Julio, 2011
Afirmaba René Descartes en sus Meditaciones que la libertad consiste en la no-existencia de ningún poder externo que determine nuestra decisión de decir sí o no. No obstante, dicha tesis hace suponer que nuestra voluntad es absolutamente libre y soberana para tomar decisiones cuando no existe ningún poder externo; lo que parece no ser tan cierto. Muchos siglos antes que Descartes, el apóstol Pablo había descubierto que nuestra voluntad no es libre ya que se encuentra subordinada a la condición humana que no sólo es espiritual sino también biológica. La biología es portadora de la espiritualidad, pero a la vez, su obstáculo. No sin razón Pablo ejemplificaba su postulado de la siguiente manera: “Porque lo bueno que deseo no lo hago; mas, lo malo que no deseo, es lo que hago” (Romanos 7.19). Dicha frase podría haber sido suscrita en su totalidad por Freud, quien vio en cada uno de nosotros una zona de conflicto entre los ideales que vienen del Superyó y las pulsiones que vienen del Ello. De ahí podemos inferir que la libertad en términos absolutos es una imposibilidad, lo que no obliga, por cierto, a borrar del diccionario la palabra libertad. Pues que algo no sea absoluto no significa que no exista.
Lo contrario de lo absoluto no es la nada sino lo relativo. Luego, si usamos la libertad como una noción relativa podemos deducir que la libertad sólo la podemos entender en el marco de una determinada relación. Esa es una diferencia con la idea cartesiana de la libertad. Mas, en el mismo sentido cartesiano, nuestra voluntad puede ser libre respecto a un poder externo sin que lo sea respecto a un poder interno, en este caso, nuestra muy limitada condición humana. De modo que la libertad existe siempre en relación con algo que niega una determinada libertad. Es, por lo mismo, un término radicalmente relacional, y por ese motivo, plural. Quiero decir que la libertad es un significante abstracto que articula múltiples libertades concretas. No se puede ser libre en todo, pero podemos liberarnos de algo que nos oprime, lo que implica necesariamente oponernos en contra de aquello que nos oprime. La verdad, es que yo no puedo concebir la libertad sin una determinada oposición a su oposición. Si nos duele la cabeza nos oponemos en contra de ese dolor tomando una aspirina (por ejemplo). Si sentimos frío nos oponemos contra el frío encendiendo la estufa. Y así sucesivamente, hasta llegar a aquella libertad que será el tema de mi reflexión: la de la libertad política. O, más preciso: el de las relaciones entre la libertad y la política.
La política, sin embargo, no es el espacio de la libertad. Podemos liberarnos también de la política, y hay varios que lo han hecho, a veces siguiendo buenas razones. No son pocos los que dedican la vida al arte, otros a la meditación, otros a la vida cotidiana, y muchos al consumo. Porque salir de la vida privada y atravesar el umbral que nos separa de la vida política –que por ser política será siempre pública– es el resultado de una decisión formalmente libre: libres de ir o de no ir a la política.
Hay muchos que no pueden vivir sin política, y en nuestra modernidad son los políticos de profesión donde hay quienes viven “para”, y otros “de” la política (de acuerdo con Max Weber). Hay quienes en cambio sólo somos políticos circunstanciales. Me refiero a los que vamos a las calles de la política cuando somos convocados, por ejemplo, a participar en alguna demostración, o simplemente a votar, que es el acto más político de todos, pues a través de ese acto es como me convierto en ciudadano. La abstención puede ser también, bajo circunstancias muy especiales, un acto de ciudadanía política. En ese caso, voto por no votar. Distinto es el caso del que no vota porque no le interesa, lo que tampoco criticaré, pues no hay ninguna ley moral, ni antropológica, ni biológica, que nos obligue a ser ciudadanos. Con ello estoy diciendo que asumir la condición política es una decisión, la que al ser decidida, es también un acto de libertad. En este caso, elijo la política para elegir a mis elegidos. Y no hay decisión más libre que elegir entre esto y eso; o entre lo uno y lo otro; o entre lo mío y lo tuyo.
Ahora bien, si afirmo nada menos en contra de Aristóteles que el ser humano no sólo es un animal político, estoy sosteniendo que es perfectamente posible vivir sin acceder a la política. Ha habido, y probablemente hay, pueblos y naciones que ajustan su modo de vida sin recurrir a prácticas políticas, pueblos cuyas tradiciones y costumbres son autosuficientes para reglar su existencia. No es el caso de la mayoría de las naciones occidentales que han incorporado a su “modo de ser” la práctica política de tal modo que prescindir del hacer político resulta en ellas inconcebible. Occidente no es, por lo mismo, una noción geográfica. Es, o ha llegado a ser, una noción política. Qué duda cabe.
La política es un invento exquisitamente occidental y como todo invento surgió de una necesidad. En ese sentido, cada invento, también el de la política, delata una falencia previa al invento: algo que no se tenía y que sin embargo era necesario que apareciera. Eso quiere decir que antes de que apareciera la política, los humanos resolvían sus conflictos de un modo pre-político. Y no hay nada más pre-político que la violencia y la guerra. De tal modo que la política fue inventada no sólo para sustituir a la guerra, sino, a la vez, viene de la guerra y, por lo tanto, está sobredeterminada por la guerra. Esa es la razón por la cual Heráclito, anticipándose en siglos a Sigmund Freud y a Carl Schmitt, afirmaba que “la guerra es la madre de todas las cosas”. Si no hubiera habido guerras, nunca habría existido la política. La aparición de la política en la antigua Grecia delataba, por lo tanto, la incapacidad de los griegos para resolver sus conflictos por otro medio que no fuera el político, hecho del cual ellos eran muy conscientes pues había pueblos cuyas tradiciones y culturas eran tan fuertes que podían prescindir de la política sin necesidad de matarse entre sí, como era el caso de los persas, contra quienes los griegos guerreaban cuando no estaban en guerra entre ellos, lo que más bien era la norma y no la excepción. Lo mismo ocurrió con el pueblo judío cuyas sabias leyes religiosas no requerían con urgencia de la emergencia de un espacio político. En fin, la política fue el medio muy particular que encontraron los griegos para resolver conflictivamente los problemas de la polis sin matarse entre ellos.
Los idiotas y los bárbaros
La política nació entonces como una práctica excepcional en un mundo de bárbaros e idiotas.
Los bárbaros no eran los incivilizados, como afirman hoy los antropólogos, sino los pueblos no políticos. Y los idiotas no eran los dementes, como afirman hoy los psiquiatras, sino aquellos que por razones de trabajo no tenían tiempo para hacer política y por lo mismo no podían ser ciudadanos, como era el caso de los artesanos y las mujeres. Los bárbaros eran así, los idiotas externos, y los idiotas, los bárbaros internos. Los esclavos no podían ser ciudadanos no sólo por ser esclavos sino por ser, en su gran mayoría, extranjeros (bárbaros). Deducción que lleva a concluir que la denominación psiquiátrica moderna respecto a los idiotas tiene un origen relativamente lógico si es que pensamos que el idiota griego era aquel que, por muchas razones, no estaba en condiciones de de-liberar.
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Publicado por:
http://prodavinci.com/2011/07/30/actualidad/la-libertad-y-la-politica-por-fernando-mires/
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