Fernando Mires 19 de octubre de 2012
Era yo muy niño, seis o siete años de
edad y la imagen quedó grabada en mí para siempre. Fue en Requínoa, cerca de
Rancagua, cuando en la casona de mis tías abuelas, todas solterísimas, sentado
yo al lado del portón donde me situaban para que cultivara mi pasión favorita
-ver a los trenes haciendo chucuchucu- los vi pasar. Ni felices ni tristes, ni cantando
ni gritando, tal vez conversando iba la gente arriba de los destartalados
camiones. Recuerdo que la tía Rita dejó de barrer y con su voz tan cansada
dijo, como si yo entendiera:
- “Ahí van los votantes”.
Ni siquiera pregunté quienes eran los
votantes. A esa edad casi todo es nuevo de modo que al final uno se aburre de
tanto preguntar.
La imagen de los votantes no era nueva
en Requínoa. Correspondía con orígenes decimonónicos provenientes de esa
república chilena a la cual algunos historiadores han bautizado como
“oligárquica" y otros como "señorial”. Una república que había
adoptado los usos de las democracias europeas, pero incrustados en un rígido
contexto post-colonial. Los votantes, efectivamente, eran los votantes del
patrón, del latifundista, del “gran señor y rajadiablos”, de acuerdo al título
de la gran novela de Eduardo Barrios.
Llegado el día de las elecciones, los
hacendados reunían a sus trabajadores, los arengaban, los instruían en los
secretos del voto y ordenaban sufragar por fulano antes de que subieran en los
camiones. Después de la votación, la fiesta en torno al novillo sacrificado,
los ricos mostos de la estación, y el baile borracho de las cuecas desafinadas.
Quizás cuantos presidentes fueron elegidos de acuerdo al procedimiento no
ilegal, pero radicalmente antidemocrático, del “voto acarreado”.
En los últimos tramos del siglo XX,
por efecto de un mercado mundial que liquidó al latifundio tradicional, los
grandes señores de la tierra desaparecieron o fueron obligados a transformarse
en empresarios agrícolas de sociedades cada vez más anónimas. El fin del
latifundio también significó el fin de los votantes. En su lugar aparecieron
los electores. En fin, como en todas partes, la democracia ha avanzado en
Chile a paso lento, interrumpido e insostenido. Pero, y eso es lo importante,
ha avanzado.
La democracia avanza –parodiando a
Trotzki- de un modo “desigual y combinado”. Hasta algunas dictaduras, a fin de
presentar una imagen democrática, se han visto obligadas a introducir
mecanismos electorales; farsas, remedos, sin duda, pero que, aún así, delatan
el reconocimiento a la forma democrática.
En el reciente pasado las dictaduras
se limitaban a falsificar números. Otros como Saddam Hussein y Fidel Castro
fueron elegidos con el 99% de los votos de sus partidarios. A los “enemigos” se
les prohibía votar. Del mismo modo algunos gobiernos del socialismo real
refinaron la parodia electoral inventando partidos opositores a cuya cabeza
ponían a cualquier espantapájaros. Naturalmente los resultados eran
determinados antes de las elecciones. En la Alemania del Este circulaba por
ejemplo el siguiente chiste: “En el noticiero televisivo se da a conocer que
las elecciones de hoy han sido suspendidas porque el vehículo que traía los
resultados ha sufrido un accidente”.
En América Latina no siempre el ocaso
de las oligarquías terratenientes ha dado origen a una ciudadanía electoral
independiente y soberana. Conocidos fueron los piquetes electorales del
peronismo, o la sumisión de los votantes a caciques locales, como ocurría en el
México del antiguo PRI. Puedo imaginar por ejemplo que el voto en Colombia, o
en otros países similares, depende mucho de mandamases regionales, quienes
truecan prebendas y favores por adhesiones políticas.
Hay incluso regímenes autoritarios que
no sólo aceptan las elecciones. Además, son electoralistas. Efectivamente, si
quienes se dedican al estudio de la teoría política tuvieran que destacar un
fenómeno post-moderno, señalarían que uno de los más notorios es el
aparecimiento de las llamadas autocracias electoralistas.
Autocracias electoralistas aparecieron
en diversas naciones euro-asiáticas después del desmembramiento del imperio
soviético. En Irán la teocracia también somete a su pueblo a ceremonias
electorales, pero bajo la vigilancia rigurosa del Estado. Lo mismo se puede
decir de algunos países latinoamericanos en donde las elecciones han sido
convertidas en una nueva forma de control del poder.
Por cierto, las autocracias
post-modernas corren el riesgo de perder en las elecciones. Es el mismo que
corrieron las dictaduras militares uruguayas y chilenas las que no fueron
derrocadas por movimientos de masas sino perdiendo plebiscitos que estaban
seguras de ganar. Es por eso que hoy las autocracias no dejan nada al azar.
No se trata, como era el caso de las
dictaduras salvajes del pasado, de falsificar votos. Sí se trata, dicho en
breve, de la estatización no sólo del sistema sino del proceso
electoral.
De este modo enormes recursos del
Estado son puestos a favor del candidato oficial. La propaganda, sobre todo la
televisiva, concede casi todos los espacios al candidato estatal. Los empleados
públicos –en Estados en donde el partido gobernante es además un partido-
Estado- son sometidos a presión. Las dádivas, a medida que avanza la fecha
electoral, son multiplicadas de modo obsceno. Las oficinas públicas se
transforman en dependencias electorales del oficialismo. En los organismos de
“participación popular” los votantes son organizados disciplinadamente, casi de
un modo militar.
Llegado el día, aparecen los medios de
transportes. Ya no son por cierto los destartalados camiones de los antiguos
terratenientes. Ahora son autobuses con cómodos asientos. Pero el objetivo es
el mismo. Lo fundamental es asegurar la continuidad del poder de las
oligarquías. Ayer, el de las oligarquías terratenientes. Hoy, el de las
oligarquías estatales.
Sin embargo, y a pesar de conocer el
sistema, leí estupefacto las declaraciones del jefe de campaña del candidato
estatal de un país latinoamericano en el que recientemente hubo elecciones,
país de cuyo nombre no quiero acordarme. Dicho jefe narraba, como si fuese lo
más natural del mundo, que los comandos electorales se dispararon a votar a las
tres en punto de la tarde, después de una llamada del presidente de la nación.
Como si se tratara de una acción militar, un asalto a un cuartel, o la
ocupación de un territorio enemigo.
Puedo imaginar a los autobuses uno
detrás de otro. También a una anciana que deja de barrer un minuto en la puerta
de su casa y comenta con voz cansada a un niño sentado muy cerca de ella.
- “Ahí van los votantes”.
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