Fernando Mires 12 de agosto de 2014
El presente artículo se basa en dos
tesis.
1. La desunión y no la unidad es
condición elemental de la política
2. La unidad en la política moderna es
antes que nada una unidad electoral.
De acuerdo a la primera tesis hemos de
tener en cuenta que la política surgió precisamente como una forma destinada a
marcar diferencias entre bandos, sin recurrir a las armas.
La política en sentido histórico es
–invirtiendo la famosa fórmula de Clausewitz- la continuación de la guerra por
otros medios. Sin diferencias y des-uniones, no hay política. La política, por
lo tanto, ha de tener lugar sobre un campo dividido e incluso fragmentado.
La unidad en la política surge frente
a la necesidad de dirimir diferencias con un enemigo al cual no podemos
derrotar con nuestras propias fuerzas (números, medios, dinero). Frente a ese
enemigo buscamos unirnos con otras fuerzas diferentes a nosotros y para eso
deponemos, aunque sea por un breve plazo, las diferencias, para lo cual se
requiere de que esas diferencias existan. La unidad, no hay otra posibilidad,
es hija de la desunión.
Para recurrir a una ya antigua opinión
de Michael Walzer, hacer política supone dominar dos artes: El arte de unir y
el arte de separar. Hay momentos de unidad, pero a la vez hay otros de
separación. No separarse a tiempo puede ser tan fatal como no unirse a tiempo
(y no solo en la política)
Hemos de convenir en que cuando
hablamos de política nos referimos a la política moderna, vale decir, a aquella
que tiene lugar no solo en un espacio político, sino en uno
político-republicano.
Una república presupone antes que
nada, de una constitución, es decir de un orden reglamentado por un derecho
público. La democracia en cambio, presupone, si no de un gobierno del pueblo,
de un pueblo soberano. Las repúblicas que solo garantizan elecciones sin
posibilidad de que el pueblo ejerza soberanía (incluyendo por supuesto a la
oposición) no pueden ser llamadas, en sentido estricto, democracias. En ellas
pueden tener lugar luchas por la democracia (en las ex repúblicas soviéticas,
por ejemplo) pero eso es algo diferente.
La soberanía del pueblo no supone su
infalibilidad. Lo pueblos se equivocan tanto como sus políticos. Esa es la
razón por la cual, Immanuel Kant, siguiendo a Aristóteles, se pronunció a favor
de la forma republicana en contra de la forma democrática de gobierno. No le
faltaron motivos. El espectáculo que ante sus alemanes ojos brindaba la
naciente democracia de los franceses, era más que deplorable.
No obstante, la democracia no puede
existir con prescindencia de un orden republicano. A la inversa, una república
no requiere de un orden democrático. Si miramos el mapamundi podemos comprobar
que en nuestro planeta predomina la forma republicana de gobierno por sobre la
republicana-democrática.
Ahora bien, en el marco de las luchas
democráticas al interior de una república, derrotar a un enemigo implica
acumular más poder que el del enemigo. Ese poder, si no estamos hablando del
poder de las armas -por definición, ajeno a la política- solo puede ser
numérico. Por lo tanto, si nosotros somos más, tendremos más poder político que
el enemigo (Hannah Arendt). De ahí que el objetivo de toda lucha democrática es
alcanzar la mayoría frente a un enemigo común.
El poder político es también
matemático. Quien va a la política a dejar testimonio histórico o a buscar gloria
o fama, está muy equivocado. Podrá en determinadas ocasiones ser un mártir;
incluso un mesías, pero no un político. El objetivo de toda política es sumar y
eso significa restar fuerzas al enemigo. Quien no sabe sumar debe ir a la
escuela, no a la política.
La unidad política solo puede tener
lugar entre quienes buscan una mayoría. Quienes no tienen vocación de mayoría
no solo pueden, tampoco deben formar parte de un bloque unitario. La unidad
–esa es la idea- nunca puede ser un fin en sí. No existe la unidad por la
unidad. La conclusión es drástica: Hay que alejarse lo más rápido posible de
quienes están en contra de la unidad política. Eso quiere decir que hay veces
en las cuales la matemática política debe ser aplicada en sentido inverso. Bajo
determinadas condiciones, más puede ser menos y menos puede ser más. Una unidad
con los que no están de acuerdo con la lucha por la mayoría, no es sumatoria,
luego tampoco puede haber unidad con ellos.
Ahora bien, la mayoría –si es que no
queremos delegar el poder político a las encuestas- solo puede ser medida en
términos electorales. La unidad política es y será siempre electoral. Y con esa
afirmación entramos a explicar el sentido de la segunda tesis.
Convendrá aclarar que la unidad en la
política no es lo mismo que un acuerdo puntual entre grupos y partidos
diferentes. La izquierda y la derecha en una determinada nación –hay muchos
ejemplos- pueden unirse para votar juntos en contra o a favor de una ley y al
día siguiente continuar luchando entre sí. Eso no es unidad, es solo un
acuerdo. Pero si la derecha y la izquierda se unen para impedir que un enemigo
(supongamos, un fascista) acceda al poder, podemos sí hablar de una unidad de
los contrarios (fue el caso de los Frentes Populares europeos durante los años
treinta)
¿Cómo analizar situaciones en las
cuales no hay elecciones o las elecciones son una farsa? En ese punto se hace
necesaria una aclaración: Hay, efectivamente, dos tipos de unidad. La unidad
electoral y la unidad insurreccional. La primera, ha de reiterarse, no puede
prescindir de la mayoría. La segunda, en cambio, sí. Eso quiere decir, mientras
la unidad electoral es política y no militar, la unidad insurreccional es más
militar que política, pues supone el derrocamiento de un gobierno no por una
mayoría, sino por un acto de fuerza. Sin embargo, hay ejemplos históricos que
han verificado la posibilidad de derrotar a regímenes que controlan todo el
aparato electoral. En ese caso podríamos hablar, estirando los términos, de
auténticas insurrecciones electorales.[1]
La insurrección (no electoral)
pertenece más al arte de la guerra que al de la política. Por esa razón, un
llamado insurreccional solo es posible sobre la base de la existencia de una
fuerza militar propia (ejército paralelo) o sobre la base de una división
pre-existente del ejército oficial. Llamar a una insurrección en contra de un
régimen que no ha anulado las elecciones como vía política y sin tener la dotación
militar mínima para tomar el poder, es una locura que se paga muy caro.[2]
No obstante, si las insurrecciones no
son en sí un acto democrático, su objetivo sí puede serlo. Más todavía, las
insurrecciones más exitosas de nuestro tiempo han sido aquellas en las cuales
sus actores han incluido en su agenda la promesa de un orden democrático, orden
al cual pertenecen, por definición, las elecciones. O dicho de modo más exacto:
las insurrecciones, no siendo en sí democráticas, pueden crear las condiciones
de un orden en donde los diversos bandos se alinean políticamente para luchar
por la mayoría.[3] Las insurrecciones, en determinados
momentos, pueden llegar a ser hechos para-democráticos y, por eso mismo,
para-electorales.
Lo importante, en cualquier caso, es
que la unidad política está cruzada de punta a cabo por la perspectiva electoral.
Si no hay elecciones, no hay unidad política. ¿Para qué?
La unidad puede ser post- o
pre-electoral. Nunca anti- o no-electoral. Es pre-electoral cuando diversas
fuerzas convergen con el objetivo de alcanzar la mayoría frente a un enemigo
común. Es post-electoral cuando son formados gobiernos de coalición entre dos o
más partidos con el objetivo de asegurar la gobernación del país. Las primeras
priman en los sistemas presidencialistas. Las segundas en los parlamentaristas.
En ambos casos, el factor que define a la unidad es una elección, sea antes o
después de ella.
Así podemos explicarnos por qué los
más destacados líderes políticos de nuestro tiempo han sido excelentes
candidatos. En la democracia moderna la diferencia entre líder y candidato es
cada vez menor. En América Latina, la mayoría de los líderes políticos –desde
Perón a Mujica, pasando por Betancourt, Allende, Lagos, Lula, Arias, Chávez,
Uribe, Santos, Capriles, y otros- han sido grandes candidatos.
La ligazón entre liderazgo y
candidatura es muy importante. Será tematizada en un próximo artículo.
[1]
No me referiré nuevamente al ya mítico plebiscito chileno de 1988 que unió a
todas las fuerzas democráticas de la nación en un “No” contra una dictadura que
controlaba todas las instancias electorales. Hay otros casos. Uno de los más
notables y menos citados fue el triunfo electoral de Vicente Fox el año 2000
cuya coalición puso fin a la dominación del PRI, partido-estado que regía los
destinos de México desde 1929 y controlaba a todo el aparato electoral. Junto a
Fox y su “Alianza para el Cambio” se unieron partidos como el PAN, el Partido
Verde y el Partido Auténtico de la Revolución.
[2]
Esa fue la gran locura de los grupos insurreccionales latinoamericanos de los
años sesenta y setenta de América Latina como Los Tupamaros, los Montoneros, El
ERP, el MIR, la ultraizquierda del PS chileno, y otros. En algunos casos se
levantaron en contra de democracias plenamente constituidas (Chile, Uruguay).
Todos fueron apoyados desde Cuba.
[3]
Prácticamente no ha habido insurrección victoriosa sin una promesa democrática,
incluyendo las elecciones. El mismo Fidel Castro de “La Historia me absolverá”
edificó un programa post-dictatorial que contemplaba en primera línea la
celebración de elecciones libres. Que Fidel Castro se haya traicionado a sí
mismo, y con eso a toda su nación, es otro tema.
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