Por Mario
Villegas, 17/03/2013
Columna de Puño
Y Letra
Cuando le tocó enfrentarse a Henrique Capriles Radonski en la campaña
para las elecciones presidenciales del 7 de octubre, el presidente Hugo Chávez
Frías no ahorró calificativos, o más bien descalificativos, para referirse a su
adversario político. Tal vez haya quienes no recuerden, o prefieran no
recordar, que el Jefe del Estado le dedicó al gobernador de Miranda por lo
menos los siguientes piropos: “majunche”, “cochino”, “apátrida”, “oligarca”,
“golpista”, “lacayo”, “jalabolas”, “disociado”, “inmoral”, “antibolivariano”,
“hipócrita”, “ignorante”, “fascista”, “muchacho bobo” y, el más ofensivo de
todos, “la nada”.
Pero Capriles no era una excepción. A Manuel Rosales, otro candidato
opositor con quien se enfrentó en 2006, llegó a decirle “desgraciado” y
“malnacido”, así como para referirse a otros adversarios, tanto en el plano
nacional como internacional, empleó expresiones como “borracho”, “ladrón de
cuatro esquinas”, “imbécil”, “pendejo”, “cachorro del imperio”, “maldito” y
pare de contar.
Nunca se le escuchó al presidente Chávez retractarse de ninguna de estas
expresiones, como tampoco se le oyó a ninguno de los muchísimos voceros del
chavismo criticar o siquiera marcar distancia de las frecuentes y profusas
destemplanzas verbales del ahora fallecido mandatario nacional. Al contrario, la
inmensa mayoría se las celebraba y las secundaba con nuevas y más estrambóticas
ligerezas de su propia iniciativa. Ejemplos hay a montón.
De allí que resulte sorprendente ver cómo la cúpula chavista se
escandaliza ahora de que Capriles haya manifestado alguna duda acerca del
momento exacto en que falleció el presidente Chávez. Y más sorprendente aún es
que el gobierno haya puesto a todo su aparato político-militar-comunicacional a
construir, como en efecto logró hacerlo, una artificiosa matriz de opinión según
la cual el otra vez candidato presidencial de la oposición incurrió en
gravísimas ofensas a la memoria del presidente Chávez y a la familia de éste.
¡Válgame dios!
Independientemente de las virtudes que Chávez haya podido tener, que en
efecto las tuvo como todo ser humano y que algún día la historia deberá evaluar
sin mezquindad pero también sin exageraciones, lo cierto es que éste no fue una
hermanita de la caridad o una Teresa de Calcuta, incapaz de agredir a nadie ni
con el pensamiento, sino un verdadero y feroz fajador y confrontador, para
quien la rivalidad política convertía al adversario en enemigo a destruir y,
preferiblemente, a pulverizar. Lo cual, por supuesto, no autoriza a nadie a
irrespetar o a burlarse del sentimiento de dolor que embarga a sus familiares,
amigos, compañeros y a muchísimos ciudadanos que se han conmovido ante la
muerte de un hombre que, mediante su contacto directo, la acción del aparato
estatal o a través de los medios de comunicación, estuvo como nadie antes
omnipresente en la vida de los venezolanos cada segundo de los últimos catorce
años.
Inaceptable es también que se pretenda usar la muerte del Jefe del
Estado para irrespetar, atropellar, humillar y atemorizar a quienes adversaron
y adversan la figura, las ideas, la obra y el desempeño vital del fallecido
Presidente.
Oír a una de sus hijas, María Gabriela Chávez, calificar a los
opositores venezolanos de “enfermos” y pedirles que hagan política “y no sean
tan sucios”, constituye una inadmisible generalización que irrespeta a millones
de venezolanos cuyo derecho a la disidencia política está perfectamente anclado
en nuestra Constitución Nacional.
Ya oímos a Capriles decir que si alguna palabra suya se entendió como
una ofensa él le ofrece excusas a la familia del Presidente. Es de dudar que
escuchemos a la señorita Chávez haciendo lo propio.
Y, a propósito. Según el presidente encargado Nicolás Maduro, lo más
probable es que al llegar al cielo Chávez haya influido sobre dios para que
seleccionara a un cardenal latinoamericano como nuevo papa de la iglesia
católica. Olvida Maduro que en vida su comandante en jefe ya le había pedido a
un fallecido cardenal, el venezolano José Ignacio Velasco, que lo esperara allá
arriba, pero no precisamente en el cielo.
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