Por Natalio Botana jueves 17 de enero de 2013
El
agravamiento de la enfermedad de Hugo Chávez es un signo de la frágil
legitimidad de las presidencias hegemónicas en América latina. Venezuela evoca
hoy la imagen de un país en suspenso, en ausencia de un presidente encaramado
sobre las ruinas del régimen que lo precedió, querido y odiado al mismo tiempo,
incansable, dicharachero e hiperactivo, omnipresente en su país y en la región,
con cuantiosos recursos petroleros a su servicio para disparar ambiciosos
proyectos, hipermediático de acuerdo con los términos comunicacionales de esta
época. Entre La Habana y Caracas, poco se sabe y mucho se espera: lo que pueda
durar este interregno es
realmente una incógnita.
Existen, además, otras incógnitas. En
primer lugar, las que derivan de la eventual desaparición física de un caudillo
que concentra los poderes del Estado. Este fenómeno tiene mucho que ver con la
vida y la muerte porque -suele olvidarse lo elemental- las "presidencias
eternas", instaladas sobre un mito fundador, son al cabo mortales. De aquí
la conclusión obvia, un interrogante que perturba a quienes se encolumnan con
fervor tras estos personajes extraordinarios: ¿quién sucede, en efecto, al
caudillo fundador?
En Cuba, cuya integración con
Venezuela llegó al punto de forjar un comando político unificado, la incapacidad
de Fidel Castro para la gobernanza diaria se superó dentro de los márgenes de
un régimen gerontocrático, parecido a los gobiernos finales de la Unión
Soviética, mediante una regla de sucesión de carácter familiar (no de padre a
hijo, como en las monarquías, o de marido a mujer, como en el kirchnerismo,
sino de hermano mayor a hermano menor).
En Venezuela, en cambio, la apuesta de Cháve z fue a favor de su delfín,
Nicolás Maduro. Pero es una apuesta que no termina de hacerse efectiva hasta
tanto se conozca el destino que tendrá su enfermedad. ¿Son acaso estos
silencios semejantes al búnker que se montó en España en los días postreros de
otro caudillo, Francisco Franco? Un esfuerzo para mantenerlo artificialmente en
vida mientras se intensificaba, tras la ausencia de informaciones, la
desesperada resistencia de unas facciones oficialistas condenadas -se vio
después- a un ocaso irremediable.
Hubo, sin embargo, en España una
diferencia de fondo. Tal vez equivocado, porque pensaba en otro resultado,
Franco quiso conjurar la incertidumbre de su propia sucesión restableciendo en
España la monarquía. No es nuestro caso. La monarquía feneció en América latina
durante la Independencia, hace 200 años, y abrió curso a una turbulenta
tradición republicana.
En muchos países, la república unida a
la democracia logró que la sucesión pacífica y la alternancia que de ella se
deriva pudiesen fructificar. En otras naciones ocurrió lo contrario: repúblicas
incompletas, con personalismos que trastocan las instituciones y que, una vez
en escena y aun fuera de ella, dejan sin embargo en el corazón de las masas
anteriormente excluidas el recuerdo de un paraíso perdido. Pasó en la Argentina
con el primer peronismo, entre 1946 y 1955, y es posible que el argumento se
reproduzca en la Venezuela de los años venideros. En otras palabras: el gran
problema que enfrentan estas hegemonías es el de instaurar un régimen capaz de
trascenderlas. Por ahora no ocurrió en Cuba (el gobierno de Raúl Castro es sólo
una suplencia) y habrá que ver qué le espera a Venezuela.
Daría la impresión de que Chávez es de
nuevo un fiel discípulo de eso que, para él, es el legado bolivariano. No
tanto, en esta coyuntura, por la curiosa transformación de Bolívar, efectuada
al calor de la propaganda oficial, en un socialista del siglo XXI, sino por el
empeño que el comandante ha puesto para asegurar una presidencia perpetua con
control de la sucesión.
Un breve repaso al respecto con
remisión a las fuentes. En el discurso ante el Congreso Constituyente de
Bolivia, en 1825, Bolívar decía: "El Presidente de la república viene a
ser en nuestra Constitución como el Sol que, firme en su centro, da vida al
Universo". No obstante, consciente de que "no hay poder más difícil
de mantener que el de un príncipe nuevo" (se comprueba que leía a
Maquiavelo), Bolívar había inventado el artilugio de que ese presidente
vitalicio nombrase un vicepresidente para que "administre el Estado y le
suceda en el mando".
A la manera de un calco de aquella
Constitución fallida, Chávez ha designado al vicepresidente Maduro, que hoy por
hoy administra el Estado y llegado el caso -muerte, renuncia o declaración de
incapacidad- sería el candidato ungido por el mismo fundador para afrontar
nuevas elecciones.
Bolívar desconfiaba de la herramienta
electoral (sostenía que las elecciones eran "el gran azote de las
repúblicas") y Chávez cifró en cambio su fortuna en las mayorías que
obtuvo en repetidos comicios. Elecciones de tono patético, a todo o nada, con
el aparato completo del Estado -propaganda y política social asistida por Cuba-
al servicio de la reproducción de su mando a través del reeleccionismo.
Las presidencias solares tienen pues
una virtud anclada en la popularidad y un vicio intrínseco que suele irrumpir
por sorpresa. Sabiéndose mortales, esas presidencias sueñan empero con que no
lo son. Por eso, cuando llega la desaparición física, la atmósfera mortuoria
que rodea ese acontecimiento es mezcla de aclamación en la despedida y
reconocimiento del vacío.
En la clave de esas experiencias, la
política latinoamericana es funeraria: la muerte del héroe es un episodio que
se reproduce siempre en discursos, evocaciones, imposición del nombre en
lugares públicos; en suma, adoración y hasta religiosidad secular. Al paso de
la agonía o de la convalecencia de Chávez, en Venezuela no se ha transpuesto
todavía ese umbral, pero el clima de duelo acecha aunque se lo pretenda
exorcizar con manifestaciones en que se renueva la fe en el caudillo.
En esto se resume la esperanza y
servidumbre de la sucesión política. Dejar las cosas "bien atadas",
según creía Franco antes de que el rey Juan Carlos, en la cumbre de su
popularidad, tan lejana a la de estos días, las desatara con el concurso de la
dirigencia que, en España, protagonizó la transición a la democracia. Con esas
ataduras se ilusionan no pocos gobernantes en Cuba, en Venezuela, en Ecuador,
en Nicaragua, en Bolivia y ahora en la Argentina.
Así, en Venezuela se están dando los
primeros tanteos para la apertura de una herencia excepcional. Tal vez podrían
servir de ilustración del tránsito de Chávez al "chavismo" las
sucesivas transformaciones del peronismo entre nosotros. Representaron los
justicialistas todos los papeles posibles según las circunstancias; cambiaron
el país desde el primer peronismo hasta el kirchnerismo, pasando por Menem.
Mudaron las cosas, avanzaron y retrocedieron, y sin embargo permanecieron
aferrados a una inconsistencia que reaparece a cada vuelta de los procesos políticos.
Como al peronismo con su popularidad a cuestas le resulta complicado solucionar
el problema de la sucesión, los conflictos y las tensiones que esa carencia
suscita se transmiten a todo el país.
¿Tendrán lugar en Venezuela las mismas
peripecias? Todo indica que el chavismo no desaparecerá de la escena en un
contexto en el que el poder militar, los desastrosos resultados macroeconómicos
de una gestión dilapidadora y poco sustentable, y la influencia dominante de
Cuba impondrán severos condicionamientos. Conjeturas pues que se van acumulando
a medida que se disipan la euforia y la utopía que, en su momento, despertaron
esos líderes providenciales.
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